Había planeado durante semanas buscando todo lo necesario para sortear cada posible problema que se presentara. Lo había estudiado de memoria una y otra vez. Sabía cada movimiento. Los míos y el de los otros.
Llegado el momento lo tenía todo bajo control; o al menos eso pensaba. Pero algo salió mal.
Se escucharon ruidos de un auto, voces, pasos, gritos de niños. Los gritos me tomaron por sorpresa. De pronto no sabía qué hacer, me quedé estático donde estaba, sólo escuchando mi corazón. No podía ser, ellos habían vuelto y yo no había podido escapar. El pánico me atrapó, no podía sostener la respiración. Me oculté como pude, ellos venían por mí, lo sabía. Como la última vez. De repente no recordaba nada. Mi mente estaba en blanco. No lograba recordar el camino para escapar. No podía huir. Ellos me atraparían. La transpiración helada corría como hielo. Sentía el rostro ahogado apresado por la tela. Me temblaban las piernas. Sólo los latidos del corazón retumbando como dentro de una bóveda tenían vida. Atiné a quedarme junto a una pared intentando tranquilizarme, o al menos aclarar un poco los pensamientos. Los pasos estaban cada vez más cerca y el grito de esos niños me atormentaba, ellos me atraparían primero, especulé.
Sin desearlo recordé la última vez que ellos me habían encerrado. Eso no sucedería otra vez, me juré. El rostro tranquilo de mi madre apareció de repente y pensé que ya no volvería a verla. Supuse que moriría en ese lugar impropio, asustado y rodeado de extraños. Aunque prefería morir allí mismo pensando en lo que sucedería si los niños me descubrían.
Sus gritos seguían atormentándome. De pronto, uno de ellos empezó a llorar. Estaba aterrado. La oscuridad me estaba volviendo loco; pero sabía que al menos era la única manera de que ellos no notaran mi presencia. Ahora todo era más extraño aún, no reconocía la casa, pensé que lo tenía todo en la memoria pero no recordaba en qué parte estaba. La oscuridad me confundía. Tomé un poco de aire, traté de serenarme pero mi corazón no acusaba el relajo. Respiré profundo una otra vez y pude recordar que estaba en el área de los niños.
Sí, estaba allí. Dios, ellos me descubrirían.
No podía creerlo: los niños ya venían por las escaleras, podía escuchar sus pasos. Ahora sólo uno de ellos lloraba. Ya no podía hacer nada, ellos me verían. Por Dios santo, ellos me verían.
El llanto se escuchaba con más fuerza, del otro niño sólo escuchaba sollozos. Había otra voz, no escuchaba qué decía por el lloro y los gritos pero parecía enfurecido. Los arrastraba, los arrastraba a los dos, o al menos a uno de ellos. Ellos venían hacia mí. Yo estaba en su área, no podía ser, estaba en su área.
Ya estaban ahí, tras la puerta. Ellos estaban por entrar por Dios. Mi corazón parecía explotar por el pánico. Estaba empapado por el sudor y continuaba con la mente en blanco. Ya no había tiempo. Sólo atiné a esconderme bajo una cama, era una pésima idea; lo sabía, pero ya no había tiempo de pensar en nada.
Como pude, bajo la cama, quité el seguro de mi pistola. Esta vez la usaría, era mi vida o la de ellos.
La puerta se abrió de un solo golpe, el padre entró con los dos hermanos a la rastra, uno seguía llorando; el otro, ya no. “¡Mocosos desobedientes!” les dijo, indignado. “¡Cuántas veces les tengo que repetir que entre hermanos no se pelea, eh!” Y continuó: “Ahora se acuestan a dormir y no quiero escucharlos en toda la noche, mañana bajan los dos a pedirle disculpas a su madre por la noche de cumpleaños que le hicieron pasar”. Apagó la luz, cerró la puerta con otro golpe y escuché sus pasos marcharse. El corazón quería salirse por la boca. Desde abajo de la cama vi cómo los niños se quitaban los calzados, arrojándose la culpa el uno con el otro hasta que un enérgico grito de su padre desde la otra habitación los hizo callar por completo.
En silencio se acostaron. Yo estaba debajo de la cama del que lloraba. Al cabo de unos minutos escuchaba sólo sus sollozos. Esperé unos instantes más; tieso aún. Sólo cuando estuve seguro de que estaban dormidos por completo y la casa estaba tranquila, salí del escondite.
Volví a ponerle el seguro a mi pistola. Me quité la media que cubría mi rostro y recién en ese instante respiré aliviado. “Dios, casi me atrapan otra vez”, me dije a mí mismo.
Recogí la mochila con las joyas y el dinero y me marché por los ventanales lo más sigiloso que pude.
Una caja fuerte en la habitación de unos malcriados niños. Qué estúpida idea, pensé. Maldito ricachón.
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