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Ella siempre me espera. Creo que esa es la definición exacta para entender lo que cuento. Más allá de los sentimientos que aún se desprendan de ella, ese es el razonamiento lógico que explica de algún modo su proceder, y sobre todo, el mío.

No recuerdo el día en que la conocí. (Hablo de la fecha, el mes o el año en que la vi por primera vez.) Y, aunque no es mi intención ser duro en mi relato, de cierto modo estas palabras resumen un poco la historia. Haciendo un esfuerzo en mi memoria, tengo el certero recuerdo de que concurríamos al mismo colegio secundario. Asumo la idea de haberla visto alguna vez ahí.

No llamó mi atención por entonces –recuerdo– y para ser más preciso, estoy seguro que pasaba inadvertida no tan solo para mí, si no también para el resto de mis amigos y compañeros de curso.

Tanto ella como su hermana eran bastante parecidas entre sí, aun sin ser gemelas o mellizas según el caso, el parecido era casi perfecto, salvo por el detalle que una de ellas llevaba el pelo más largo que la otra.

Recuerdo en el esfuerzo de la memoria que en los momentos libres estaban siempre solas, una al lado de la otra en algún rincón del patio. Acompañadas por ellas mismas parecían no necesitar nada más.

Prolijamente vestidas, de cabellos recogidos, de manos pequeñas, de piel blanca cercana a la palidez, de cabellos negros de un lacio llamativo, brillante, y bordeadas por un cuerpo que resaltaba del resto de las muchachas de la escuela tal vez pasaban inadvertidas para nosotros, pero no para el resto de sus pares.

Casi en secreto se desprendía de ellas una extraña belleza hermanada de una manera notable con un sigiloso misterio. Recuerdo vagamente también que no tenían amigas con quien estar y de cierta manera, eso tampoco parecía ser un problema en absoluto para ambas. Calladas al extremo de la timidez, vivían en un mundo propio sin rozar siquiera el nuestro, siendo absolutamente indiferentes a ciertas burlas que empezaban a desprenderse desde algunas lenguas nacidas desde una de las orillas de la envidia, propio de adolescentes ajenas y cercanas al mismo tiempo a la maldad.

No recuerdo mayor detalle de ellas por esos días de revuelo estudiantil. De a poco fueron huyendo de mi memoria como si jamás hubiesen habitado dentro de ella. Un recuerdo flaco que luego fue nada, fueron las dos.

Yo era popular por esos días en un colegio que no me tenía dentro de ningún tipo de proyecto serio para un futuro profesional o lo que fuera, más bien mi fama me la había ganado en buena ley por mi armónica irresponsabilidad y mi consumado desinterés por el estudio. El típico “rebelde” a quien nadie le interesa, pero al mismo tiempo en una contradicción perversa, era al que todos apañaban y querían (llámese compañeros de clase o profesores de aula). Una especie bastante conocida de cabecilla empecinado en arrastrar a cada uno de sus compañeros a la vagancia absoluta, según palabras repetidas hasta el cansancio por mi profesora de literatura, María Antonia de Cucuñe.

Ese, era mi retrato por esos días.

Mi vida no cambiaría de riel luego de abandonar el colegio secundario y mientras seguían acumulándose los años.

El ejemplo que dejaba mi paso no era el más aconsejable para una persona con un dejo de ambición. Más, teniendo en cuenta que los días trascurrían en un pueblo donde todos estábamos hasta el hartazgo de vernos las caras cada día.

Cada cual lo sabía todo del vecino, del amigo, del pariente, del pariente de ese pariente, del cura párroco; hasta los desconocidos recién llegados al pueblo eran salpicados con habladurías que giraban alrededor de un vicio irrefrenable en la práctica de un pueblo infectado por el conventillo. La rutina comandaba ese tipo de actitudes y muchas otras, por lo tanto, ese era el gran monstruo a combatir cada momento, cada hora. Al menos para mí.

Aunque a la mayoría, ya se los había devorado.

Lo único positivo de vivir en un pueblo pequeño según mi propia experiencia, era el privilegio de disfrutar a la familia y sobre todo, lo económico que resultaba existir cada día.

Me ganaba la vida trabajando ocho horas diarias de lunes a viernes para Víctor Flaminio, mi amigo de toda la vida y de los pocos inteligentes que habían sabido evadir mi liderazgo en la secundaria.

Él, era contador.

No me había casado a pesar de mis relucientes treinta años (como varios de mis amigos sí lo estaban) algunos amores arrepentidos habían sido mi cárcel y otros prohibidos mi tenaz debilidad. Flaqueza que había sabido descubrir y disfrutar en mis incontables huidas del pueblo, apaleado por la furia de la rutina y una descorazonada tranquilidad.

Siempre tuve esa necesidad incontrolable de conocer gente distinta. La ciudad era mi lugar, mis largas ausencias sumergido en el perfume de sus placeres era mi fortaleza, mi condición.

Sólo regresaba al pueblo cuando el inhumano trato de su encanto me consumía por completo. Y ya hacía dos años que estaba recuperándome de la última fuga y acomodándome otra vez en el pueblo y en la parálisis de su rutina.

A pesar del tiempo que llevaba de vuelta, me resistía a dejar de lado mis endurecidas costumbres de ciudad.

Uno de mis legados de gran urbe eran mis escasas horas de descanso, jamás lograba acostarme temprano, no podía hacerlo por más esfuerzo que ponía en el intento. Las cartas eran una perdición que nunca supe ni quise dejar y por el contrario, necesitaba tenerlas en las manos cada noche; sentir su sutil aspereza, su minúscula figura, abrigar la aceleración del corazón descubriendo el poder que significa tener el juego ganador entre las manos, era un placer que difícilmente podía encontrar en la corrupción de otros vicios. El encierro en una habitación brumosa por las infinitas figuras que se desprenden del humo del cigarro y el incendiario traspaso del whisky por la garganta, era una implacable combinación condimentada sin dudas y sin pudores por el mismísimo Satanás y a veces, me retenía en su salsa en la holgura de veinticuatro horas continuas.

Otro de mis ardores irrenunciables de madrugada, era tener una amante en quien resguardarme en noches de sosiego, el cuerpo de una mujer desnuda en la penumbra de una habitación ajena tiene los adobos cocinados a punto para una vida como la que llevaba.

Nunca fue un problema encontrar unas piernas que cumplieran con los requisitos necesarios para tal fin. Devolverle a una mujer lo que la rutina le negaba de manera tajante, era una contrariedad sencilla de enmendar cuando la demanda se evidenciaba en una mirada que iba más allá de un simple saludo. El código era simple de descifrar cuando los ojos ignoraban la cortesía indigente de un “buen día” y buscaban, como perros de caza, encontrar desesperados el grito oculto de la soledad.

Había descubierto ese código en los ojos de Valeria Lema el día que la conocí, con un matrimonio de doce años y un marido policía más preocupado por su papel de Jim West que el de esposo, no puso demasiado empeño en negar su abandono ese fin de año en la quinta de Carrera. Y si bien, yo mismo la había abandonado cada vez que lograba encontrar en otros cuerpos el jarabe etílico de la juventud que yo perdía; siempre volvía a sus piernas carnosas, a sus caderas férvidas, a sus pechos diminutos, a su saludo embustero y su mirada satisfecha en las mañanas del pueblo.

Pero como a todo vicio lo mata la ambición. Terminamos escarbando en culpas inexistentes para odiarnos sin razón; para así, poder blanquear la llegada de otro amante que paga mejor precio por otro costado del pecado. Yo, para verme a escondidas con la hija adolescente de un profesor del secundario que siempre odie. Ella, para multiplicar su adrenalina acostándose con el jefe de su marido, por quien lo abandonaría tiempo después.

Nunca más la vi después de que se fugara sorpresivamente con el comisario departamental. Pero si algo aprendí en las primeras ausencias de su cuerpo dentro de la soledad de mis noches, era que jamás fui yo el dueño de un solo pedazo de la cama que ella abandonó. Saber que en absoluto, se había revelado con mis anteriores amantes y que con el tiempo, se desenredaría aún más en los labios optimistas de María Alejandra Martínez.

No la reconocí en un primer momento. Cuando entró en la oficina buscando al contador Víctor Flaminio me impactó el paso agresivo de su figura. Su cuerpo tenía el magnetismo que tienen las cosas imposibles, extremas. Su piel olía a fresas recién cortadas, su escaso maquillaje dejaba a la luz una belleza natural, fresca, sugerente. La palidez de su rostro realzaba el negro luminoso de sus cabellos y sus enormes ojos negros paralizaban todo alrededor. Incluso la respiración.

Mordido por su belleza y como pude, le dije que esperara un minuto. Se sentó a un costado de mi escritorio retocando apenas su hechizo, mientras fui a anunciarla ante Víctor con la certidumbre de haberla visto antes en mi vida.

Tardó cerca de quince minutos en salir del despacho. Al marcharse, me sonrió con una expresión tal en el rostro que enmudeció cualquier intento instintivo de reacción.

–¿Te acordás de ella? –dijo Víctor parado a mi lado, observando al igual que yo los dotados atributos de su cuerpo alejándose de la oficina.

–Íbamos al mismo colegio los tres, junto con su hermana. Te reconoció al instante de verte. ¡De mí, ja! –sonrió apenas con una mueca–. De mí ni se acordaba –dijo Víctor guiñándome un ojo y regresando sonriendo a su despacho.

La belleza de Victoria me atontaba cada vez que regresaba a la oficina de Víctor por el mismo asesoramiento contable que la trajo el primer día. El solo hecho de verla parada al lado de mi escritorio, llevaba mi cuerpo a un nerviosismo tan visible, que entorpecía cada movimiento pretendido. Su perfume me volvía literalmente loco, su cuerpo me provocaba fiebre y ya no quería ni mirarlo, y su simpatía terminaba de incendiar los escasos fragmentos de cordura que sostenían mis actos.

Ella me volvía débil, su presencia llenaba el aire de combustión. La anarquía de mis sentimientos experimentaba la calma absoluta cada vez que volvía a verla. Cada día esperaba que volviera sólo para escuchar su voz, para ver su sonrisa, para sentir la mirada de sus enormes ojos negros; para volver a embriagarme con su perfume de fresas.

Era la primera vez en mi vida que sentía algo así por una mujer, y eso de alguna manera me provocaba cierto temor.

Mi propia religión, mi sólido concepto de vida, el mismo que me había endurecido al extremo llevándome a ser el que fui desde mi adolescencia, tambaleaba ante la evidencia; era indudable: me estaba enamorando de ella.

Se presentó como Joaquín Olmedo, esposo de Victoria Martínez, venía a llevarse unos papeles que Víctor debía terminar ese día. El odio de mi mejor sonrisa brilló al saludarlo.

–Tome asiento. Espere un minuto por favor –le dije con la mirada de un asesino encubierto.

Víctor lo hizo pasar en cuestión de segundos. Yo no lograba salir de la sorpresa. Un áspero vacío se adueñó de mi alma, de mi rostro y no sabía cómo salirme de él. ¿El esposo de Victoria? Martillaba mi mente. No podía ser cierto, no podía ser real.

Varios meses siguieron mis ojos acechando los suyos, esperando algún minúsculo mensaje que me hiciera dar el siguiente paso. Pero esa mirada encubierta jamás llegó. Era evidente, no solo estaba casada; también, era feliz.

Victoria había contraído matrimonio hacía dos años. Joaquín, su marido, había comprado unos campos y otros negocios en el pueblo, por lo que inevitablemente, iba a seguir en contacto con ellos durante mucho tiempo.

Joaquín no era la clase de hombres difíciles de engañar. Conocía a los tipos como él. En algún momento recaían en el mismo error, sus negocios consumían el resto de su mundo dejando de lado todo lo que no generaba dinero, eso incluía a Victoria. Otras veces supe sacar provecho de esas situaciones, y esta no sería la excepción. Estaba seguro de que en algún momento sentiría ese grito de soledad desde sus ojos. Sabría esperar. Aunque también estaba seguro de que no sería de inmediato, dos años de casados era muy poco tiempo para ilusionarse siquiera con una sonrisa de más.

–¡Te cortaste el pelo! –disparé a secas, ni bien entró. Llorando por dentro por el impacto de la sorpresa.

–¿Perdón? –dijo sonriente. Y continuó.– Seguro que me confunde con mi hermana, no es muy original su confusión, a menudo nos pasa, no se preocupe –dijo con la misma sonrisa de Victoria en los labios. Se quitó sus anteojos de sol y se presentó:– Mi nombre es María Alejandra Martínez, soy la hermana de Victoria con quien usted seguro me confunde y no me diga nada… –continuó sin dejarme ofrecerle mis disculpas– usted es Germán Orozco. Lo recuerdo de la secundaria. Está igual que entonces –afirmó con la misma simpatía lapidaria de su hermana.

María Alejandra llevaba el pelo corto como un caballero recién salido de la peluquería. Sus rasgos no eran menos hermosos por ese detalle, por el contrario, su belleza empezaba en lo reducido de su rostro y al mismo tiempo, incitaba un ligero morbo al observarla de pies a cabeza. Ella sabía de ese poder, lo vi en sus ojos, en el brillo sugestivo de su mirada, en su sonrisa que no mermaba mientras seguía explorándome con sus enorme ojos negros.

La conexión que tuvimos al observarnos registró la certeza de que algo sucedería entre los dos. No nos dijimos una sola palabra de más, nos sostuvimos la mirada unos segundos dejando que los ojos enviaran el mensaje solos. Desde ese instante, los dos sabíamos que sólo era cuestión de buscar el momento.

Por lo demás, María Alejandra era exactamente igual a su hermana, y eso de algún modo, agregaba un condimento extra al morbo que ya existía dentro de mí. No tardamos demasiado en encontrar ese momento, recuerdo a la perfección la primera vez que nos desenmascaramos sin otra razón más que la urgencia de poseernos.

Las hermanas Martínez habían heredado unas propiedades de sus padres por lo que María Alejandra también regresó al pueblo después de tantos años. Ambas asesoradas por el mismo contador amigo, me proporcionaba el privilegio de estar en contacto con ellas diariamente y adelantarme a las intenciones de algún otro oportunista con iguales o mejores intenciones que las mías.

María Alejandra estaba divorciada y no tenía hijos. En otras circunstancias hubiese sido la mujer ideal, de no ser por el detalle que estaba perdidamente enamorado de su hermana.

Sólo la presencia de Victoria lograba transformar mi naturaleza al extremo. Sólo ella me volvía vulnerable. María Alejandra no tenía ese don. Aunque de todos modos ella también fuese demasiada mujer para cualquier hombre.

Compartir la cama de Alejandra era como tener a Victoria al mismo tiempo entre mis piernas, y a veces esa perturbadora enfermedad me llevaba a sentir que estaba haciendo el amor con las dos al mismo tiempo. Fue en ese instante, en una de esas noches de locura cuando empecé a descubrir que en realidad no tenía a ninguna de las dos.

María Alejandra vivía en la vieja casona de sus padres. Victoria, con su esposo en el campo. Situación que me provocaba un placentero alivio, no quería que llegara a oídos de Victoria mi aventura con su hermana. Y dentro de un pueblo al salto como gatos hambrientos de nuevos chismeríos, había que manejar la situación dentro de la clandestinidad más absoluta.

De todos modos, Victoria vivía a cinco kilómetros del pueblo, en su propio mundo y muy lejos de las habladurías.

María Alejandra aceptó desde un primer momento la clandestinidad de la relación. Tal vez porque le gustaban los tipos como yo, arcanos. Tal vez por haber sido su fantasía en la secundaria según sus propias palabras y razón por la cual, Victoria también me recordaba. Tal vez encontraba placer en el abandono, en el sufrimiento, como algunas mujeres que conocí. Tal vez porque no era su intención equivocarse como en su primer matrimonio. Tal vez por comodidad, manteniendo un vínculo sin ataduras ni prejuicios. Tal vez por el embrujo que provoca el sexo prohibido. No lo sé. O tal vez porque estaba enamorada de mí como ella juraba que lo estaba.

Por la razón que fuera, ella siempre me espera, aunque a veces pase semanas sin verla, sin llamarla siquiera por teléfono.

Así pasaron los años. Los besos optimistas de María Alejandra fueron supliendo en partes los besos extraviados de su hermana, y el desparpajo de su cuerpo al desnudo mis deseos incurables de tener a Victoria.

María Alejandra de ningún modo cuestionó mi forma de vivir. Ella sólo esperaba que volviera, y yo volvía siempre.

Ella es mi única amante. Incluso era mi único consuelo para mis noches de borracheras pensando en su hermana.

Mi vida transitaba por una soledad que sólo vivía mi corazón.
A veces me pasaba días enteros tirado en su cama esperando que volviera, su cuerpo desnudo era un pésimo bálsamo para aliviar mis tormentos, lo sabía; pero aún así me quedaba. Por las mañanas la observaba dormida y entendía que esa noche yo había sido suyo, el sentimiento que ella dejaba en la cama no tenía comparación a otras amantes. Yo nunca pude decir que la tuve.

Los años siguieron su curso y el juego enfermizo de los dos no tenía cura. La vida pasaba y la soledad de ambos seguía encarnada como un perro hambriento a los huesos. El pacto de silencio que habíamos sabido endurecer cada vez más afianzado a pesar del tiempo, era la salvación para tan denigrante situación. Ya ninguno de los dos podía volver atrás. Y a decir verdad, jamás lo intentamos.

Ella era feliz de ese modo, lo sé. Lo sentía en su mirada en cada despedida, en cada noche que seguía entregándose sin reparos como el primer día. Sin cuestionamientos ni ataduras.

Sólo yo no tenía nada, desde un principio jamás tuve nada, y a pesar de que lo sabía mi vida seguía por el mismo riel. Nunca dejé de verla.

Y aún, después de tantos años, la sigo viendo, a escondidas de su hermana y de nuestros hijos.

Texto agregado el 14-12-2011, y leído por 170 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
14-12-2011 OIGA, OIGA, ESE PERSONAJE ES TODO UN ACOMPLEJADO, Y TIO GUARRO, EH? marxtuein
 
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