No recuerdo la hora en que escuché ese ruido proveniente de la planta baja. Me incorporé apresurado para inspeccionar mi propiedad. Ya en la sala sacudí aquella solitaria oscuridad con solo oprimir los interruptores de luz.
Todo estaba en perfecto orden, esperaba que la iluminación diera respuesta al ruido que me levantó de la cama. Fui a la cocina, donde encontré injustificadamente a la única sospechosa, una cucaracha.
¿Qué pudo hacer el insecto para provocar tal estruendo? Creo que solo mi mente lo visualizaba. Era para reconocer el gran tamaño de aquella intrusa que yacía quieta sobre la estufa de vitrocerámica. Atenta a toda vibración, al mínimo cambio de temperatura que le haga sentirse acechada. Y así fue, se percató de mi presencia y atravesó los muebles de cocina buscando escondite, por fortuna logré derribarla con mi pantufla derecha en mano, una vez en el suelo me dispuse poner fin a su corta vida.
Inició una persecución, la cucaracha avanzaba a gran velocidad, mis ataques con la pantufla fallaron en dos ocasiones, el insecto escapaba de su destino, una sensación de repugnancia se convertía en desesperación. La oscuridad debajo de la mesa de centro de la cocina era su meta, pero mi pantufla derecha voló y golpeó a la fugitiva, dejándola a centímetros de la salvación.
Levanté la pantufla, miré fijamente a mi adversaria, inmóvil e insignificante. De nueva cuenta, dejé caer la sandalia con fuerza sobre el insecto para disolver el momentáneo enojo y certificar su muerte. Ese asco antes percibido se mezcló con un sabor a victoria. Solo hacía falta limpiar y desinfectar el camino de bacterias dejado por aquellas espinosas patas.
Regresé la pantufla a su función habitual y mis piernas quedaron fijas al piso, paralizadas por el miedo para después ser invadidas por el temblor que recorrió mi cuerpo. Había descubierto al responsable de aquel sonido. No sentí arrepentimiento por el injusto acto antes cometido, mi conciencia estaba por abandonar un cuerpo sometido al verdadero culpable. Esta vez la pantufla no podría ayudarme, estaba mojada por un líquido caliente que descendía de mi entrepierna.
…
No hubo vibraciones ni una luz que avisara la llegada de un peligro real, no había lugar donde esconderse, ningún objeto gigante acechando. El miedo era a algo más pequeño que la reciente víctima, más rápido que la pantufla, algo que provocaría un estruendo mayor al que me hizo levantar de cama. Ocurre en segundos, al detonar una insignificante aguja percutora, accionada mediante un mecanismo sumamente sencillo: hay que tirar de un gatillo y en cuestión de segundos, un compacto objeto de plomo sale atravesando todo aquello con una densidad molecular menor que la suya.
Atacado por el ladrón, sentí el golpe más fuerte que haya recibido en toda mi vida. Caí al suelo, aquello a lo que temía acababa de penetrar mi abdomen. El cerebro liberó adrenalina para calmar el miedo mientras una sensación de calor invadió la zona afectada.
Desangraba, no sentí odio a pesar de escuchar la agitada respiración de mi agresor. Alguien mayor que yo pero con un coeficiente intelectual menor. Quizá la sociedad le cerró las puertas de toda opción de trabajo, y su familia, preocupados más por la supervivencia, olvidaron enseñarle que tomar objetos ajenos no esta bien. Permanecí inerte mientras mi casa era registrada, sabía que la herida no era mortal, quien mejor para saberlo que un doctor. La sangre se derramaba por el piso de mármol negro, pero lo único que pasaba por mi cabeza era la salvación y los sonidos de cada paso del intruso que poco a poco se alejaban.
…
Jamás podré recordar cuanto tiempo permanecí en el piso. No pude abrir los ojos para ver que ocurría, o en que momento recibiría sin piedad el tiro de gracia, la confirmación de superioridad ante un ser que no da muestras de vida. Pero jamás olvidaré aquellos pasos que recorrieron cada rincón del inmueble, que dependiendo la lejanía, dictaron si era capaz de respirar con normalidad o incluso dejar de hacerlo para no ser descubierto.
Nunca olvidaré cuando todo permaneció en silencio. Pude abrir los ojos que cegados por la luz tardaron segundos en acoplarse. Miré todo desde una perspectiva muy cercana al suelo que estaba cubierto por mi propia sangre, que llegaba hasta la mesa de centro de la cocina, y ahí donde golpee con la pantufla en dos ocasiones a la cucaracha, ahí ya no había nada. Ella también fingió estar muerta.
No debemos estar tan orgullosos de nuestra intelecto,
es solo instinto de supervivencia.
FIN |