Era el último día. Su cuerpo lo sabía y, sin embargo, su alma se negaba a abandonar del todo la posibilidad. Las vendas supuraban sangre muerta, los huesos perdían fuerza de encaje, y su piel se descascaraba al compás del viento frío.
Ya no existían lágrimas en sus secos ojos para acompañar el dolor de los suyos, que de alguna manera ofendían con vida a sus propios lagrimales. Todo presagiaba el fin. O casi todo. Y pese a aquello, aún esperaba aquel milagro.
La intención no era alargar su vida, ya bastante era el tiempo recorrido por su osamenta. Más bien, lo que aún le ataba a este mundo era la necesidad de obtener el convencimiento de que aquel sentimiento que durante años lo obligó a sonreír de manera honesta y dulce, significara algo.
Los susurros doloridos sólo aumentaban la urgencia del descanso, pero se negaba a partir sin entender, o por lo menos, sin volver a ver aquella sonrisa que marcó todo el trayecto de su vida... ya no tenía voz para pedir... su garganta era polvo seco que se alojaba en sus pulmones, robándole minuto a minuto la culminación de su íntima utopía, una que sólo él conocía y que, sin embargo, había sido el motor de muchos buenos momentos compartidos.
¿Cómo explicar entonces sus pasadas sonrisas? ¿Cómo agradecer la felicidad obsequiada con su existencia?... ¿cómo?
Todos le creían inolvidable. Todos lamentarían su partida. Sin embargo, ninguno de ellos sabría la verdadera razón que motivaría aquellos sentimientos. Era un secreto que llevaría consigo al festín de la muerte.
Por segundos, maldijo a Dios por privarlo de lo tangible, por permitir que aquel sueño no fuera de convencimiento público. Maldijo su suerte, y en aquellos segundos la urgencia de besar por única vez esos labios, por años imaginados, se volvió su peor agonía.
Quiso morir y olvidar, y entonces, la luz le obligó a abrir por última vez sus inertes párpados. Todo por fin encajaba. Todo tenía sentido y su vida cobró en aquel instante la deuda de su existencia. En aquel mágico roce. En aquel gesto mancomunado. En el único beso. En ese momento. La certeza se encargó de cobijarlo en los dulces brazos de la historia. Por fin real. Por fin compartida.
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