Confunde sus pasos en la tierra húmeda del bosque con las hojas que crujen al pisar. Arriba, las nubes obsoletas de un cielo gris. La tarde comienza a alejarse para dar lugar a la noche. La oscuridad se expande como la más bondadosa de las pestes. Por su parte, él camina entre los árboles, con la mirada perdida y las manos escondidas en los bolsillos de su campera. No hay motivo alguno para continuar avanzando, y eso es lo que lo impulsa a seguir.
Juan había pensado durante mucho tiempo todo esto, había tolerado demasiado. No importaba lo que diga o lo que haga, nadie era capaz de entenderlo. Las cosas sucedieron de una forma, la misma que lo acompañó toda su vida, y no podía hacer nada al respecto. No era su culpa. No había culpas.
Hasta este momento, todos los días los vivió con igual intensidad, la misma con la que se sintió usado. Fue protagonista, pero también fue espectador; y ello le dolía. Constantemente se preguntaba a sí mismo, buscaba en sus adentros. ¿Podía ser un error?, ¿podía haber un error?, ¿debía ser así?, ¿ese era su destino? Silencio, tan sólo silencio; y ello le dolía.
A medida que se adentra en el bosque, el camino se torna más frondoso. Los árboles triplican su tamaño, y el viento, que ahora sopla con mucha fuerza, doblega sus ramas fácilmente. Trata de levantar la vista con cuidado, con indiferencia y recelo, para no mostrar el incipiente miedo que percibe, pues parece que aquellas criaturas se arrojasen contra él, enfurecidas por la irrupción en su hábitat. Al fin y al cabo, es un intruso.
El problema fue cuando comprendió su alrededor. Solía pensar que si no lo hubiese hecho, la situación hubiese sido diferente. Recuerda muy bien cómo abrió los ojos a la realidad y abandonó aquel otro mundo. No puede hablarse de fantasía, jamás la hubo. La adolescencia fue para Juan una puerta de entrada que se cerró muy rápidamente, sin que lo notase, y que lo introdujo a un lugar del que no logró salir.
Siempre lo vio, no le gustaba, pero era así. Aprendió pronto a entender, y también a desentenderse, a perderse. No había cariño, no había más compresión que la que su propia infancia le otorgaba. Una injusta porción de racionalidad sin palabras mayores. ¿Qué sentimientos podían crecer en un ambiente tal?, ¿cómo madurar, si lo único que progresaba es lo que lo hacía llorar? Golpes, gritos, insultos, heridas. Llantos y lágrimas encontraban refugio en los rincones, se callaban en la cama, y revivían por la noche en los sueños. La confusión que sentía cada mañana, cómo ser, quién ser, ¿con quién se suponía que se debía identificar? No era posible que lo entendiese en ese momento. Entonces, aprendió a callar, a fingir, a desviar la vista y no mirar hacia atrás.
Por unos breves instantes pensó que la solución sería escapar. No se trataba de marcharse, solamente quería ausentarse, alejarse por unas horas de su casa. El colegio fue la primera opción, y creyó encontrar la forma de equilibrar su vida. Sin embargo, el tiempo le demostró que se equivocaba. Ver cómo eran sus compañeros, el resto de los padres, las maestras, no hacía otra cosa que frustrarlo. Sentía que vivía un castigo permanente. Llegar al hogar era la más grande decepción, porque en su interior aún tenía esperanzas de que las cosas cambiasen.
A los catorce años ya no quedaban rastros de aquella esperanza, incluso le sonaba absurda. El colegio dejó de ser su única manera de escapar. La independencia y la rebeldía eran sus banderas, y sólo tenía que abrir y cerrar la puerta. Completamente libre, con algo que ocultar, que a nadie le interesaría saber, hacía lo que quería, ese era él. Popular, querido por quienes se llamaban sus amigos, chicos y chicas de un instituto privado, con otra vida y otro estilo. Tenía su grupo, era su logro, y muchas jóvenes se le acercaban en busca de una relación íntima. No obstante, no era suficiente, no le alcanzaba. Tristeza, dolor, rabia, odio, peleaban dentro de su ser. Se volvió adicto a todo lo que lo hiciese olvidar; no quería recordar, solamente escapar. Alcohol, cigarrillos, drogas. Inició su fama.
Cada vez hace más frío y el camino se vuelve más ominoso. Las ráfagas lo empujan en sentido contrario, quieren evitar que avance. Él busca fuerzas para sobreponerse. Está decidido, no va a dar marcha atrás. Comienza a llover torrencialmente.
Le tomó muy poco tiempo acostumbrarse a esa vida, tenía todo por aprender. No pasaba muchas horas en su casa, sino que se reunía con sus amigos en clubes o en los hogares de ellos, para hablar de la superficialidad que les interesaba, para reírse con falsedad, para enseñar quién creía que era, para beber. Excesos, aunque él se excedía individualmente. Nadie los molestaba, y Juan era uno del grupo, era Juan.
Cualquiera diría que tenía dos personalidades, pero esto no era cierto. Había un lado de sí mismo que prefería no descubrir ante los demás y no había necesidad de hacerlo. Se conocía muy bien como para estar seguro de eso.
En un momento todo perdió sentido, o al menos ya no lo podía encontrar. Ya no le importaba nada, no sentía nada. No recordaba cómo llegó hasta tal circunstancia, cuestión que no lo perturbaba en absoluto. Para ese entonces, varias chicas se sentían atraídas a él, pero su relación con ellas duraba como máximo una semana. Tampoco le importaba; él era libre en este mundo, en el que se hallaba perdido.
Juan cubre su cabeza con la capucha de la campera. Procura aumentar la velocidad de sus pasos ante la lluvia, y siente que sus pies se resbalan en el suelo, que se está convirtiendo en fango. Cada vez esto se dificulta más.
Estaba de vacaciones, pero se quedaría en la ciudad ese fin de semana, como también lo harían la mayoría de sus amigos. Habían organizado una fiesta en el bosque, una fogata en realidad, cerca de un bar al que solía concurrir. Beberían algunas cervezas, conversarían, pasarían un buen momento. Ese era el plan.
Era una gran noche para todos. Allí estaban casi todos sus amigos del colegio, primas y primos a quienes ya había visto antes, y fundamentalmente, nada de adultos. Los adolescentes se dispersaban cada tanto entre los árboles y luego resurgían, alumbrados por el fuego, más vivaces aún. Juan, por su lado, ahogaba sus penas en el alcohol.
Todavía era temprano para marcharse, pero esta vez no tenía demasiadas ganas de quedarse. Se levantó, se despidió de aquellos que estaban en su cercanía y que conservaban la cordura, y se introdujo en el bosque camino a su casa. Quizá se detendría en el bar a tomar unos instantes, simplemente quería cambiar de ambiente.
En el trayecto se topó con una chica, su nombre era Mónica. Ellos habían salido por algo más de una semana y habían terminado muy mal. Juan siempre estaba tomando, jamás escuchaba lo que le decía y llegó a violentarse contra ella. No había sido su intención, él nunca quiso lastimarla.
Le tomó por sorpresa encontrarla en ese lugar. La saludó, con un poco de descaro. No podía hacerlo de otra forma después de cómo se había comportado.
Había bebido bastante.
La joven lo miró con desprecio.
Juan no toleraba no ser aceptado, pero nunca quiso lastimarla.
Comenzó a insultarla. Probablemente eran las cervezas las que hablaban; tal vez era el odio contra sí mismo, que lo atormentaba.
Mónica era un chica con suficiente carácter como para no contestarle. Ella comenzó a gritarle la cruel verdad. Porque sabía quién era Juan: no era tan genial como se creía, era un pobre desgraciado. Porque sabía que era uno más de ellos, uno más del montón. Porque sabía que sus padres eran su problema, su calvario, su secreto, y toda sus agresiones no eran más que el sencillo reflejo de su hogar.
Juan no podía creer lo que escuchaba, ¿cómo podía saberlo? Nadie debería conocer ese lado de su vida. Él lo rechazaba y así debían hacer todos. Inconcebible.
“Callate, callate!!”, le gritaba. Mónica continuaba escupiendo la verdadera historia, que no quería oír.
Él la tomó de los brazos y la sacudió. Ella gritó: “pegame, ¿eso es lo que querés?”.
La arrojó fuertemente contra el suelo y su frente golpeó con una roca. Llevó su mano hacia la herida y observó sangre.
“Vas a pagar por esto”, reclamó la joven, tratando de reincorporarse.
Juan quedó estupefacto. “No!, lo siento Mónica, no quise hacerlo, perdoname”.
“Vas a pagar por esto”, repitió ella con más fervor.
“No!, lo siento, no!”, gritó.
“Me vas a pagar por esto Juan”, insistió enfurecida.
Desesperado, confundido y enojado. Pensó en marcharse. Pensó en escapar.
Enojado. Se abalanzó hacia ella y la tiró contra la tierra nuevamente. Ambos gritaban. Agarró una roca del piso y la golpeó contra el rostro de Mónica, una y otra vez, hasta que pudo escuchar únicamente su voz. Entonces se detuvo, se puso de pie, vio lo que había hecho, se asustó y se alejó corriendo.
Se supo a la mañana siguiente que Mónica fue asesinada. Sus padres estaban destrozados y el pueblo entero conmocionado. Su rostro se encontraba completamente desfigurado y cubierto de barro por la tormenta que se había desatado en la madrugada. Unos metros más adelante, la policía halló el cuerpo de Juan inerte. En su bolsillo tenía una pistola, pero no la había usado. La posterior autopsia que se le realizó reveló que se había quebrado el cuello y que había ingerido grandes cantidades de alcohol. Dijeron que perdió el equilibrio, que se resbaló y golpeó contra un tronco. Aparentemente, se tropezó con una roca.
Sus compañeros del colegio se mostraban afligidos y aseguraban que se trataba de una tragedia. Un chico tan bueno y divertido como Juan…
Sólo algunos supieron de la triste adolescencia, sólo algunos quisieron verla.
"Una triste adolescencia" por Karina Vargas se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
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