eL TREN AVANZA
El sol entre los techos, eso fue lo último que vi y luego los rieles
y el tren devorando distancia. Aquél día cambió mi
vida. Vi perderse las siluetas de los muertos. -Los muertos- me dije: -los
que han quedado para siempre estancados en lo aceptable, en aquello que las
convenciones formulan como bueno.
-¿Y quién soy yo para determinar qué es lo bueno?-, no
lo sé. Lo que sí sé, es que necesito alejarme de este
pueblo, de su monótona ronda nocturna y de su repetida misa de
domingo.
Allí quedaron las manos extendidas, saludando entre lágrimas.
Sin embargo es la primera vez que me siento vivo.- ¿Y la culpa? Ah,
la culpa: mamá llorando y las vecinas con su run rún
habitual, haciendo girar el dedo en la llaga.
El tren avanza. Resulta mágico oír el sonido de la locomotora
y el traqueteo de los vagones.
-¿De qué vas a vivir?- No sé. -¡Nadie te
conoce!- No importa. -¡Todavía sos joven para ir tan lejos!-
Me estaba volviendo un pergamino. Aquí, para estar muerto, no se
necesita morir.
-¡Haragán! Gritó papá, sos un haragán. Lo
que no querés es trabajar. En mis tiempos era otra cosa.
Los árboles, qué hermosos se ven, desaparecen detrás
de la ventanilla abierta y los campos… y qué fresco el aire que
golpea mi rostro.
-¿De qué voy a vivir?- Me pregunté.
Un tipo evita sentarse a mi lado. Soy peligroso, uso rastas.
Miro las yemas de mis dedos, tan duras y ásperas que casi no las
siento.
Ubico mi sombrero en el piso. Tomo a Lucille (*), mi guitarra, y comienzo a
tocar.
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