¿Qué día fue hoy?
Abrí los ojos, estaba sentado en un sillón de la sala de alguna casa viendo el juego de futbol en la media mañana de un domingo, jugaban los Tiburones Mansos, equipo que apoya toda la familia de mi mujer contra mis queridísimos Ángeles Haraposos, equipo al que soy aficionado, ese mismo día era mi cumpleaños. El domingo, en una caótica media mañana como cualquiera de las de un verano de junio, recuerdo que es mi cumpleaños al estar viendo el juego de futbol, en el que se enfrentan los Tiburones Mansos, equipo al cual apoya la familia de mi mujer, contra los Ángeles Haraposos, equipo al que afirmo ser el más fervoroso aficionado, estoy emocionado y sonrío, siento que mi efusión molesta a todos. Sentado en un sillón de alguna casa siento que todos me miran. Cierro los ojos.
Me restregué los ojos, aparecí en la entrada del pasillo de urgencias de algún hospital sentado en una silla de ruedas, con el sol tan vertical y encima que no veía mi sombra, en ese momento recordaba que hoy era mi cumpleaños. En el encrespado medio día cenital de un verano boreal a mitad del año, me acuerdo que es mi cumpleaños. Entro al pasillo de urgencias de algún nosocomio, me doy cuenta que soy el paciente al estar sentado en una silla de ruedas, a pesar de eso, no se me quita la emoción de la víspera por algún juego de futbol y estoy sonriente porque me acabo de acordar que hoy cumplo años. Los parpados pesan.
Alcé los párpados, escuché que la enfermera verificará el numero de cuarto y se fue de aquí, convencí a mí mujer que estaba sujetando la silla de ruedas para que dejará impulsarme solo, me parecía divertido, aproveche que no avía nadie en el pasillo para impulsarme y dar una vuelta a toda velocidad. La inclinación del sol después del meridiano iluminaba los pasillos largos de un color blanco almeja y anchos que rodeaban un patio con un jardín con una palmera ubicado en el centro sin orillas, cubierto con un domo enorme y traslucido de policarbonato con forma de diamante por donde entraba placida la luz del sol. Abriendo el aire con el cuerpo y contemplando el espacio que acariciaba con mis manos extendidas, pensé: . Así sí quiero parecer enfermo, sin que nadie se dé cuenta, con tal de sentirme integrado en el entorno, el estupor me deleitaba y me sentía como el canto postrero de un grillo fantasmal que se sabe cierto, no por ser grillo, sin por que canta a la solemne oscuridad de su noche. Me estoy divirtiendo dando una vuelta en la silla de ruedas, recuerdo que es fácil convencer a mi mujer y me impulsó solo, estábamos solos los dos, la enfermera fue a verificar el numero de cuarto así que no se dará cuenta, debo ir más rápido antes de que regrese la enfermera, en esta tarde sin dolencias, tranquila y sin pacientes como para no enfermarse, ungüentos de luz y espacio alivian el malestar que no siento, recuerdo el estridular de algún grillo y mi levedad sobre la silla de ruedas qué no lamento estar aquí y ahora. Parpadeo.
Se me iluminaron los ojos, estaba acostado, giré leve la cabeza y la vi como si no nos hubiéramos visto en días, me sorprendió su asombro, al instante me di cuenta que la luz también me sorprendía con su influjo y me dolía la mirada que la desvié hacia otro lado. Entrecerrando los ojos la divisé rápidamente, se veía tan demacrada, sentada con los ojos vidriosos enmarcados con un sello rojo de donde le colgaba un listón blanco cristalizado en cada mejilla por algún llanto prolongado y la facha de sirvienta cubierta con unos trapos de colores descoordinados, con la cabeza hecha un plumero, había aventado todo por la fatiga de sus quehaceres que parecía como una mancha, sola y sin encajar, de las que limpia todos los días. Arropado con un camisón blanco que me daba hasta las rodillas, sin ropa interior y con el cuerpo fresco como el cuarto que irradiaba tonos blancos, pregunte casi sin aliento:
¿Qué horas son… hoy es…?
Sentí que lo que preguntaba era muy distante, apenitas abría los ojos y como si me transportara hacia atrás en el tiempo, antes de que me contestara mire hacia la ventana, las cortinas estaban cerradas y por mi mismo no pude deducir la pregunta, realice un esfuerzo mental enorme para orientarme en el espacio temporal con una mezcla simple de aritmética que impulsivamente por la frustración del cálculo me conteste con una carcajada nerviosa, sujetándome con las manos la cabeza que me daba vueltas. La carcajada se interpuso en su intento por contestar y mi mujer empezó a sollozar, esperé a que se calmara mientras me sentaba con movimientos aletargados sobre la cama, dejando de pensar en nada. La noche era joven y suave, sentado en la cama del cuarto de algún hospital, con una manguerita transparente, recientemente conectada en el brazo derecho, que inyectaba suero y una mezcla medicinal, sentía el roce de las comisuras hinchadas entre los dedos de las manos y pies, entre brazos y costillas, entre mis piernas, un cuerpo con cabeza dislocada tratando con todos sus esfuerzos moverse para despabilarme de la resaca de este profundo sueño espeso.
–Me duele la cabeza –le dije-.
En un tono calmado, tal vez por ver la compostura de mi estado, que hasta ese momento yo también empezaba a darme cuenta que mejoraba, ella susurró.
–No te esfuerces tanto en pensar. Te caíste jugando futbol y te golpeaste la cabeza, –tomó aire por la nariz y continuó hablando ahora con fuerza y en un solo sollozo in crescendo soltó–. Al principio, la enfermera que te atendió al ver tu comportamiento me preguntó que si te drogabas, me hizo sentir más mal y me quede trabada un momento y enojada le dije que pues ella me lo dijera para eso te habíamos traído, ya ves que algunas son bien mulas. ¡Nos pusiste a todos como locos! –No supe que decir, solo vi su semblante de la virgen de la Inmaculada Concepción, fui escuchando que su respiración se tranquilizaba y retomó lo que me pareció un largo sermón–. Después, te revisó el doctor y viendo la radiografía de tu cabeza dijo que tenias una conmoción cerebral por una contusión craneana –la interrumpí e interpreté con la pregunta de que si me había abierto la cabeza, y mi mujer tomando un respiro y con la voz aplacada de mujer sumisa negó con la cabeza y respondió–. No: tienes la cabeza dura, tenías inflamado el cerebro en la parte posterior y muy leve en la frontal. El efecto del golpe fue retardado, llegaste a casa bien, pero empezaste a preguntar en repetidas ocasiones y muy insistente que qué día es hoy, que qué hora era y que qué hago aquí, y al poco rato otra vez divagabas –se acercó para acariciarme, pero le parecí tan frágil que sus palmas se arrepintieron, las recargó en la cama y recalcó–. Parecías un loco que no paraba de reírse y al que solo faltaba una camisa de fuerza; y entre esos periodos de locura tuviste un periodo lucido –tomando un poco de aire y pasando saliva por su garganta volteo remirándome a los ojos que le correspondieron en ídem, aguantándose las ganas de llorar continuó para finalizar su monición–. Dentro de todo lo malo, lo bueno fue que sí te acordaste de mí y de tu hijo –me acomodó el cabello descubriendo mi frente–. El doctor dijo que tendrías lagunas mentales, que irán disminuyendo conforme tu cerebro se vaya desinflamando. Tienes que descansar.
Sentí un hormigueo en todo mi cuerpo que tembló todo, empezando por la columna vertebral y desplazándose concéntricamente hasta la punta de los dedos de manos y pies y cabellos. Recordé a las abuelas decir inocentemente que el cerebro duele cuando tienes dolor de cabeza, trate de recordar cómo fue que me caí, pero fue inútil, en los bordes de ese hueco giraba una banda anacrónica ilógica de hechos inciertos, sin inicio y sin fin: la salida del trabajo, el camino de ida al campo juego, la incapacidad laboral, la llegada a casa, los informes de la obra pendientes, la llegada al hospital, la silla de ruedas, el dolor de cabeza, las abuelas, él hormigueo; caminaba sobre la banda de möebius con desesperación por alcanzar el recuerdo finito perdido en el más allá, qué mi vista se hundió en un profundo carmesí.
Ascendiendo para salir del profundo carmesí pude mirar al tiempo que oía a mi mujer decir con emoción con un semblante apaciguado que “ya casi termina el día de tu cumpleaños, hay que festejarlo, sóplale a la velita antes de que se acabe el día que no se nos olvidará nunca” –aclarando que yo era la excepción a las reglas– “como tú nunca quieres ir a las fiestas te perderás la tuya”.
Yo ya había olvidado lo que paso en el resto del día, mi mujer lo sabía y tal vez por eso acabó diciendo en tono irónico viéndome con aire lastimoso “por cierto el juego que disputabas era la final y ganaron, y también Los Ángeles Haraposos salieron triunfadores, y si, es cierto lo que dicen tus amigos, tu sí que te matas por el balón…” Se notaba contenta al final del día aunque le dolía la derrota de su equipo, tal vez porque no la iba a olvidar.
La noche de este domingo continúa abrupta, sin lluvia, fría sigilosa, contrastando con las comunes noches de un verano del sexto mes, las manecillas de un reloj marcan casi media noche. Sentado en una silla sin ruedas del comedor de alguna casa, con la luz amarillenta e intermitente de la velita puesta en medio de un pastel veo los rostros ufanos de mi mujer y mi hijo iluminados y el reflejo de sus sombras como llamas oscuras, me emocionó y sonrió desquiciado de felicidad cuando ellos empiezan a entonar las mañanitas, su canto se confunde con chirridos de grillos arrullándome el sollozo de mis ojos y cobijándolos con el colash de recuerdos de aquel día que vive en la memoria de algunos otros ojos ponderosos.
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