Entregado al hastío, pasé noches complicadas, casi enfermizas. Necesitaba un desahogo. En el pasado, lo tuve con tus pláticas que prometieron juntar mejor, las vocales. También, husmeé -en la casa antigua- los connatos de muerte que viví en callejones o entre aguas torrenciales.
Un día, fui al consultorio y entre el hedor del silencio, me puse a llorar cuando vi el cielo despedazado, el piso fisurado, los azulejos carcomidos y un aire enrarecido, triste y desesperante.
Mis libros y los obsequios de mi despacho se habían hecho, escandalosamente, autistas. Había llovido la noche anterior; y los charcos, espejos maculados, reproducían el drama ante mis ojos.
Cerré de inmediato y busqué ayuda. Volví a levantar lo que fue mi cueva, mi espacio de amante. Pasaron, no sé cuántos meses, pero lo logré.
No, no es para dar consulta, sino para sentarme en el escritorio de vez en cuando, y reconciliarme con algunos paréntesis de felicidad, como la vez que por alguna razón, me encontré -de nuevo- con la poesía que cruzando mares, me llegó en la voz de una mujer que me dio la mano y algo más.
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