En esas noches en las que la nostalgia se asomaba tan llena y tan plena, se preguntaba si las cosas inanimadas, -un libro por ejemplo, o una canción, o el silbido, o más aun, la noche llena de estrellas-; hubieran robado un pequeño fragmento de alma, del alma de su esposa, de tal modo la sentía en ellos: la evocaban, la revivían.
Al respecto repasaba algunas teorías sobre el alma, ese parásito que anida nuestros cuerpos, que nos hace depender de las creencias y los recuerdos; la Fe, que no se entendería sin ella, tan abstracta la una como la otra. Y en su mente, las añejas anécdotas de médicos afanosos en querer comprobar su existencia, el pesaje de los cuerpos muertos, inmediatamente después de exhalar el último aliento.
El alma, el espíritu, la esencia; y se miraba al espejo, y anotaba cualquier señal que pudiera ser prueba de su existencia, ¿la sonrisa? absolutamente humana, el llanto no por la cercanía de la muerte, no el producto del miedo, si no más bien, producto de la nostalgia, el que llega sin una razón definida, sin un porqué determinado.
La memoria de que te has ido, pero continúas presente en todos los recuerdos, la sonrisa incorpórea, la mirada. ¡El color de los ojos que ya no existen! Eso es, “el color de los ojos”, allí esta el misterio; como definirle un color a los ojos que partieron, a los ojos que como el poeta dice: no son ojos por que no los ves, y ahora tampoco lo son por que no pueden verte. Pero dónde queda entonces la nostalgia de un aroma, dónde, la sonrisa que se asoma al recordar una receta, o una melodía, y dónde las caricias que sus manos ofrecían a su cuerpo.
El alma, ese parásito que sin saberlo se le fue metiendo en los recuerdos.
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