Prácticamente durante toda nuestra infancia, aquella puerta en la habitación del abuelo fue nuestro objetivo principal. Intentábamos a toda costa poder abrirla, y averiguar que se escondía detrás de ella. ¡Nada!. Siempre aparecía alguien en el momento justo. El abuelo con su seriedad, y su inseparable taza de café. Siempre humeante. Siempre impregnando el ambiente con el aroma que, nos llevó a todos a seguir ese gusto. La abuela y el canturreo de sus rezos. La tía chata, con el único fin de echarnos fuera.
Inventábamos toda suerte de recursos. Rodeábamos la casa para ubicarla desde fuera, la confundíamos con una que otra ventana, o la situábamos en algún recoveco de las paredes. Planteábamos estrategias para poder entrar. Distraer a los vigías. Engaños. El abuelo y su café, siguiendo cada uno de nuestros pasos. Siempre atento. De vez en cuando esa sonrisa, apenas vislumbrada.
Tuvieron que pasar más de cuarenta años. Ya con el abuelo y la abuela muertos, y con la tía chata recluida en el olvido, dueño yo de aquella casa -para absorber parte de ancestrales deudas-, en que sin ningún miramiento, decidido y ansioso, entré a la vieja habitación, ahora en abandono. Empuñé el picaporte de aquella puerta, giré la manija y suavemente empujé hacia dentro. Toda mi infancia se reflejo en aquel extraño giro. Abrí, con toda la emoción de haberlo logrado.
Misteriosamente aquella puerta había sido empotrada en la pared y no conducía a ningún pasadizo secreto.
Sonreí asombrado porque esas bromas enriquecían la vida cotidiana del abuelo. Construía sueños y misterios, y en complicidad con la abuela y los tíos los hacia creíbles, y vividos para los nietos.
Sonreí, al sentir que lo único que se evaporaba era el café de mis sueños. Un intenso aroma de planchuela y robusta recién tostados se metió hasta la raíz de mi cerebro.
|