Cuatro camiones
La rueda del camión avanza sobre el camino de tierra. El camino se despliega sinuoso a través del monte. El guardabarros, en principio de color verde, ahora aparece sucio de manchas marrones. El conductor, fuma, lleva el casco inclinado hacia atrás de manera que la frente le queda al descubierto. La ventanilla baja, un calor insoportable. El monte brota desde los costados, por momentos chorreando, deslizándose, superponiéndose al sendero. El cielo esta veteado de un naranja que empieza a mezclarse con la noche que va cayendo.
El camión ronronea, el conductor pisa el acelerador pero el motor parece ahogarse, cabecea, chuf, chuf, se para. Los tres camiones que lo siguen en la fila clavan los frenos. Se abre el capot. Husmean. Tocan por ahí y por acá. El soldado, el mismo que conducía, hace unas señas con los brazos extendidos en el aire. El sargento, es el que está a cargo, va hasta la punta del camión, se asoma bajo la lona donde viajan los soldados y exclama una orden.
Los soldados de un solo camión no van a ser suficientes, así que los de los otros camiones también bajan. Ahora se apostan como pueden, mezclando brazos, y piernas, hombros, y se disponen a empujar el vehículo. Las botas avanzan precipitadas, las ruedas giran, el rugido del motor, está en marcha nuevamente.
Cuando llegan al pueblo ya es casi la medianoche. Los soldados se apoyan contra el borde de la lona que los cubre y observan. El sargento desde la cabina también observa. Están asombrados, un poco confundidos. El “pueblo” es una veintena de casas desparramadas, entre las cuales se infiltra el monte, apenas delineado por unas calles desparejas y unas pocas esquinas. Cuando se detienen frente al hospital, definitivamente quedan perplejos. El edificio es moderno, pintado de blanco, con columnas, y pasillos, es inmenso, contrasta con el lugar. Se puede ver una débil luz encendida en una casilla junto al portón.
Dentro de la casilla. Beltrán. El sereno. Toma mate. Cada veinte minutos agrega un poco más de agua a la pava y la vuelve a colocar sobre el brasero. El mate le hace compañía. Se pasa toda la noche despierto. Podría dormir, a él que vigila nadie lo vigila, y si nunca pasa nada, podría dormir. Por lo menos sentado en la silla, pero no lo hace. Tal vez por temor, porque el hospital, todavía sin inaugurar, tan desolado, le produce cierto estremecimiento. Ahora, cuando escucha el rumor de unos motores, está tirando la yerba en un tachito. Se asoma a la ventana y observa; cuatro camiones. Un soldado se baja del vehículo que está más cercano al portón y viene hacia la casilla.
Beltrán manotea la gorra, se pone las alpargatas que siempre se saca para aflojar los pies, y camina por el patio hacia el portón, abre una puertita. El sargento lo saluda con distancia, hace sentir la autoridad que infiere su presencia. Habla haciendo unas señas, explica algo. Beltrán le indica que espere con una seña de la mano. Cierra la puertita, atraviesa el patio en diagonal, hacia otra puerta que da a la calle lindera y sale. Camina rápido, casi al trote.
Camina Beltrán por la calle oscura, a todo lo que da. Siente las piernas que luchan por mantener el ritmo. Ya no es un pibe. Está pensando si debería empezar a golpear las puertas, o bien debería ir primero de Gutierrez y que él lo ayude. Una casa aparece a un costado. Beltrán se decide, golpea, espera, como nadie sale, golpea otra vez. Un hombre se asoma, está descalzo, con cara de sueño, habla con Beltrán, cierra la puerta atropellado. Cuando Beltrán está unos cuantos metros más allá por la calle, el hombre sale, camina con su mujer y sus cuatro chicos, lleva los brazos abiertos como si los empujara en un apuro, como si a su vez los guiara.
El sereno sigue caminando, apresurado, ahora le duelen las pantorrillas, está agitado, y un hormigueo le surge en el pecho. Maldice nunca haber dejado de fumar. Sabe que ese dolor es del pucho. No puede detenerse. No debe. Llega a otra casa. Golpea la puerta. Se apoya con una mano contra la pared, respira, boquea. Una mujer se asoma. Beltrán le dice algo y ella desaparece para volver con el marido. El hombre levanta el pulgar, precipitado se zambulle dentro de la casa. Cuando sale Beltrán está todavía recuperándose. El hombre lleva una escopeta en la mano. El sereno le dice que no, entonces el hombre la devuelve a su casa. Se despiden. El hombre con su familia asciende por la calle mientras Beltrán sigue su camino en la otra dirección.
Después de haber descansado unos minutos el dolor se alivia, pero Beltrán está realmente agotado, el deber lo empuja desde adentro. Camina unos cien metros. No da más. Se sienta en una piedra. Respira, agitado, su boca se abre y cierra en busca de aire. Trata de relajarse. Estira las piernas a pesar del dolor. Los camiones lleno de soldados frente al hospital. ¿Serán ochenta, cien soldados? ¿Cuánto tiempo van a esperar hasta que se decidan a entrar? Beltrán se inclina a un costado, agarra un palo largo y grueso. La luna en el fondo le ilumina las espaldas, se recorta su figura negra sobre la calle, camina apoyado en el palo que clava en la tierra para poder avanzar.
Con ese mismo palo golpea la puerta. Mira hacia arriba y puede ver el escudo de la república. Gutierrez se asoma con los ojos legañosos y los pelos revueltos. La mitad de su cara puede verse, la otra está oculta en la oscuridad.
Quieren desmantelar el hospital, dice Beltrán.
Gutierrez se restrega los ojos con energía. ¿Quiénes?, pregunta.
Los milicos.
¡La puta madre!, escupe a un costado.
¿Qué te pasa, Beltrán? Tenés una cara, agrega después.
Me duele el pecho.
Vení, pasá, sentate ahí, descansá un poco. Yo voy a buscar el caballo.
Hay que avisarle al resto de la gente.
Vos quedate tranquilo, volvé al hospital, del resto me ocupo yo.
Gutierrez se pone las alpargatas. Se peina un poco con un pequeño peine de plástico marrón. Sacá de un cajón un revolver. Se lo coloca en la cintura a la espalda.
¿Te parece llevar un arma?, le pregunta Beltrán.
Por las dudas. Cuando te sientas bien volvete al hospital.
Beltrán se queda sentado. Tiene las piernas estiradas, y respira profundo y agitado, poco a poco va sintiendo como el dolor se alivia. Le dan ganas de fumarse un pucho. Se da cuenta lo desafortunado de sus ganas. Sacude la cabeza desahuciado. Escucha el galope de Gutierrez alejándose. Inhala, siente el aire llenarle los pulmones, deja caer la cabeza hacia atrás y desea que todo se resuelva de prisa y sin muertos.
Camina otra vez apoyado en el palo, al principio se siente recuperado, camina, intenta hacerlo con rapidez, piensa en los camiones llenos de soldados. Se pregunta si la gente habrá respondido al llamado de Gutierrez. Cuando hizo cerca de doscientos metros el dolor vuelve, y esta vez parece que la pata de un elefante le oprimiera el pecho. Mira al cielo. Le parece inmenso, como si se le estarían por venir todas las estrellas sobre el cuerpo o como si, de repente, fuera a venir alguien a llevarlo para allá arriba. No puede dejar de caminar, tiene que llegar al hospital. Se detiene cada tanto. El dolor que se alivia un poco. Nunca desaparece, y él que sigue caminando, se repite, una y otra vez, que no puede dejar de llegar al hospital. Cuando llega, cuando atraviesa la puerta para meterse en el patio ve que hay mucha gente. Familias paradas en el centro del patio. Se repite la imagen, la disposición, el hombre, la mujer y entorno los hijos que son siempre muchos. Beltrán que cae redondo al piso. Unos hombres corren y lo levantan agarrándolo de los sobacos. Lo llevan, Beltrán arrastra los pies, hasta sentarlo en la casilla. Con un trapo, un hombre lo ventila, otro señor intenta darle un poco de agua.
Más gente va llegando al patio del hospital. No se ven armas. La actitud es más bien expectante, de mansa rebelión. Gutierrez llega con el caballo, tironea de los frenos, junto a él otros hombres a caballo también entran a través del portón. Alguien habla con él. Gutierrez se apea del caballo y se mete en la casilla donde Beltrán boquea en busca de aire. Gutierrez se saca el revolver de la cintura. No, no, así no, le dice Beltrán con lo que le queda de conciencia.
Gutierrez señala a dos tipos y son ellos los que lo acompañan.
Si no entienden un balazo entre los ojos, dice el hombre.
Salen a la calle. Los cuatros camiones. El sargento que fuma y cuando los ve, arroja el pucho y lo pisa. Se acerca al encuentro. Algunos soldados permanecen arriba, dentro de las cúpulas, otros están a la espera charlando junto a los vehículos, pero cuando ven que se está dando la reunión hacen silencio.
Gutierrez, sus dos hombres, el sargento y un cabo, conversan. No hay gestos agresivos, no hay gritos, ni miradas displicentes. Gutierrez mira hacia el hospital y le indica al hombre que está ahí, que abra el portón de par en par. Cientos de hombres y mujeres y chicos pueden verse, toda la gente del pueblo, no falta ninguno. Los cinco hombres han dejado de deliberar y ahora escrutan, estupefactos algunos, orgullosos otros, la imagen.
Los segundos que parecen horas, las miradas son sostenidas por las otras miradas que se erigen, como una fuerza imponente, desde el patio. Gutierrez le hace una seña con la mano al sargento. Los cinco hombres empiezan a caminar hacia el hospital. Cuando entran al patio, el sargento y el cabo, sienten la opresión de esas miradas, como un peso sobre los hombros. Se meten en la casilla. Beltrán está sentado, casi inconsciente. El cabo sale corriendo y vuelve con un soldado que parecería ser médico, por la cruz roja que lleva en el casco. Con solícita actitud el soldado agarra a Beltrán y lo acuesta en el piso. Después, sosteniéndolo desde los talones, le levanta las piernas. Le pide a uno de los hombres que lo reemplace en la tarea.
Gutierrez, el sargento, y el resto de los hombres vuelven a salir del hospital. El portón permanece abierto. Los cientos de ojos escrutándolos. Cada tanto bufa alguno de los caballos. Todas las cosas tienen un tinte plateado por la luna ahí arriba. El sargento pega un grito y un grupo de soldados se forma frente a él. Hay unas indicaciones. Los soldados trotan en fila, se meten en el hospital, se escucha el taconeo de las botas sobre el piso de los pasillos. Demoran un rato. Después salen con algunas camillas y sábanas y un par de asientos. Los suben a un camión. Gutierrez le extiende la mano al sargento, las estrechan. Se suben todos a los vehículos. Los motores en marcha. Las luces encendidas. Las ruedas que giran y poco a poco los camiones van encauzándose en el sendero que los devuelve al monte, el monte que se los va tragando, el monte que los envuelve y los hace desaparecer y solo se escuchan los motores a lo lejos, disolviéndose.
Gutierrez se abraza con los otros hombres. Vuelven, de prisa, a ver a Beltrán. El hombre sigue en el piso, con el otro levantándole las piernas, pero el rostro ya no aparece pálido, dice que el dolor se le está aliviando, que se va a quedar así un rato más. Jura dejar de fumar. Hay algún chiste al respecto. Gutierrez sale al patio, habla con la gente. El tono es enfático. Alguien empieza a cantar, la voz solemne y solitaria se escucha vibrante. Poco a poco otros también se suman al canto, y así nuevas voces y al instante están todos cantando. Hombres, mujeres, chicos, Gutierrez; Beltrán escucha con la mejilla apoyada en el piso. Cantan una marcha, eso es lo que cantan, y a Beltrán la piel se le vuelve de gallina, y respira profundo, y absurdamente le dan ganas de fumarse un pucho.
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