Comando Cody
La pantalla es inmensa, es un lienzo de varios metros de largo. Comando Cody activa sus cohetes supersónicos y sale volando. Los chicos abren los ojos, la boca abierta, el mentón colgando. La sala a oscuras. En la primera fila, son cuatro, sentaditos, siempre los mismos cuatro: Ramón, Cáscara de queso, Melito y Díaz. Comando Cody, la capa flameando, se imagina roja (la imagen es en blanco y negro), los brazos extendidos, victoriosos. Rodea al villano, es un animal abominable, el superhéroe lo golpea, le patea la cabeza, los chicos: ohhhhhh. Se le salen los ojos de las órbitas, le tiemblan las piernas. Comando Cody envuelve la cabeza de la bestia, y lo arroja al suelo, se para sobre ella y de un golpe lo deja sin vida. Sonrisas. Grandes. De esas que llegan a las orejas. Los chicos se codean, se retuercen de alegría en las sillas, viva, viva. Comando Cody ha vencido otra vez, como todos los sábados a las nueve de la noche.
Los chicos se mezclan entre la gente. Salen a la calle.
¿Viste cuando lo agarró del cogote?
¡Comando Cody!
¡Sí! ¡Comando Cody!
¡Flor de piña! ¡Lo liquidó!
¡Lo fulminó!
Los chicos caminan por la calle. La gente se va dispersando, algunos conversan en las esquinas, otros se van en bicicleta. La luna. Las estrellas. Un calor sofocante les arranca gotas de sudor. Cruzan la vía. La tierra se levanta bajo los pasos. Llegan junto al arroyo. Cáscara de queso agarra una piedra y la arroja al agua haciendo “sapito”. Le dicen Cáscara de queso porque nunca se baña, y la piel de los pies y las pantorrillas se le pone dura y gruesa. Ramón se acuesta en el piso. Pone los brazos cruzados detrás de la nuca.
¿Dónde vivirá Comando Cody?, pregunta.
Melito se acuesta junto a él. Con una mano y el codo sostiene la cabeza.
Vivirá en Buenos Aires…, dice.
Para mi que es Tucumano, dice Díaz, ¿No viste como habla?
¡No, pomelos! ¡Comando Cody es de Estados Unidos!
¿Ramón, tu hermano, el Pocho, sigue manejando el proyector del cine?
Sí… como siempre.
¿No podrá conseguirnos entradas?
No… ya le pregunté, pero me dijo que el viejo no quiere largar una sola.
¡Seis veces! ¡Rebotó seis veces!, gritó Cáscara de queso que seguía tirando piedras al agua.
Los chicos juegan a la bolita junto al andén. Tienen los bolsillos llenos, tintinean al caminar. El sol, incandescente. Les pesa en el lomo el calor, pero ellos juegan igual, con cierta seriedad infantil, con tesón, apasionados como si con esas bolitas se jugaran la vida. Díaz es imbatible, es zurdo, a la “carambola” nadie lo puede vencer. Desde lejos cierra un ojo, se muerde la lengua, tensiona el pulgar y dispara la bolita, precisa, exacta. Contundente impacta en una y en otra y en la otra, la carambola, y se lleva las bolitas junto a las otras del bolsillo. Ramón conoce una forma de batir a Díaz, hay una sola forma, pedirle el cambio de mano, jugar con la contraria. Cuando Díaz juega con la derecha es un desastre, incapaz de acertar y Ramón parecería tener un extra, una habilidad en la zurda y recupera bolitas de esa forma. Es la única posibilidad que tiene de recuperar pero no siempre acepta Díaz. Tampoco es tan “pomelo”, como dicen los chicos.
El padre de Cáscara de queso ya tiene el helado listo. Es un solo sabor, frutilla de crema. Rosa, intenso, fresco. Un chiflido: fiuuuuuuu. Los chicos se dan vuelta para mirarlo. El padre mueve la mano, los llama. Los chicos juntan las bolitas y se van para el puesto de helados. Corren, despatarrados, ansiosos. Hace unos meses el puesto de helados, los otros puestos, los que venden maní, pochoclos, limonada, copos de nieve, estaban junto al andén. Pero María Luisa Stafieri, el cuatro de mayo de mil novecientos cincuenta y siete, apresurada entre el gentío que compraba cosas, la niña de seis años, corriendo, la empujaron, sin querer, claro, sin querer, y cayó a las vías cuando el tren pasaba. Desde entonces por pedido expreso de la comuna, y la policía, los puestos de venta deben estar más allá del andén, a unos treinta metros, casi en la vereda.
El silbato del tren. El ruido, el temblor, chuf chuf chuf chuf, se acerca. Algunos corren en el andén. El sol sobre los rieles candentes, reverberan los cantos rodados. Los vagones se detienen, prolongados a lo largo de la estación, extensos, algunos pasajeros bajan pero otros gritan, piden helado asomándose desde las ventanillas. El padre de Cáscara de queso, cuchara en mano, llena los cucuruchos. Los chicos, preparados para la corrida, parados junto al puesto de helados. El hombre le pasa a Ramón el cucurucho con la gélida pasta rosa, el chico corre, corre con el helado en la mano, corre, corre, un muchacho asomado por la ventanilla del tren, con la mano estirada lo espera. Ramón corre, corre, el helado se le derrite, se funde bajo el sol, chorrea; entonces el chico le pega un par de lenguetazos, dos, tres ávidos lenguetazos, corre, corre, un lenguetazo más, y Ramón le extiende el helado al muchacho. Las monedas. Gracias. De nada. Y el chico vuelve caminando junto al puesto.
Es sábado, y a la noche Comando Cody vuelve a proyectarse en el cine, el padre de Cáscara de queso les ha dado unas monedas por el trabajo. Los chicos pueden elegir entrar legalmente, pagar la entrada, pero eso significa que no hay plata para el maní que se vende en el intermedio.
Ya es de noche. Grillos. Ranas. El sonido de las zanjas y el monte alrededor del pueblo. Ramón, Melito, Cáscara de queso y Díaz. Les tiemblan las piernas de solo pensar en Comando Cody. El superhéroe volador que con el revólver atrapa criminales y matones. Melito escupe el chicle a un costado. Se miran entre todos, el silencio los hace cómplices. El alambrado. Ellos separan los alambres con la fuerza de los puños, y contoneándose pasan al otro lado. La parte trasera del cine: un espacio de pasto y tierra donde las gallinas van y vienen. Cuando el último atraviesa el alambrado vuelven a mirarse. Silencio. Fundamental el silencio. Antes de avanzar observan debajo del escenario sobre el cual se encarama la pantalla; hay algunas gallinas. Saben lo que tienen que hacer, lo vienen haciendo desde hace varias semanas. Se tiran al piso, se zambullen, se arrastran, el pecho, la panza contra el suelo, las gallinas durmiendo a un costado, los piojillos que abundan en los nidos. Salen justo debajo de la pantalla y ya esta oscura la sala, trotan, clandestinos, deseando ser invisibles, avergonzados, pícaros, se sientan en la primera fila. Se ríen. Se codean. Se dan la mano. Se ríen. Se rascan las piernas, los brazos, la cabeza, son los piojillos de las gallinas. Se rascan. Está por comenzar Comando Cody y cómo todos los sábados ellos están ahí sonrientes hasta las patillas.
La pantalla se enciende. Ramón piensa en el hermano, en Pocho, haciendo rodar el proyector. Pocho es minucioso, es hábil con los dedos, por eso lo contrataron, por eso cuando la película se corta él rápidamente vuelve a ensamblar la cinta y todo sigue viento en popa, el público contento. Comando Cody vuela, las manos hacia adelante, los dedos extendidos, los cohetes en la espalda propulsando al héroe. Entre unos cerros una locomotora avanza a todo lo que da. Unos bandidos se esconden junto a la vía, planean desviar al tren, hacerlo tumbar. El tren avanza. Los malos ponen las bombas junto a los rieles. Despliegan el cable y se colocan detrás de unas rocas. Todo parece ser el final del tren que lleva cientos de personas inocentes. ¡Comando Cody! Vuela, alto, veloz, entre los cerros, de un salto aterriza, rueda sobre si mismo y se esconde entre unos arbustos. De la cintura el héroe saca el revólver. Apunta. Dispara. Ramón, Melito, Cáscara de queso, Díaz, tiemblan, los ojos abiertos como bolitas de vidrio, los puños tensos. El superhéroe dispara. Los malos salen corriendo para escapar de las balas. Se suben a un camión y se alejan. El tren sigue avanzado. Los explosivos están en los rieles. ¡Si el tren los pisa van a explotar! Comando Cody observa al tren avanzar, los explosivos, los bultos en la vía. CONTINUARÁ. Eso se lee en la pantalla. Los chicos sacuden la cabeza, se miran, se relajan, cuchichean sobre el silencio. La luz de la sala se prende. Las cabezas. La gente empieza a salir, el murmullo, algún grito. Los chicos buscan las monedas en el bolsillo, ya se les hace agua la boca de pensar en los maníes.
Ramón, Melito, Cáscara de queso, Díaz, están los cuatro sentados en el cordón de la vereda, en la esquina del cine. Los dientes rompen las cáscaras y la lengua lleva los maníes a la boca. El crujido. El masticar. La noche y el calor como una espuma omnipresente.
¿Llegará Comando Cody a salvar al tren?, pregunta Melito.
¡Pobres pasajeros!
Comando Cody siempre puede con todo. Con todo, dice Cáscara de queso.
Para mi que Comando Cody va a volar hasta las vías y saca los explosivos y ya, salva al tren.
¡Pomelos! ¡Pomelos!, es Pocho que viene corriendo.
Los chicos se dan vuelta para mirarlo.
Che, el viejo, dice Pocho, el viejo se avivó, que se colan, ya lo sabe, no lo hagan más.
Los chicos ríen. Se retuercen de la risa sobre la vereda. Escupen los maníes.
¡No podemos perdernos la próxima, Pocho!
Es sábado. El calor. La ilusión de ver a Comando Cody, ver como salva al tren. Los chicos llegan junto a alambrado. Otra vez el ritual se siempre. Empujar el alambre, abrirlo, pasar por el medio, llegar al terreno trasero del cine, ahí donde las gallinas deambulan libres y caóticas. Los chicos se asoman por debajo del escenario. Ramón, Cáscara de Queso, Melito, Díaz. La sala ya está a oscuras. Panza al piso, se arrastran, las gallinas a un costado, un olor, un polvo, algo se les pega en el cuerpo.
¿Qué mierda es esto?, pregunta Ramón.
Silencio.
¡Cal! ¡Es cal!
Las cabezas se asoman desde abajo del escenario. Los chicos salen trotando, ávidos, huidizos, se sientan en la primera fila. Se rascan por los piojillos de las gallinas. Se rascan. Tosen por la cal. Le arden los ojos. Se quedan en silencio. La pantalla se ilumina. Un águila y los nombres de los actores se proyectan sobre el lienzo. Los chicos mueven las rodillas, inquietas, los ojos inmensos, saliva, sudor, han olvidado la cal, los piojillos, las palabras de Pocho.
Se hace la luz en la sala.
Se ilumina el lugar. La bulla de la gente. Los chicos están bañados en cal, sentaditos, parecen cuatro ánimas, fantasmas, cuatro marionetas envueltas en el polvo blanco. El viejo. Aparece el hombre caminando por el pasillo. Furioso como una tromba. Recorre los asientos, buscando, hasta que los ve, polvorientos, blancos. Los chicos siguen sentados, petrificados, quietos, serios, que los coma la tierra. El viejo los agarra de las orejas, a Ramón, a Melito; Cáscara de queso y Díaz corren por el pasillo. La gente mira. Carcajadas. Silbidos. Las orejas calientes, arden, los dedos gruesos y firmes aprietan como si fueran a arrancarlas. Los chicos se aguantan las lágrimas a fuerza de coraje y vergüenza, pero tienen los ojos vidriosos, a punto de estallar. La cara roja, las orejas coloradas. El viejo los larga en la calle. Cáscara de queso y Díaz, del otro lado de la calle, miran, expectantes, avergonzados, culpables, inocentes. Ramón Y Melito cruzan, se juntan con los otros.
Pocho tenía razón, es lo único que se atreven a decir.
Y se van caminando por la calle. Sobre el camino de tierra y noche, bajo la luna, rodeados de los sonidos del pueblo, y del monte. Parecen cuatro espíritus blancos y empolvados. Se van para el lado del arroyo, se van pensando en el tren, en Comando Cody, en el héroe, en los brazos extendidos, volando, atravesando el cielo, sobre los cerros, persiguiendo al tren. Lo ven descender, de un salto sobre la tierra, Comando Cody y los cohetes supersónicos. Los chicos acostados juntos al arroyo. Comando Cody corre, salta, hace algunas piruetas y llega junto a las vías del tren, justo para sacar los explosivos, justo antes de que pasara el tren. Los chicos, el murmullo del agua del arroyo, la oscuridad del monte, ven como pasa el tren, sano y salvo, y Comando Cody misión cumplida se aleja, volando.
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