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Cáscara

Ramón se arrodilla junto a la cama de Cáscara de queso. Cáscara de queso, el de la piel gruesa y curtida, no se baña, entonces la costra. El chico tiembla, la manta le cubre la boca inclusive y se mueve como una ramita al viento.
Me duele…todo…, dice.
Ramón le apoya la mano en la frente.
Vuela de fiebre.
La pieza está oscura. Entra un haz de luz por la ventana entreabierta. El placard tiene una de las puertas torcida, una de las bisagras está rota y la que queda, convaleciente, la sostiene. Ramón se sienta en la silla. Cabecea. El sueño lo sofoca, se le mete por la boca, la nariz y le causa una especie de mareo que lo obliga a cerrar los ojos. Finalmente duerme. Se deja llevar por el encanto de ese estupor que lo arremete, cierra los ojos y se va. Vaya uno a saber adónde va, pero viaja, lleva los brazos abiertos, las piernas estiradas, vuela o flota, como si galopara el viento. Y cuando escucha el grito, el alarido gutural, cae, de jeta contra el piso de cemento y ya está ahí, sentado junto a la cama, viendo al cuerpo de Cáscara sacudirse endemoniadamente.
Ramón que lo mira, espantado, se le muere el amigo, y a Cáscara le sale espuma por la boca, y los ojos blancos, y el otro chico que sale corriendo.
¡Clelia!¡Clelia!, la llama a la madre.
La mujer que viene. La boca abierta de espanto, las manos sobre los labios. Pero cuando alguno se atreve a hacer algo, Cáscara se detiene, ya no se sacude. Un hilo de baba le cae desde la comisura. Parece muerto. Ramón siente que una tropilla desbocada lo atraviesa de la cabeza a los pies. La madre seguramente siente lo mismo. Tiemblan las manos, vacilan en el mismo lugar, como una moto que nunca arranca, finalmente lo destapan, y el pecho de Cáscara que sube y baja, la oreja de Ramón en el pecho.
Le late, le dice a la madre.
Voy a buscar a la enfermera, sale ella corriendo, arremolinándose el vestido en torno a la premura de las piernas.
Un silencio que rezuma desde las paredes, que se refleja en el espejo, como una neblina opaca y asfixiante, obnubila a Ramón, otra vez el mareo, no es sueño, es miedo, se pregunta ¿es miedo?, una culebra se le enrosca en el estómago, el silencio que oscurece todavía mas esa habitación y parece que el tiempo se hubiera detenido como solo se detiene en la muerte.
No te me mueras, Cascarita, le dice Ramón casi al oído.
El chico se desprende de la silla, las rodillas contra el piso, las manos en rezo. Implora. Ruega. No te lo lleves, no, Padre nuestro que estás en los cielos, le pide a Dios, a Cristo, a la virgen, le pide, y así se queda, rezando, entreverado en la pesadilla y las palabras y la realidad que le aprieta las sienes.
Está Ramón con los ojos cerrados, bien fuertes, con los dientes mordidos, rezando, y siente el galope, aquel galope, aquel día, esa tarde en que casi, porque lo que lo salvó fue la mano de Cáscara. Esa misma mano que ahora evoca, y puede sentir aferrarlo de la remera, salvarlo, de la caída, del golpe, de desnucarse seguramente. El galope le palpita en el pecho. La caída inminente. Y el gesto bravo y heroico de Cáscara que lo salva, porque son amigos, amigos de fierro, y ahora Ramón abre los ojos y lo ve a Cáscara, como un muerto sobre la cama. Entonces reza.

Durante la mañana el señor Hurtado recorre las quintas en busca de frutas y verduras para su almacén. Lo hace sobre un carro del que tira un caballo. Tiene tres caballos. Un día usa uno, otro día lo cambia, para no agobiarlos, para perdurarlos en el tiempo.
Pasado el mediodía el señor Hurtado lleva el caballo al corral, le ata las manos, y lo deja andar en la medida que el animal puede. Le ata las manos porque al otro día le es más fácil atraparlo. El caballo de cualquier manera deambula, contenido, torpe, vacilante, pero deambula.
Los pibes esperan detrás de la roca inmensa junto al árbol. Desde ahí observan al señor. Lo ven llegar con el carro, apear el caballo, lo ven acariciarlo, luchar con las patas y la soga, y ya después el señor Hurtado se va para el negocio, o su casa o a tomar algo al bar. Pero ya no vuelve. En todo el día no vuelve al corral. Nunca. Y esa es la cuestión. Por eso los pibes esperan, con paciente ansiedad, ese momento. Ni bien desaparece el señor Hurtado, Chuña, Cáscara y Ramón se precipitan hacia el corral, saltan por encima del vallado, y son tres los caballos. Uno negro, alto, de crines salvajes; otro marrón, con el pelaje corto y desprolijo; y hay un petiso, uno bayo, amarillo, que cuando trota va dando saltitos que te muelen las nalgas y la cintura. Pero que es manso, y simpático, y se hace querer porque encima se deja agarrar del hocico, y a Ramón le gusta abrirle, tirando con los dedos, los agujeros de la nariz, y muestra los dientes como si sonriera.
Todas las tardes los pibes hacen eso, elijen un caballo, le desatan las manos, y salen a deambular por cualquier lado. Les gusta meterse en el monte, por los senderos, o andar por las estancias, o los sembrados, subir cuestas, atravesar arroyos, saltar alguna piedra o tranquera. El señor Hurtado putea de lo lindo al otro día, cuando llega y tiene que andar corriendo al animal, porque le desataron las manos. El señor sabe que alguien anda usando los caballos. El señor, es más, sabe que son los pibes. Más específicamente, sabe, que son los sabandijas de Chuña, Cáscara y Ramón. Podría esperarlos para darles un escarmiento, o irlos a buscar a las casas, porque sabe donde viven, claro, en el pueblo todos saben donde vive cada uno, pero no lo hace. Putea a la mañana, y se encabrona, pero es cómplice de la travesura, a lo mejor porque el chico que sonríe cuando los imagina afanando el caballo se contenta con lo que algún día el señor Hurtado fue. Además los pibes, son buenos los pibes, cuando lo devuelven, a la tardecita, se toman el trabajo de dejarles un cubo de alfalfa. Antes de ir para el corral, pasan por la estación donde para el tren, donde hay, siempre, un montón de vagones con cubos de alfalfa, y sino algún camión, entonces pispean, se animan, audaces, osados, chorean un cubo de alfalfa y lo llevan para que los caballos coman.

Una marea de antorchas avanzaba por calle principal. La centena de personas en una procesión lenta, melancólica y nostálgica. Los pasos, el sonido de las suelas casi imperceptible por debajo del murmullo del rezo, las antorchas en lo alto. Al frente del movimiento dos hombres trasladan, a la misma altura que las llamas circundantes, trasladan la imagen enmarcada, vidriada, de esa mujer. Mujer venerada. Mujer conmemorada, celebrada, nunca olvidada a pesar de su muerte unos años atrás. Un cáncer le comió los intestinos. Pero ella quedó, como quedan los grandes, perduran latentes y vívidos en esas otras almas a las que inspiró y todavía inspira. Por eso el pueblo se había congregado en aquella procesión. Y atravesaban el lugar, de punta a punta, morosos, llenos de lágrimas y también cierta alegría, mas que alegría, orgullo. Fue en ese momento que Ramón tomó conciencia de lo implacable de la muerte, de lo trascendente de la muerte, que como un hecho crucial y profundo podía perpetuarse en esa ceremonia que se repetía año a año para esa misma fecha. En eso piensa Ramón, ahora al lado de la cama, donde Cáscara agoniza. El chico reza, y le pide a Dios, a los santos, a la virgen, y a esa mujer venerada en la procesión que lo salve al amigo. Le aprieta la mano a Cáscara. Se contenta de sentirla caliente, con ese calor de la vida, que los muertos se ponen fríos, se dice. Esas palabras resuenan en su cabeza, en ese silencio que brota desde los rincones y las paredes y lo envuelven hasta el estupor. La madre que no vuelve. Él que no sabe más que hacer. Siente el piso frío bajo las rodillas. Se estremece. El frío le da miedo. Esas noches en que la procesión de las antorchas siempre hace frío. Con Cáscara y Chuña siempre arman una antorcha, una sola, y después se la van pasando a medida que caminan, para no cansarse, para compartir, el sentimiento por sobre todo. Ramón se pregunta si habría procesión alguna en caso de que Cáscara se muera. Y se imagina. La caravana. El cuadro con la imagen del amigo. La desolación. Se inclina sobre la cama y apoya la mano en la frente de Cáscara. La fiebre. Y por fin que se escuchan una voces, y es la mujer, Clelia, la madre con la enfermera. El médico no está en el pueblo. Y todo que se aclara, las tinieblas se abren, como dispersas por un huracán de alivio y esperanza, porque la enfermera después de revisarlo dice que Cáscara no está agonizando, ni muchos menos. Que lo que tiene es una gripe, una gripe bien fulera y que no se va a morir por eso. Que los espasmos demoníacos fueron por la fiebre. Que suele pasar, pero que tampoco es para tanto, es feo verlo pero no le pasa nada al chico, dice la enfermera. La mujer que le deja unas aspirinas a la madre, y a ver si cambia esa cara el amiguito, dice, que Cáscara ya va estar mejor, en unos días, que nadie se va a morir.
Ramón sonríe entonces, atraviesa la tristeza con una sonrisa verdadera, y recuerda la mano de Cáscara, aferrándose a su remera, sujetándolo, evitando que se desnucara. Porque como todos los días se habían afanado el caballo, el negro, el de las crines salvajes. Ahí iban, al galope, divertidos, y no se sabe por qué, Ramón, ni Cáscara, saben por qué Chuña se mete por donde se mete. Ha llevado el caballo por el sendero del espantapájaros, a través del monte. Es un sendero angosto. Si uno llega al final, se abre hacia el sembradío y puede verse un espantapájaros andrajoso pero imponente. Pero el tema es llegar al final. Atravesar el monte entero. Porque Ramón y Cáscara saben, Chuña debería saberlo también, que no se puede pasar, que a lo mejor uno solo arriba del caballo pueda pasar, pero los tres. Porque un tronco, una rama gruesa que a mitad de camino sale de un árbol y como una estaca invade el sendero. A Chuña parece no importarle, y galopa, y se mete en el monte y le da rienda suelta a la aventura, y Ramón que conoce el camino, lo conoce de memoria, sin han andado miles de veces. Sabe que se les viene la rama encima. Cuando ve el arbusto de las flores amarillas sabe que están cerca. Y el caballo que galopa, galopa, galopa, el sonido de los cascos sobre la tierra, precipitoso, turbulento, y la rama que se les viene encima. Qué mierda este Chuña, piensa. Cuando la rama está ahí, ahí adelante, entrando como una espada ominosa sobre el sendero, se les viene encima, si se quedan sentados como están los atraviesa como un crochet, se acerca la rama, puntuda, brutal, salvaje. Entonces la cabeza del caballo que se agacha, y zafa el animal, Chuña que se envuelve al cuello para un costado y zafa también, Cáscara todavía envolviendo el lomo con las piernas se inclina a un costado, y a Ramón que la rama se le viene encima inminente, definitiva, mortal, y se tira hacia atrás, sobre las ancas del caballo, no sabe para qué se tira, no sabe si es lo que debe hacer, se tira para salvarse, pero si cae se desnuca, si cae para atrás desde el animal se desnuca entonces siente que la mano de Cáscara, de repente, lo aferra, lo sostiene, heroica, victoriosa, lo salva. La rama les pasa por encima y vuelven a sentarse sobre el lomo. Ramón sintió la sombra de muerte obnubilarlo, regurgitar en la sangre y en el pecho. Ramón, ahora, junto a la cama de Cáscara, que duerme, no agoniza, duerme, eso dijo la enfermera, que es solo una gripe. El chico vuelve a arrodillarse y reza una oración por última vez antes de irse para la casa. Amén. Se inclina sobre el amigo y le besa la frente, vas a estar bien, le dice. Una caricia, y los pasos en la habitación, su figura oscura que atraviesa la puerta y saluda a la madre y cuando sale a la calle mira al cielo que ya es de noche.








Texto agregado el 22-11-2011, y leído por 143 visitantes. (0 votos)


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