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Ese vaso de plumavit que ves allí… no siempre estuvo allí. No siempre fue mugre de la calle, adorno de la basura, o el emblema de este desarrollo urbano que cada día involuciona.
No es fácil ser un vaso, y menos de plumavit. Se es desechable, y despreciable. Es una vida corta y sin mayor mérito porque ni siquiera se usa para cosas finas. No se porta un champan de gran finura, o un vino añejo del siglo pasado… ni siquiera un gran whisky de renombre… como máximo cerveza o gaseosa de imitación.
Tú ahora lo ves tirado ahí, sucio con tierra y guano de perro, aplastado, mordido, y rajado, junto a un árbol viejo en medio de la acera, en pleno centro de la ciudad, ignorado por los transeúntes, pronto a su destino final con el verdugo, un basurero municipal. Pero no siempre estuvo allí, debes saber que no.
El vaso número trescientos cincuenta y un mil setecientos ochenta y nueve, de trescientos centímetros cúbicos, del día siete de noviembre, del año dos mil diez fue algo levemente excepcional. Durante el proceso de molde hubo un pequeño accidente que, al estar aún tibio el material, lo deformó levemente en un costado, obteniendo así una marca de nacimiento diferente a la de los otros trescientos cincuenta mil setecientos ochenta y ocho vasos antes que él que sólo indicaban el país de procedencia y el certificado de calidad. No es que fuera el único en toda la historia de los vasos de poliestireno expandido, pero al menos de aquellos nacidos en su generación era el único.
Cuando ya definitivamente era un vaso hecho y derecho, fue echado junto a otros veinticinco vasos más en una bolsa, apilados uno dentro de otro, en cinco grupos de a cinco. Luego esa misma bolsa fue echada en una caja con otras cincuenta bolsas más. Esa caja fue echada en un camión con cien cajas más. Ese camión fue echado en un barco con diez camiones más. Ese barco no fue echado en nada, porque no cabía en nada (obvio), y partió a tierras lejanas.
Luego las cajas fueron transportadas a su destino próximo, un supermercado gigante en una ciudad no tan gigante. Las cajas pasaron de estar apelotonadas en un camión, a estar apelotonadas en una bodega llena de otras cajas, y más cajas, y aún más cajas, con más productos, diferentes, variados; extranjeros, nacionales; caros, baratos; de buena, mala, y mediana calidad; en ruso, chino, coreano, inglés, francés, alemán, portugués, y español… un par en árabe.
El vaso Trescientos cincuenta y un mil setecientos ochenta y nueve pasó uno o dos días en la caja, porque en el país se aprontaban las fiestas nacionales, así que las festividades estaban en boga, y los vasos de plumavit eran muy cotizados. Pronto se halló disponible, colgado de un gancho tras dos bolsas más, pero ocurrió que una vieja gorda y chica intentaba sacar una bolsa, y no llegaba. Nadie estaba para socorrerla, así que dio un salto para tomar uno de los paquetes, y al agarrar el primero y tironearlo, el gancho se dobló, y las primeras cuatro bolsas cayeron al suelo. La vieja miró a todas partes como sintiéndose perseguida, se agachó, recogió una bolsa, y se fue de prisa. Al rato llegó uno de los reponedores y recogió las bolsas del suelo. Dejó dos allí colgadas y la otra, donde iba el vaso Trescientos cincuenta y un mil setecientos ochenta y nueve, se la llevó al supervisor que hablaba con una promotora vestida con un uniforme que promocionaba una popular marca de café.
El supervisor le entregó los vasos a la promotora y ésta los llevó hasta el pasillo veinticuatro, donde estaba el café, el té, y todas esas cosas. Allí puso la bolsa en su puesto de promociones. Sacó un termo, azúcar, endulzante, cucharillas plásticas, y unos tarros de café instantáneo; Descafeinado, Premium, importado, tostado, con crema, moka, etc. Abrió la bolsa de los vasos y comenzó a sacarlos. Su delgada y morena mano retiró cinco, pero nuestro vaso se mantuvo adentro. Comenzó a prepararse un vaso para ella misma. Era temprano aún y la clientela no era mucha. Tomó una cuchara y echó café dietético en uno de los vasos… el Trescientos cuarenta y ocho mil setecientos ochenta y siete si no me equivoco, un poco de endulzante natural y agua caliente. La morena tomó su vaso de café y lo llevó a su boca. Antes respiró el aroma de la bebida, luego abrió sus labios y dejó que el líquido recién hervido cayera en su lengua. Se quemó. Apartó el vaso y lo dejó sobre la mesilla. Sería mejor esperar a que se enfriara un poco.
Las horas transcurrieron durante el día, y algunos clientes probaron el café, más por la morena que por el mismo café, y a media tarde pasó una familia como de clase media, un padre, una madre, un hijo de unos siete años, y una hija como de diez. La promotora ofreció el producto en oferta. "Hay un cuarenta por ciento de descuento, - dijo con su sonrisa mecánica – ¡sólo por hoy! – recalcó".
Sirvió dos vasos, entre los que se encontraba el Trescientos cincuenta y un mil setecientos ochenta y nueve, lleno ahora de una cucharada de café Premium, y doscientos setenta centímetros cúbicos de agua hirviendo, sin azúcar, porque el padre de familia no consume azúcar por la diabetes, y no le gusta el endulzante. El hombre se llevó el vaso medio deforme a la boca. Se quemó la lengua, pero lo disimuló. Lo saboreó en su boca. Bebió otro poco. Tragó satisfecho. "Me gusta – dijo – me lo llevo". Se llevó un tarro Premium, un importado de Haití, y el vaso deforme con la mitad del café. Su hija pequeña, le pidió café. A ella siempre le gustó el café, de bebé se acostumbró a beber café del tazón de sus padres. El viejo se lo concedió. La niña lo bebió a pesar de estar sin azúcar, aunque le pareció fuerte.
Se subieron a su auto de clase media, y partieron a su casa de clase media, en su barrio de clase media. La niña terminó el café. "Mamá, ¿qué hago con el vaso?". La mamá tomó el vaso, bajó el vidrio, y se dispuso a tirarlo, pero luego se acordó del medio ambiente, la capa de ozono, el efecto invernadero, y todas esas cosas modernas de las que se acuerda una familia progresista de clase media. Lo dejó en el porta vasos del auto y pensó en botarlo al llegar a casa, o reciclarlo… o usarlo para otra cosa. Lo cierto es que al llegar a casa no se acordó y lo dejo allí.
Al cabo de las horas, cuando ya había anochecido, el hijo mayor de la familia, que no había ido al supermercado, subió al vehículo y partió. Encendió la radio y la puso a todo volumen un viejo clásico, ‘‘Harder, Better, Faster, Stronger’’. Condujo por las calles hasta donde lo esperaba un amigo. Subió el amigo con unas bolsas en la mano que luego dejó en el piso.
La música sonaba y el chico, de unos dieciocho o diecinueve, conducía a toda velocidad. Su amigo no tardó en sacar una botella individual de cerveza, la abrió y comenzó a beber. "Oye, dame un poco", replicó mientras conducía. "Estás conduciendo… además, eh… estoy resfriado…". El chico vio el vaso que su madre había dejado allí. Ese vaso medio deforme. Ese vaso que estaba algo manchado con café. Ese vaso serviría. Lo tomó con la mano derecha mientras miraba hacia adelante, y le pidió a su amigo que lo llenara, y este accedió de mala gana.
Condujo con su vaso de plumavit, con el vaso Trescientos cincuenta y un mil setecientos ochenta y nueve, lleno de cerveza de clase media, una con un nombre en alemán, pero que no era alemana, pero decía que era de tradición alemana, y tenía un tipo con traje típico holandés de logo, y unas palabras en alemán… pero no era alemana. Cuando llegaron a la fiesta que les esperaba se bajaron con las bolsas, y el chico con el vaso de plumavit en la mano, ya vacío. Entraron a la casa donde estaba la música a todo volumen, y muchos jóvenes bailando al ritmo del sonido moderno. Los parlantes hacían retumbar las ventanas en toda la cuadra, el humo de los cigarros sofocaba hasta a los espíritus, y el alcohol bastaba como para embriagar a un ejército de vikingos del Valhala.
El chico avanzó a través de la casa y saludó a sus amigos. Dejó el vaso en una mesa con otros vasos más de la misma calidad… entre otros que eran de plástico, otros un poco más pequeño, y un par de vasos de vidrio que no durarían más de unas horas, cuando la locura borrara la mente de los invitados. Los vasos son tomados, dejados, tirados, y llenados con ron, pisco, ginebra, vodka, Coca-Cola, imitaciones de Coca-Cola, gaseosas baratas, cerveza, agua, orina, vómito, escupo, otros desechos que es mejor omitir, etc.
El vaso Trescientos cincuenta y un mil setecientos ochenta y nueve tuvo de todo lo que alguien se puede imaginar. Paso de mano en mano, de boca en boca, de lengua en lengua, hasta que una chica ebria lo tomó al fin. La chica bailaba derramando ron mientras movía las caderas junto a sus amigas. Luego se dio cuenta que sus movimientos eran seguidos por un muchacho a unos metros de distancia. Los ojos desorbitados por la borrachera intentaban seguir el frenesí de su danza moderna, pero se perdían entre la humareda, los compases, y las otras personas. A la muchacha le gusta ser observada y le regala una mirada provocadora… le dice que venga con los ojos hundidos en las tinieblas de la fiesta, y muerde el vaso jadeante de ron hasta marcarlo de por vida. El muchacho no pierde el tiempo y se apróxima a ella. Trata de decirle algo al oído, pero, quizás las luces y el humo y el alcohol… quizás la mala fortuna hace que en una explosión estomacal la boca de la muchacha expulse un chorro de vómito sobre el pecho sudoroso del muchacho ebrio.
La gente que la rodea se aleja de ella, y es labor ahora de las amigas acompañarla hasta el baño. Sostienen su cabello mientras expulsa cada clase de licor existente en el inodoro. Una de ellas toma el vaso mordido, el Trescientos cincuenta y un mil setecientos ochenta y nueve, lo vacía, lo lava, y lo llena de agua para que ella puede limpiarse la boca.
Las amigas bajan todas juntas con el vaso en la mano. Se dirigen a la cocina donde está el anfitrión de la fiesta y le piden un poco de café. Preparan café. El vaso Trescientos cincuenta y un mil setecientos ochenta y nueve vuelve a ser portador de café. La amiga ebria, mareada, como moribunda, bebe café del vaso de plumavit que mordió en un intento de coquetería. Las amigas deciden quién irá a dejarla a su casa, porque no puede volver sola en ese estado. Ella no vive muy lejos, tan solo a un par de cuadras, así que van dos. Se mueven entre los bailarines ebrios, y el vaso con café tambaleando por el choque de caderas importuno que provoca el baile incansable de los jóvenes nocturnos. Salen de la casa y se encuentran con unos amigos que les preguntan qué ha ocurrido. Ellas les explican lo sucedido: el trago, el muchacho, el periodo, el mareo, ron, cerveza, vodka, chimbombo, y todas las cosas esas ya ocurridas, mientras ella, la muchacha ebria deja el vaso de café sobre el techo de una camioneta estacionada afuera, una camioneta rojo, muy bien cuidada.
"Oye, ¿qué carajo crees que estás haciendo, estúpida?", se acerca un tipo a la muchacha ebria. El dueño reclama por el vaso de café, el vaso Trescientos cincuenta y un mil setecientos ochenta y nueve, dejado sobre su camioneta nueva con la pintura intacta. Los amigos reaccionan a defender a su borracha amiga. Una discusión, unos insultos, ¡gritos! Que su madre es prostituta, que su madre es un animal casero, que su madre esto y aquello, todo lo que uno puede imaginar de sus madres, y las bofetadas que siguen, y los puñetazos, y las patadas, y luego ya no son dos peleando, sino cuatro, seis, ocho, diez, y en dos horas más es la tercera guerra mundial, pronto al Armagedón. Todo se mueve tan rápido con el alcohol, y una cabeza golpea la camioneta, y después un cuerpo, y el vaso con café se voltea y cae en la cola de la camioneta, aún mordido, y deforme, como fue hecho, y manchado con café y el polvo que sobre el piso de la camioneta había. La pelea no tenía límites, hasta que un sonido más fuerte que la música acaba con todo. Un ¡bang!, ¡bang!, y todos al suelo, todos en pánico, todos corriendo del loco con una pistola al aire, del borracho asesino, y todos huyendo del muerto que salpica sangre con dos agujeros en el pecho, que se tambalea no de borracho, sino de muerto, o futuro muerto, o moribundo, agonizante, pendiendo de un hilo fino, a punto de caer en los brazos de la muerte coqueta que bebía también, expectante a que alguno cayera en sus garras. Toma la guadaña y se apronta a cumplir su trabajo, nadie puede impedírselo, salvo el mismo Dios, que ya dio vuelta el rostro a ese grupito impuro. Murió el chico de dieciocho o diecinueve años, el de clase media, con dos agujeros, también de clase media, en el pecho empapado de alcohol y sudor.
Los jóvenes corren, se aprontan a volver a sus casas. El tipo de la camioneta sube a su vehículo, guarda el arma y acelera, porque las sirenas ya se oyen, las luces rojas iluminan el cielo del barrio, y se puede deducir el mensaje de las radios policiacas. Se perseguirá a todo vehículo sospechoso, a todo joven cercano en el perímetro, todos son sospechosos, ¡todos son culpables!
El tipo está borracho. Demasiado vodka, porque él es muy rudo, así que sólo bebe vodka, y no pueden atraparlo otra vez armado. >, dijo con su última expresión de asombro, a los tres segundos después de darse cuenta que estaba perdiendo el control de su camioneta, y se volcaba por no evitar un bache mientras conducía a ciento chenta kilómetros por hora en la avenida principal del centro de la ciudad. La camioneta gira incontrolable, se vuelca, y él no tiene el cinturón de seguridad. Pareciera estar dentro de una licuadora. La camioneta se detiene al revés. El vaso está a unos quince metros, en un paradero de micros, donde el único testigo de todo es un indigente acompañado de tres perros callejeros.
El indigente ve el vaso tirado allí y lo toma. "La basura de unos es el tesoro de otros", le dijo a uno de sus perros. Luego se fue, porque seguramente llegaría la policía y comenzaría a hacerle preguntas.
El indigente caminó por las calles brumosas hasta encontrar un nuevo lugar donde dormir junto a sus cachorros. Guardó su vaso en el bolsillo de su desteñida chaqueta verde, y se acostó en el asfalto. El vaso se aplasto, el vaso Trescientos cincuenta y un mil setecientos ochenta y nueve, y se rajó. Ya no serviría más para albergar líquidos. Estaba muy viejo.
Cuando el día ya empezaba a calentar, como a las once de la mañana, o algo así, el indigente se levantó. Era hora de trabajar. Sacó su vaso del bolsillo y se dirigió hasta la entrada del centro comercial.
"Por favor colabóreme con una moneda por favor…", decía a cada transeúnte que se le cruzaba. Uno que otro se le compadecía, y de vez en cuando las monedas sonaban dentro del desdichado vaso, sucio, roto, deforme de nacimiento, apestoso. "Gracias, que Dios le bendiga", decía el hombre cuando las monedas saltaban dentro del plumavit.
Cuando ya daban como las cinco de la tarde un hombre de terno se le acercó al indigente arrodillado, de espaldas contra el muro sólido del centro comercial. "¡Usted!, - dijo el hombre de terno – ¡usted es perfecto para lo que necesito!". El indigente no entendía qué carajo. El hombre de terno se presentó como un productor de televisión famoso, con nombre y apellido extranjero obviamente, y le dijo que lo volvería una estrella, que era la oportunidad de su vida, que sus ojos expresaban algo esencial para su nuevo proyecto, ¡que sería grande, famosos, y rico! El indigente no cuestionó nada, tiró el vaso con las pocas monedas recolectadas, dejó a los perros, y partió junto al hombre de terno en su limusina, en busca de una nueva suerte, una que tenga vasos… mejor copas, y de cristal, con vino fino, chileno o francés.
El vaso, el Trescientos cincuenta y un mil setecientos ochenta y nueve, cayó en la acera cuando el sol aún brillaba en el cielo. Las monedas se desparramaron, y un transeúnte las recogió al pasar, pero el vaso fue ignorado, hasta que un niñito que pasaba por allí con su mamá comenzó a patearlo. Sus zapatillas blancas lo chutearon varias cuadras. Atravesó pasos peatonales jugando con su vaso de plumavit sucio y lleno de historias, como el polvo que ahora se dispersaba a patadas, las manchas de café, y el olor a alcohol, el olor a muerte, la deformidad opacada por las heridas del duro trabajo, inservible, no más que para simular ser la pelota pobre de un futbolista en potencia.
Una patada, y el vaso vuela hasta caer encima de una plasta de perro. El niño se dispone a patearlo otra vez, pero es detenido por su madre. "Vamos, - le dice – estamos apurados, y ese vaso está cochino>>. La madre sujeta del brazo a su hijo y avanza a paso acelerado. "Pero es mi pelota", replica él, sin embargo la madre lo ignora y avanza hasta perderse junto con su hijo en la multitud que avanza a sus metas.
Allí estuvo nuestro vaso un tiempo, sobre la misma plasta de un perro, absorbiendo la pudrición de la misma miseria. Un vaso de plumavit, el vaso Trescientos cincuenta y un mil setecientos ochenta y nueve, sobre el excremento de un perro callejero, fétido. La gente pasó a su lado como si nada. ¿Podría ser útil ahora?, ¿podrían beber de él sin contraer hepatitis, leptospirosis, o algún parásito? Pero justamente, por ser sencillamente ignorado, uno de estos distraídos pateó el vaso mientras caminaba, y este cayó bajo un árbol, mientras el pie del caminante quedó embarrado de guano.
Allí quedó el vaso de plumavit, sucio con tierra y guano de perro, aplastado, mordido, y rajado, junto a un árbol viejo en medio de la acera, en pleno centro de la ciudad, ignorado por los transeúntes, esperando al fin que venga su verdugo, un basurero municipal, que lo lleve a su destino, al lugar donde debe estar, para ser incinerado por una máquina quema basura… o quizás ser rescatado por un ambientalista, estos que están tan de moda en el mundo progresista, para cuidar el entorno, la capa de ozono, prevenir el efecto invernadero… ser reciclado, ser útil, y tener una nueva vida… quizás no está todo perdido… quizás no es el fin para el vaso de plumavit, el vaso Trescientos cincuenta y un mil setecientos ochenta y nueve. Sólo quizás aún hay esperanza.

Texto agregado el 22-11-2011, y leído por 191 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
22-11-2011 y muchos nos quejamos de nuestras vidas!!.... (: aziiDDroiid
 
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