TAROT
A DORA MUÑOZ CHÁVEZ
Una mano manchada por la edad abrió un abanico de cartas sobre el tapete verde de la mesa. Eulalia, con de voz lenta y solemne, como la de los sacerdotes, indicó a su amiga que escogiese quince cartas con la mano izquierda y que pensara en alguien o en algo. La explicación sobraba, pues Eulalia sabía perfectamente quien era el objeto de sus preocupaciones. Vacilante, como si efectivamente se estuviera definiendo el futuro de una persona, Rita iba apartando las cartas cuyas desgastadas figuras le parecían dueñas de un aura de buena suerte. Eulalia dejó al descubierto una de las proféticas cartas. Apareció la imagen del loco: carta que muestra un vagabundo con el pantalón roto, dejando al descubierto sus impúdicas nalgas.
----El loco ---dijo Eulalia arqueando una ceja----. Significa que la persona en quien piensas no ha tomado una decisión y va sin rumbo definido.
Y sin rumbo definido, bajo el abovedado techo de una discoteca, Jacobo se encontraba frente a un abanico de cartas dispuestas en una mesa metálica. Caía la tarde. El disyokey probaba un equipo que emitía una grata luz celeste para iluminar los grabados de peces, pulpos y estrellas de mar dibujados en el techo y la pared. El equipo daba al recinto la impresión de un zoológico marino. Pese a la distancia de la playa, se percibía, como si fuese una suave melodía, el reventar de las olas en la arena. Pronto terminaría la paz. Grupos de muchachos, con sus gorras con la visera hacia atrás, sus pantalones cortos y sus camisetas de colores inundaría el local. Bailarán solos o entre ellos, hasta el amanecer, en mitad del atronador ritmo del reggeton.
Antes de que se iniciase el interminable ajetreo, Ernestina, sabrosa mulata de enigmáticos ojos azules, lectora del tarot en sus horas de ocio, aprovechó su tiempo libre para adivinar el provenir de Jacobo. Una larga y delgada mano escogió la carta que su intuición le sugería portadora de buenos augurios. Apareció la figura del loco. Jacobo, quien conocía algunos detalles del naipe por una amiga de su madre, sabía su significado.
-----Esta es la carta de quien no tiene planes concretos. Todavía no elabora un destino cierto.
“Y nada más incierto que el destino de este man” dijo el muchacho que estaba junto a Jacobo. El comentario le lastimó pero prefirió mostrar indiferencia ante éste y no dijo nada. Sin embargo, las palabras de su amigo contenían una verdad dolorosa.
----Creo que será mejor que esto lo dejemos así ---le dijo a Ernestina----. En otra ocasión continuaremos.
Cuando cruzaron el umbral oval para salir, una corriente fría les golpeó el rostro. Jacobo se extrañó que no hubiesen sentido la sofocación de la discoteca ya que el cálido aire tropical les pareció como la atmósfera fría que se siente al abrir un congelador. Caminaron por un arenoso sendero repleto de piedras y desniveles que demoraba su recorrido. A esa hora ya sólo se escuchaba el cantar de los grillos.
Pedro, el acompañante de Jacobo, le contaba sobre las lecturas que realizaba con un profesor de Literatura de la Universidad. Se trataba del cuento de un escritor argentino de ojos azules y largas barbas cuyo título tenía algo que ver con el fuego. A Pedro le extrañaba que el autor intercalase la narración de dos historias en un pequeño relato. Jacobo intentaba escuchar a su amigo, pero una extraña sensación en su estómago no le permitía concentrarse. En ocasiones, durante su trayecto por el polvoriento camino, sentía un vacío en el pecho similar al que se le producía de niño al bajar por la resbaladera y su madre no estaba cerca para sujetarlo. Era una suerte de anticipación de una desgracia.
El tortuoso trayecto terminó cuando ambos jóvenes llegaron al lugar donde se divide el camino en direcciones opuestas. Una pequeña cabaña se erguía frente al cruce de caminos. De la pobre vivienda no salía ningún tipo de sonido, ni la voz impostada de un locutor ni el abombante ruido de la televisión. De una ventana hueca, sin marco ni malla, surgía la luz de una lámpara y la sombra de quienes habitaban la cabaña. Seguía imperando el cantar de los grillos. El amigo de Jacobo, para romper con el silencio, volvió a conversar sobre las clases. Esta vez comentaba sobre el cuento de un autor ciego que describía un jardín con caminos que se dividen.
Dentro Jacobo encontró a la persona con la cual harían negocios. La traza de Diábolo producía mucha desconfianza. Las descripciones que sobre él había realizado su amigo no correspondían a la realidad. Era sociable, muy conversador, pero su aspecto atemorizaba. No había una cicatriz que surcase su cara, ni le colgaba una cadena de oro ni tenía tatuajes o la mano llena de anillos. Causaba desagrado el contraste entre su plante de matón y el vago aire femenino que le daban las pestañas rizadas. Esta ambivalencia recordó a Jacobo el grabado del demonio que hay en el Tarot.
Una pequeña lámpara portátil iluminaba a Diábolo. Sentado en una silla de mimbre, con el brazo apoyado en una mesa sucia, miraba fijamente a Jacobo sin escuchar lo que Pedro le decía. El interior de la cabaña era de una rusticidad improvisada para ocultar el tipo de actividades que en ella se realizan.
En Quito, después de una hora de lluvia, los peatones salieron de las tiendas y cafés donde se guarecieron y ocuparon otra vez las veredas. Las ventanas del departamento de Eulalia quedaron surcadas por gotas de agua. Parecía que del vidrio brotasen gotas cristalinas. Rita, quien todavía deseaba saber sobre la suerte de su hijo, volteó una de las cartas y quedó al descubierto la figura del diablo. Eulalia afirmó que este signo del tarot indica la presencia de una amistad dañina. Rita frunció el seño y en sus ojos apareció un atisbo de lágrimas. La aclaración sobre lo lúdico del tarot era un cortes consuelo de Eulalia. La angustia se le dibujaba en la cara. No entendía por qué alguien a quien se le pagó las universidades más importantes y a quien se le auguraba un próspero provenir, dejase todo para realizar extraños proyectos. Su intuición le decía que su hijo, en ese momento, se estaba jugando la vida en algún olvidado pueblo del trópico.
De la choza salió un lujoso carro rojo. Siguió el sendero que se extendía interminable hacia el horizonte. El vehículo dejaba una estela de polvo a medida que avanzaba por el desigual camino. Raudo, el auto se dirigía hacia un destino tan oscuro e incierto como la noche del horizonte. Después de unas horas se divisó una edificación que cortaba el paso. Se trataba del puesto policial que cruza el paso a la frontera. Era un cubo de cemento con ventanas a los lados y del cual salía una baranda eléctrica que cruzaba el camino.
Jacobo se detuvo unos metros antes de llegar al control policial. Las manos estaban aferradas al volante y la mirada fija hacia el camino. Su acompañante le advertía sobre las consecuencias que tendría el claudicar en ese momento, pero Jacobo se encontraba congelado por el miedo. Le hubiese gustado que en ese instante la vida fuese como en las lecturas del tarot. Antes de escoger una carta, en la mente se preveían múltiples posibilidades. Es amplia la gama de cartas que puede aparecer. Pero ahora, casi no tiene posibilidades. Está en un paupérrimo camino en mitad de la selva. Sólo tiene dos opciones: cruzar el camino sin ser detenido con la comprometedora mercadería o retroceder e implorar misericordia a sus socios. Veloces destellos aparecían en su mente. Destellos en los cuales posaba con birrete ante un camarógrafo, con sus padres a lado. Anheló inútilmente un tiempo y espacio paralelo, donde haya otro Jacabo. Pero era en vano. Debía decidir y esta decisión era inapelable.
TAROT
A DORA MUÑOZ CHÁVEZ
Una mano manchada por la edad abrió un abanico de cartas sobre el tapete verde de la mesa. Eulalia, con de voz lenta y solemne, como la de los sacerdotes, indicó a su amiga que escogiese quince cartas con la mano izquierda y que pensara en alguien o en algo. La explicación sobraba, pues Eulalia sabía perfectamente quien era el objeto de sus preocupaciones. Vacilante, como si efectivamente se estuviera definiendo el futuro de una persona, Rita iba apartando las cartas cuyas desgastadas figuras le parecían dueñas de un aura de buena suerte. Eulalia dejó al descubierto una de las proféticas cartas. Apareció la imagen del loco: carta que muestra un vagabundo con el pantalón roto, dejando al descubierto sus impúdicas nalgas.
----El loco ---dijo Eulalia arqueando una ceja----. Significa que la persona en quien piensas no ha tomado una decisión y va sin rumbo definido.
Y sin rumbo definido, bajo el abovedado techo de una discoteca, Jacobo se encontraba frente a un abanico de cartas dispuestas en una mesa metálica. Caía la tarde. El disyokey probaba un equipo que emitía una grata luz celeste para iluminar los grabados de peces, pulpos y estrellas de mar dibujados en el techo y la pared. El equipo daba al recinto la impresión de un zoológico marino. Pese a la distancia de la playa, se percibía, como si fuese una suave melodía, el reventar de las olas en la arena. Pronto terminaría la paz. Grupos de muchachos, con sus gorras con la visera hacia atrás, sus pantalones cortos y sus camisetas de colores inundaría el local. Bailarán solos o entre ellos, hasta el amanecer, en mitad del atronador ritmo del reggeton.
Antes de que se iniciase el interminable ajetreo, Ernestina, sabrosa mulata de enigmáticos ojos azules, lectora del tarot en sus horas de ocio, aprovechó su tiempo libre para adivinar el provenir de Jacobo. Una larga y delgada mano escogió la carta que su intuición le sugería portadora de buenos augurios. Apareció la figura del loco. Jacobo, quien conocía algunos detalles del naipe por una amiga de su madre, sabía su significado.
-----Esta es la carta de quien no tiene planes concretos. Todavía no elabora un destino cierto.
“Y nada más incierto que el destino de este man” dijo el muchacho que estaba junto a Jacobo. El comentario le lastimó pero prefirió mostrar indiferencia ante éste y no dijo nada. Sin embargo, las palabras de su amigo contenían una verdad dolorosa.
----Creo que será mejor que esto lo dejemos así ---le dijo a Ernestina----. En otra ocasión continuaremos.
Cuando cruzaron el umbral oval para salir, una corriente fría les golpeó el rostro. Jacobo se extrañó que no hubiesen sentido la sofocación de la discoteca ya que el cálido aire tropical les pareció como la atmósfera fría que se siente al abrir un congelador. Caminaron por un arenoso sendero repleto de piedras y desniveles que demoraba su recorrido. A esa hora ya sólo se escuchaba el cantar de los grillos.
Pedro, el acompañante de Jacobo, le contaba sobre las lecturas que realizaba con un profesor de Literatura de la Universidad. Se trataba del cuento de un escritor argentino de ojos azules y largas barbas cuyo título tenía algo que ver con el fuego. A Pedro le extrañaba que el autor intercalase la narración de dos historias en un pequeño relato. Jacobo intentaba escuchar a su amigo, pero una extraña sensación en su estómago no le permitía concentrarse. En ocasiones, durante su trayecto por el polvoriento camino, sentía un vacío en el pecho similar al que se le producía de niño al bajar por la resbaladera y su madre no estaba cerca para sujetarlo. Era una suerte de anticipación de una desgracia.
El tortuoso trayecto terminó cuando ambos jóvenes llegaron al lugar donde se divide el camino en direcciones opuestas. Una pequeña cabaña se erguía frente al cruce de caminos. De la pobre vivienda no salía ningún tipo de sonido, ni la voz impostada de un locutor ni el abombante ruido de la televisión. De una ventana hueca, sin marco ni malla, surgía la luz de una lámpara y la sombra de quienes habitaban la cabaña. Seguía imperando el cantar de los grillos. El amigo de Jacobo, para romper con el silencio, volvió a conversar sobre las clases. Esta vez comentaba sobre el cuento de un autor ciego que describía un jardín con caminos que se dividen.
Dentro Jacobo encontró a la persona con la cual harían negocios. La traza de Diábolo producía mucha desconfianza. Las descripciones que sobre él había realizado su amigo no correspondían a la realidad. Era sociable, muy conversador, pero su aspecto atemorizaba. No había una cicatriz que surcase su cara, ni le colgaba una cadena de oro ni tenía tatuajes o la mano llena de anillos. Causaba desagrado el contraste entre su plante de matón y el vago aire femenino que le daban las pestañas rizadas. Esta ambivalencia recordó a Jacobo el grabado del demonio que hay en el Tarot.
Una pequeña lámpara portátil iluminaba a Diábolo. Sentado en una silla de mimbre, con el brazo apoyado en una mesa sucia, miraba fijamente a Jacobo sin escuchar lo que Pedro le decía. El interior de la cabaña era de una rusticidad improvisada para ocultar el tipo de actividades que en ella se realizan.
En Quito, después de una hora de lluvia, los peatones salieron de las tiendas y cafés donde se guarecieron y ocuparon otra vez las veredas. Las ventanas del departamento de Eulalia quedaron surcadas por gotas de agua. Parecía que del vidrio brotasen gotas cristalinas. Rita, quien todavía deseaba saber sobre la suerte de su hijo, volteó una de las cartas y quedó al descubierto la figura del diablo. Eulalia afirmó que este signo del tarot indica la presencia de una amistad dañina. Rita frunció el seño y en sus ojos apareció un atisbo de lágrimas. La aclaración sobre lo lúdico del tarot era un cortes consuelo de Eulalia. La angustia se le dibujaba en la cara. No entendía por qué alguien a quien se le pagó las universidades más importantes y a quien se le auguraba un próspero provenir, dejase todo para realizar extraños proyectos. Su intuición le decía que su hijo, en ese momento, se estaba jugando la vida en algún olvidado pueblo del trópico.
De la choza salió un lujoso carro rojo. Siguió el sendero que se extendía interminable hacia el horizonte. El vehículo dejaba una estela de polvo a medida que avanzaba por el desigual camino. Raudo, el auto se dirigía hacia un destino tan oscuro e incierto como la noche del horizonte. Después de unas horas se divisó una edificación que cortaba el paso. Se trataba del puesto policial que cruza el paso a la frontera. Era un cubo de cemento con ventanas a los lados y del cual salía una baranda eléctrica que cruzaba el camino.
Jacobo se detuvo unos metros antes de llegar al control policial. Las manos estaban aferradas al volante y la mirada fija hacia el camino. Su acompañante le advertía sobre las consecuencias que tendría el claudicar en ese momento, pero Jacobo se encontraba congelado por el miedo. Le hubiese gustado que en ese instante la vida fuese como en las lecturas del tarot. Antes de escoger una carta, en la mente se preveían múltiples posibilidades. Es amplia la gama de cartas que puede aparecer. Pero ahora, casi no tiene posibilidades. Está en un paupérrimo camino en mitad de la selva. Sólo tiene dos opciones: cruzar el camino sin ser detenido con la comprometedora mercadería o retroceder e implorar misericordia a sus socios. Veloces destellos aparecían en su mente. Destellos en los cuales posaba con birrete ante un camarógrafo, con sus padres a lado. Anheló inútilmente un tiempo y espacio paralelo, donde haya otro Jacabo. Pero era en vano. Debía decidir y esta decisión era inapelable.
|