Madre de cien senos es la esperanza,
Que alimenta con tibia leche los tiempos postreros,
y los venideros,
Y con ella se construyen ciudades,
Ladrillo por ladrillo, sellando las paredes de las oficinas
Con la esperanza, de la esperanza,
Y por ella los hombres duermen en los brazos fríos
en las casas sin alma,
sin sueño.
Y acarician su cabello grisáceo,
Y ya no sienten a su corazón muerto.
No escuchan ya las almas los gritos del silencio,
Porque cada mañana se esculpen
con palabras gastadas los nuevos monumentos
a la humanidad envejecida.
Y como caníbales moribundos,
Los hombres, bestias sin destino, intentan comerse
su corazón que grita muriendo.
Pero siempre llegan tarde,
seco y yerto,
no tiene nada para darles.
Y qué de los hombres que no sueñan,
porque temen al terrible monstruo
que los arrastraría irremediablemente
al ciclón incontrolable, al hondo océano.
Y viven y dicen entre vapores de voces sin aliento:
trágicos son los sueños.
Y qué con los hombres
que escogen para vivir el desierto,
y donde los oasis parecen catedrales de los infiernos
construyen sueños de lágrimas y pesadas sonrisas,
que les sirven como balsa para navegar sin viento.
Pero en los mercados,
ya se vende recetas mágicas
mejunjes que contienen los sabios consejos
de las cruces en la montaña y los nuevos tiempos:
vivir en habitáculos de esperanza,
y arrojar en los drenajes lejanos los sueños.
Colgar en nuestros cuellos
Insignias de la grandeza y las hazañas
que son monolito del Hombre
que vive hoy:
Lustrosas cosas, suntuosas casas,
Perfectos adornos, los sucios papeles
Que seducen las cosas, y matan corazones.
Y abandonar, siempre que vuelvan,
En vaporosas visiones,
Los vaporosos sueños.
Y otros, sin sueños,
Y famélicos desde su misma esperanza,
Cierran los ojos, para aguardar,
Esperando el tranvía que no vendrá
Y la promesa que habrá de romperse.
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