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LOS HUESOS DE MI PADRE
Por: Annie Roth

26 años habían pasado desde el confuso suicidio de mi padre. Veintiséis tortuosos años de impedimento y castigo por la culpa. Maldita culpa que los humanos solemos inventar cometiendo el peor de los pecados. ¿Hasta cuándo comeremos de Ese árbol? ¿Por qué me castigué tanto? ¿Por qué no pude comprender con Nietzche (a quien mi padre leía tanto) el profundo sentido de la Alegría que nos propone Dios, sin malentendidos y con fe; ...más allá del bien, más allá del mal?

La cuestión es que veintiséis años tampoco es nada. Entonces me decidí a cumplir la voluntad de mi padre. Él quería que cremáramos sus restos y los esparciéramos en el Río Tercero que atraviesa su ciudad natal. Cuando me enteré que el nombre de aquel río había sido cambiado por el de “Tcalamochita” para recuperar el nombre original de los aborígenes, me imaginé con una sonrisa que la dirección virtual de la humanidad era ab@originem.

Exactamente veintiséis años, tres meses y dieciocho días se cumplían. Viajé en una ambulancia de Casa Rodríguez a exhumar su cadáver. Debía traerlo al crematorio de la ciudad de Santa Fe. Fui sola, era mi propio duelo o mi dolor con él. Fui sin mis hermanos ni mi madre. Ubicamos el nicho con un tío de esos que se quieren para siempre y que vive aún en Bell-Ville; con el tío Ricardo lo encontramos en la línea inferior, en contacto con la humedad, y en el fondo del cementerio. Con martillos, los empleados removieron la lápida donde un bronce anunciaba que ahí moraba Alberto Eduardo Roth (1929-1974) y que “Todo oro amonedado/ tiene su revés reversible” versos suyos.

Lo primero que vi fue un cajón de madera derruida. De esa que se desgrana apenas la tocamos. Con movimientos expertos, los trabajadores hurgaron y apartaron esas raíces que suelen largar los objetos cuando están mucho tiempo en un lugar. Al fin se dispusieron a desplazar hacia el exterior el féretro.

Mi temor era sentir olor nauseabundo. Pero no, nada. En cambio, como el ataúd quedó en posición inclinada hacia abajo mi padre ayudado por el desnivel, comenzó a fluir agua roja. Desde su interior, mi progenitor no paraba de drenar sus humedades. Nunca. Y lo recordé en vida. La búsqueda de su dios, sus adicciones, su angustia, su escritura, su soledad, sus amigos, su empecinada lucha por los pobres, su pobreza, sus lecturas, nuestro abandono, su amor por mí. Si Humano y Humedad son parientes en su etimología ¿cómo no recordarlo en vida, entonces, al ver tanta agua sudada?

Con alguna dificultad, más de veintiséis años después, lo cargamos en la ambulancia para emprender el viaje de regreso a la ciudad que de Santa Fe. Viajamos hacia el Este con él atrás, envuelto primero en un nylon negro, encima una funda marrón y finalmente cubierto con una seda natural de la India, lila y azul. De vez en cuando, yo me volteaba hacia él, y pensaba “estás aquí, conmigo, querido padre, te amo”.

Cada 26 kilómetros miraba hacia atrás y sentía que estaba recobrando la felicidad perdida. Llegamos al crematorio por la tarde y esa sala sí que tenía olores nauseabundos. Pero también de Dios. Ahí lo dejamos. Sin la seda.
Tres meses y 19 días después de veintiséis años de su muerte, a las cinco y media de la mañana del día siguiente al anterior, el jefe del crematorio me llamó por teléfono y me dijo que darían comienzo a la cremación, que si quería estar presente fuera de inmediato. Fui. “Quiero verlo”, dije. “¿Está segura..? Mire que la gente se desmaya, vomita aun siendo seres queridos, no se lo recomiendo!”...me sugirió. “Quiero verlo”, insistí con cara angelical pero segura. Con una pala, dos obreros dejaron “la metálica” al descubierto. Hice mis oraciones con devoción, con las manos juntas y los ojos cerrados. Cuando los abrí, justo se levantaba “la metálica”.

Ahí estaban los huesos de mi padre. “Ser o no ser”, “Noble calavera” y toda la Literatura que ingresó en mí en su ausencia se me reveló significativa. Los huesos de mi padre estaban oscuros. Había algo de carne en sus brazos y piernas; los empleados escarbaron con guantes los harapos y levantaron sus miembros buscando un reloj en su muñeca. Mucha humedad todavía. Mucha humanidad. Te vi. Te vi. Te vi. Ése, sin embargo, ya no era mi padre. Comprendí que eran sólo sus restos, justo cuando el fragor del horno se impuso sobre sus huesos.

Luego las esquirlas y cenizas estuvieron en mi casa. Mientras esperaban el día en que las lleváramos a esparcirlas en la naturaleza que mi padre tanto amaba, Él me acompañó. Conoció mi patio, mis plantas, mis libros (muchos le habían pertenecido), mis hijas, mi horno de pan, mi perra, mi limonero, mi arbolito de navidad, mis desvelos y los rostros de su nueva vida. Y mientras él conocía, yo lloraba. Lloraba el dulce llanto del amor. Lloraba sin dolor. Lloraba ese llanto que lava. Ese llanto que da paz y reconcilia con Dios. Ablución. Sin malentendidos

Los huesos de mi padre, en silencio, cada vez que mis humedades se derramaban sobre él y por él, me abrazaron como sólo pueden abrazar los espíritus.

Texto agregado el 23-07-2004, y leído por 284 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
17-04-2005 Es muy bueno, sabes mantener el interés durante todo el relato, se nota el gran amor por tu padre, eso no te lo arrebatará nadie DYKONOS
18-01-2005 Genial, quisiera tener ese dolor para escribir asi, mil estrellas saludos desde muy lejos conector
26-07-2004 Solo se puede escribir con ese sentimiento cuando el dolor realmente se lleva por dentro. fuentesek
23-07-2004 Demasiado triste y demasiado bello... muertelenta
 
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