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ARACNOFOBIA
Por Annie Roth


Era niña aún. Vivíamos en una casa alquilada, como siempre lo haríamos hasta que logré –con esfuerzo- ser propietaria. El solo hecho de haber nacido en ese lugar (las parteras iban al domicilio de las parturientas), me hacía dueña de la morada. Siempre digo que de ese tipo de dominios no se discute conmigo. La casa de Derqui 138 fue y es mi casa. Así nomás.
El lugar era mágico porque a una cuadra hacia el sur estaba el “Prado Español” donde se asentaban los circos y parques de diversión. Cada dos por tres éramos visitados por rugientes leones, jirafas que dejaban sus excrementos redonditos o elefantes decrépitos. En otras ocasiones, poblaban el espacio esas lucecitas giratorias de las montañas rusas de descarte, las sillas voladoras sin engrase o las ruedas gigantes destartaladas. A una cuadra hacia el norte, estaba el Club vecinal “Sarmiento” donde solían organizar quermeses coloridas y concurridas.
La cuestión es que yo, en mi casa, de lo único que era dueña legal era de una fobia: las arañas. Les temía. Me paralizaban. Me dejaban sin aliento. Las arañas me intoxicaban de miedo el cuerpo delgado que tenía por ese entonces (hace ya 36 años). Empezó como simple aprensión. Ese temor se fue inflando de gritos y temblores de otros seres humanos ante las arañas. Se unió después a la percepción de un dibujo que ilustraba un cuento maravilloso-terrorista-moralizante que me había leído mi padre, según el cual, una niña que por no ensuciarse su vestido nuevo, había pisado los panes que eran para sus hermanitos hambrientos. El castigo fue cruel: se había hundido en el pantano y muerta de terror, purgaba su culpa entre arañas, víboras y escorpiones.
Así, aquella simple aprensión, fue transformándose en ese pánico que me hacía temblar, estremecer, sudar, llorar, gritar, zumbar los oídos cada vez que veía cualquier cosa que se pareciese a una araña. Mi casa tenía (tiene) tres patios. El del fondo, era donde en otros tiempos había existido un gallinero y en ese tercer patio había dos paraísos frondosos que daban sombra y lo hacían muy húmedo. Yo sabía que debajo de unas chapas que cubrían ladrillos derrumbados y vidrios rotos vivían ellas. Ellas. ELLAS
Un día, por ejemplo, sacando yuyos de una parte del patio de mi casa, una araña sólida, de fuerte estructura pero pequeña y suave apareció súbitamente sobre mi mano cosquilleándome, como jugando. Del susto, la boca se me abrió tanto en una AAA que desde ese día supe qué significaban “boquiabierta”, “abriboca”, “a boca de jarro”, entre otras. Y salí corriendo. Corría sólo por correr. Destilando miedo me fui cuadras y cuadras hacia el Oeste y otras tantas al Este, alocada, sin dirección determinada. Mi madre me frenó y me dijo “respirá profundo”, ¡respirá!
Mi miedo por las arañas era de verdad. Las respetaba. Tenían dominio sobre mí. Señoreaban en mi mente y se regocijaban con mi sometimiento. Me las imaginaba y ya me daba cosquilleo en mi estómago. Y cuando escuchaba sobre lo que se veía en “delirium tremens” yo comprendía profundamente ese infierno. Y permanecía en mí la imagen esa niña bonita del cuento que por pisar el pan para no ensuciar su tapado nuevo; esa maligna que por no haberle dado esos panes a sus hermanos hambrientos, había caído a un lugar del que nadie podía salvarla. La nena, mostraba una indescriptible mueca de dolor y miles de arañas, escorpiones, alacranes y alimañas se le subían al cuerpo. Yo sufría por ella y con ella. Y mi fobia por las arañas aumentaba como un globo denso.
Un día, en que mis padres habían ido a una reunión, estaba en el living esperando que las horas pasen cuando vi por el rabillo del ojo una sombra negra que se movía hacia mi lado. Parálisis. Supe que era Ella. Y mi miedo vibró en mi estómago, subió por el pecho, pasó por el corazón haciéndolo latir fuertemente, abriéndose paso hasta la boca. De ahí que siempre digo, cuando tengo miedo, que tengo el corazón en la boca.
Convencida de que debía matarla, caminé temblando a buscar un zapato de mi papá. Y así, fría de miedo, me acerqué por detrás, levanté bien alto el zapato y apunté. La maté de un solo saque. En ese intante cuando me disponía a ver mi victoria comprobé con estupor que la araña se había cerrado, pero inmediatamente se había multiplicado en miles de arañitas que corrían despavoridas hacia todos los costados. Dicen que esas arañas llevan su cría en la espalda. Mi miedo se multiplicó también. Supe entonces que es un error sacarse el miedo matando aquello que nos lo provoca.
Fue así que esa noche tomé la decisión. Firme. Dejaría de tenerles miedo. Encontraría un método novedoso para alejar los demonios de una vez y para siempre, ¡carajooo!. De esa que era y no era mi casa saldría un prodigio de mujer. La inventora de espantafobias.
Con la postura firme de los valientes que tienen miedo pero se lo aguantan me propuse:
1) Imaginaré millones de arañas todos los días hasta que me amigue.
2) Soñaré con ellas, me desplazaré entre ellas y de tantas las pisaré y les pediré perdón por el daño.
3) Volveré a pensar que están conmigo en mi cama, en mi cómoda, entre mis sábanas, en mi colchón, en los asientos del living, en la rueda mágica, en el río ahogadas, vivas, semivivas, negras, coloradas, grandes, pequeñas, delgadas, gruesas, pollito, viuda negra, tarántula, saltarinas con o sin telaraña, , , , , ,
4) Me encontraré con ellas, se encontrarán conmigo, ya verán esas.
Estos pensamientos se mezclaban con mis oraciones al Señor para que me libere del miedo Me quedé profundamente dormida.
La mañana siguiente fue una mañana de otoño. Me desperté y sin desayunarme ni lavarme la cara, descalza y con ropas sueltas caminé hacia ella como si un sueño me hubiera hipnotizado (“el sueño es hermano de la muerte” dicen los griegos). Como si durante mi sueño nocturno hubiese recibido el mandato. Me recuerdo despeinada, y pisando descalza el frío rocío de la mañana. Fui, me paré frente a las chapas. Las manos me sudaban, y mi cuerpo tembloroso pero seguro fue el que se decidió. Respiré hondo como me había enseñado mi mamá y en un movimiento preciso levanté una de las chapas y la tiré hacia atrás. Allí ESTABAN.
Las miré sin desviar la mirada. Los dientes rechinaban. Sentí una electricidad que me recorrió la médula erguida. Ahora sé que fue la gracia, el Espíritu Santo. De ahí que las viejas del barrio dijesen siempre que se asustaban “¡bendito sea Dios!”. En ese momento no supe nada. Las vi. Acompañaba a las tarántulas una cohorte de alacranes pequeños, escorpioncitos y viuditas negras. Había también de esas arañas más grandes que nosotros le decíamos “pollito”. Se movían con distintos ritmos, marcando con sus cuerpos huellas que yo sola veía. “Firme, mantenéte firme. Mirálas sólo mirálas”, me repetía con acento cordobés. “No te muevas, tranquila, ya está, ya está...”
En un momento, en el concierto de arañas e insectos a los que ya me estaba acostrumbrando, apareció una que vino a ser mi salvación. Irrumpió pacífica en medio de todas las demás. Caminó señorial hacia mi lado y bordeó la chapa en su parte seca. Como saludándome, deseándome salud. Sentí que me reverenciaba, que me felicitaba por mi valentía. Con ella descubrí mi admiración por las arañas. Era una señora. Sus patas se levantaban suavemente y en el momento oportuno y con ellas, su cuerpo se desplazaba silencioso e imperial. Era la dueña del silencio y sin embargo me hablaba. Con ella, mis sentidos se aquietaron. PAZ. Paz. paz.
Y ya no fui dueña de esa fobia. Sólo de las que vendrían en mi largo camino por venir (porvenir). En realidad, desde ese día empecé a valorar al miedo y me hice un poco más dueña de mí misma. El miedo no es zonzo, me dije, y para algo me lo manda Dios.

Texto agregado el 23-07-2004, y leído por 514 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
17-04-2005 Mántienes el interés hasta el final, lástima que no esté de acuerdo con él, pero de todas formas me gusta DYKONOS
 
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