Agradecido por el tallereo de Sofiama
Me llegó la jubilación cuando menos la deseaba. Los hijos se fueron lejos y la mujer fue siguiéndolos y no regresó. Comía en fondas y la ropa la depositaba en la tintorería. Descuidé el aseo, y en el jardín proliferaron los pulgones y los hongos.
Cierta vez, me enfermé. Nada grave, pero las fuerzas menguaron. Agua, pan duro y una bolsa de dulces fue mi alimento. Un día, se presentó una mujer que rondaba por los cincuenta años. Vestida con falda larga oscura, blusa lisa parda y sobre la cabeza, un velo. Parecía sacada de algún convento. Vendría tres veces por semana: limpieza, lavado de ropa y prepararía alimentos para ella y para mí. Estaba satisfecho de sus servicios, pero su atuendo me ponía con un humor de perro viejo.
El velo lo traía sujeto al cuello, empapado de sudor. Le pregunté por qué no se lo quitaba. “Es una manda que tengo que cumplir”. Pidió una escalera para limpiar los vidrios de la ventana y atisbé, sin que lo notara, la lozanía de su piel almendrada. Al terminar sus quehaceres, quedaba en la vivienda un discreto aroma a lavanda y un orden femenino.
Recargado en la poltrona, miraba el patio. Las plantas habían recobrado su verde joven. El durazno aclimatado al calor, enseñaba sus botones rosados. Salí a caminar. Supe que la señora Otilia me ponía de malas; no ella, sino el atuendo oscuro que le cubría casi todo. Para colmo, los pocos amigos que aún me visitaban para jugar y tomarnos las copas, me jodían con sus bromas.
Una de esas tardes de bochorno, dijo:
- Dentro de un mes termino mi manda.
-¡Por fin descansará de tanto trapo que se pone! Acoté.
- Si viera que ya me he acostumbrado.
- Entonces, ¿no se quitará el hábito?
No la dejé responder y le lancé otra pregunta aprovechando el espacio que me daba.
- ¿La manda, por qué fue?
Ella se quedó callada. Tal vez, removí algo y pequé de imprudente. Así que agregué:
- No me conteste, sino desea.
- Le diré que después de casi veinticinco años de vivir con mi marido, se fue, no sé si con otra mujer o simplemente, se cansó de mí. Me dije que lo esperaría un año.
Se quedó en silencio y se fue a la cocina a lavar trastos.
Para no verla con su atuendo, le dejaba los víveres y salía a visitar a mis amigos o a sentarme en el parque central, leyendo algún libro de interés. Llegaba a la hora de la comida y de reojo veía su cara, enmarcada por el velo y el vestido cerrado desde el cuello hasta la punta del tobillo. Estaba contento. Sin embargo, me horrorizaba contemplarla con el atuendo de monja medieval.
-¿Se quitará su vestido de monja? -Se lo dije en tono de broma.
- Ya me acostumbré a éste y, tal vez, me sea difícil.
-Le propongo un trato, ¿qué le parece, si al menos en casa se viste como yo deseo? El hábito parece que le pone diez años más.
Tragó saliva, arrugó la frente y sonrió forzadamente.
-Por supuesto que usted no comprará nada. Todo se lo daré yo.
-¿Me está pidiendo que me vaya?
-De ninguna manera. Solamente, deseo verla de otro modo: más alegre, más femenina. ¿Qué me dice? Terminando su labor, vuelve a ponerse su ropa.
Destensó su frente. Su mirada se iba hacía el patio, donde el durazno se había cubierto de flores.
-¡Cómo en las películas! Dijo, para sí.
Bajó la mirada, y las manos se sujetaban una a la otra. A veces, movía, imperceptiblemente, la cabeza. Entendí que tenía una lucha interior. Así que saqué de mi chistera otra propuesta.
-Le aumentaré el sueldo, pero si acepta, será la ropa que yo elija y esto incluye un nuevo look.
-Déjeme pensarlo.
No fue al siguiente día, y estuve de malas. Pensé que a lo mejor ya no vendría, pero una semana después llegó. Creí que vendría a pedirme el dinero que le correspondía, pero grande fue mi sorpresa cuando me dijo:
- ¿Y mi uniforme?
Este día, lo dedicaremos a hacer compras -le dije. También, deseo dejarla en un centro de belleza para que usted disponga de un nuevo corte de cabello y lo que le sugieran las encargadas. Mientras, yo iré a una central de uniformes y le escogeré su ropa de trabajo.
Cuando regresamos a la casa, la tarde había madurado. Ella volvía con su traje de monja, su velo cubriéndole la cabeza y sólo los ojos oscuros dejaban ver una lucecilla juguetona. Nos bajamos en silencio.
-Si gusta bañarse, ya sabe donde está todo. Le dejé su ropa en la cama. Tengo una reunión de amigos. Luego, regreso. Le dije.
En realidad, iba a hacer tiempo a un café para darle ese espacio de intimidad que toda mujer requiere. Le había comprado su uniforme. También, otro vestido estampado de un estilo juvenil. Así como otros artículos de belleza. En el trayecto, adquirí una docena de rosas rojas, que se verían bien en el centro de la mesa. Como no se había hecho comida, pedí que llevaran una pizza.
Puse las rosas en el florero. Ella apareció minutos después, tapándose la cara. Era evidente el cambio. Las del centro de belleza, le habían dejado con un corte moderno, con un color acorde a su piel, arreglaron sus cejas, y ella puso algunas sombras que resaltaban sus ojos negros. El uniforme verde enmarcaba sus formas y sólo ella sabía que no tenía sujetador, pero era evidente que los años habían respetado la vitalidad de sus senos. La hice darse una vuelta y encontré una mujer dotada de sensualidad.
-¡Se ve estupenda! ¡Qué cambio! ¿Ya se vio en el espejo? ¡Mírese! ¡Está usted irreconocible! Hoy es un día diferente, así que le invito a comer.
-Pero… Si no he hecho la comida.
-No se preocupe, ya viene en camino una pizza.
Los días siguientes, después de cambiarse, hacía sus quehaceres con otra energía. El reloj de la cadencia al caminar volvió, y la sonrisa perdida -aún tímida- abría la ventana. Mis amigos me visitaban con más frecuencia, y ella se daba cuenta de que sus miradas la recorrían. En confianza, le decía que no se avergonzara que si el Señor le había dado esa armonía que, entonces, la luciera.
Hoy, cuando estoy sentado y ella limpia las ventanas, ayudándose de una escalera, veo de reojo sus muslos cálidos. Ella lo sabe y de vez en cuando me lanza una mirada viva y una sonrisa cocoroca.
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