Mi amadísimo Paul,
Salto de la cama al suelo, cómo si tiraran de mis pies, a estas horas malditas, sin sueño ni ganas de tenerlo.
Eres mi lindo maldito, poeta entre los poetas, ya ves que paradoja morir pobre y ser acompañado por el todo Paris de finales del XIX, pero así lo quisiste y así viviste: Bebedor de absenta, borracho empedernido, vividor en malas pensiones, visitador de hospitales en los largos y fríos inviernos parisinos, homosexual confeso, bisexual también, amador del terrible Rimbaud con el que engañaste a tu burguesa esposa. ¿Cómo no ser maldito?
¡Qué cosas, Paul, qué cosas! Aquí estoy yo sorprendiéndome mientras te preparo un buen chocolate a la taza con churros sobre una preciosa bandeja, heredada de mi abuela, para que tu estómago digiera mejor los enormes lingotazos de la terrible absenta.
Te puedas recostar en el sillón de piel verde manzana, a tus pies la alfombra de lana traída desde Nepal en uno de mis viajes, con símbolos arcaicos, que un lector del Kybalión me ha dicho que representan los principios femeninos y masculinos. Detrás de ti unos cientos de libros, y justo a tu derecha una sofisticada lámpara de lectura a la que solo es necesario pasar un dedo para encender y apagar.
¡Qué cosas pasarían entre ambos, que contarlas no puedo!
Desamordázate y regresa a esta Europa, casi arruinada por la crisis de los euros.
Regresa, mi lindísimo Verlaine, que esta sibarita te espera en una cama con limpias sábanas de algodón y multitud de cojines, para jugar hasta que la soleada mañana comience. |