Samael escribe un cuento largo o una novela corta, lo sabrá cuando descubra la diferencia, sobre un paisajista de escenarios postapocalipticos que planea su suicidio.

El pintor con bigote dibuja escenas de memoria en un departamento tipo estudio, junto a él un escritor en calzoncillos redacta un manuscrito. Deja sus oleos por un momento, se levanta con su frac ajustado, camina hasta el gramófono, que reproduce en un disco metálico la suite número uno del concierto de chelo de Bach. Ahora junto a un lavabo casi abandonado, fuera de un minúsculo medio baño, toma una hojilla desechable de acero inoxidable, cual cuchillo en mantequilla desliza la hoja de acero, completamente oxidada, por sus muñecas. Dos surcos le abren paso a un chorro de sangre que se derrama por sus dedos sin manchar su planchada vestimenta, salpica sus zapatos. Toma una carta suicida, donde culpa al conductor del bus por su muerte, escrita sobre una hoja de papel brillante y la pega sobre su más reciente obra aun húmeda. El carmín ensangrentado convierte la pintura en amanecer en un atardecer espeso. Treinta minutos después esta apenas mareado, su cálculo fue, por mucho, equivocado. Presiona sus brazos como tubos de dentífrico agotados, agoniza y muere. Del cuerpo inerte se escapa un sonido chillón, algo se rasga en su interior a la par de la hoja que Samael arranca de su libreta. Arruga la hoja y la tira al cubo de basura.

El bigote y su pintor han desaparecido, el literato se asoma por la ventana, aun es martes y el cielo permanece manchado de espesa sangre de artista.