Como una figura insomne y desterrada, su silueta acudía pronta a los reclamos de la gente. Cansada, con los pasos acunando una justicia declinada bajo el tiempo, recorría caprichosa los eternos baldosones de silencio. Y las mañanas latían melancólicas de espanto ante un presente cruel, que nunca cedía a ruegos, mientras los días estrechaban la ancianidad, detenida y anónima, robada de su cuerpo. Agobiada, su caminar entraba a horas expuestas, vagando por un callejón cegado a la abundancia. Y como un rezo diurno, acudía a una última morada apócrifa, que se perdería en letras inciertas. Nadie la vio partir, bajo un temblequeo arrastrado en las aceras y su valija azul cedida al viento, ni escuchó el llanto de aquel tiro encendido en la memoria. Dentro, su mirar aún perdura taciturno entre los niños, en ese despertar narrado por gestos y chillidos, inhabitado de su piel; mientras el alma se disgrega diminuta entre las llagas, como un cúmulo incierto de verdad que nadie alcanza, ni vislumbra.
Ana Cecilia.
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