Si acaso preguntaras (al fin libre) cómo fue que sucedió, no sería capaz de responderte. Nada nuevo o diferente que pueda justificar levantarse un día y sentir que ya no duele. Mis días, la frustración de los anhelos o el paulatino declive de mis esperanzas nunca fueron una excusa razonable para refugiarme en el olvido. Amarte aunque no me amaras ha sido durante muchos años un juego solitario de búsquedas y desencuentros, un desgarro inútil de hurgar en las profundidades para encontrar las raíces de un sentimiento que perduraba más allá de todo empeño razonable. Tal vez ese era el secreto y no otro, porque a vivir amando sin ser correspondido se aprende con dolor, pero resignarse a vivir sin sentirlo es morirse de a ratos.

Interrogar al amor es una tarea vana, pues con la misma fuerza o intensidad con que estalla, sin consentimiento, y contra todo pronóstico, un día de pronto al levantarnos descubrimos que del sentimiento sólo queda una caricia tierna y lejana que roza la memoria.

Le temo a este presente ajeno, a la ausencia de tristezas, a la trivialidad del deseo, al letargo de las intuiciones. Tu imagen ya no hiere ni corroe. Tu recuerdo, que antes se colaba en los resquicios de las noches solitarias obligando a combatirlo, se asoma en los días como un compañero indolente que ya no se vanagloria de su implacable victoria porque yo no empuño las armas para derrotarlo.

Duele el amor (siempre ha dolido) pero su ausencia es una herida vulnerable sometida al arbitrio de un destino caprichoso…
Ya no estás, ya no sos… Ya no.