En un lugar cualquiera de un mundo cualquiera, habitaban dos idénticas mujeres, fusionadas en el brutal inicio de la feminidad.
Una era nieve, Otra fuego; Una sedentaria, Otra nómade; Una ligada a la carne, Otra aferrada a lo divino; Una alta, Otra baja; Una robusta, Otra esbelta; las dos maduras, las dos madres, las dos blancas y morenas, las dos mirando a la marea, las dos fuertes y fieras.
Una tejía, zurcía, cocinaba, amasaba la tierra y plantaba semillas; cuidaba el hogar y la familia. Su casa estaba en un barrio de flores, de luz, de camisas arremangadas y polleras sueltas; con macetas en la azotea. Auto y garaje y un minúsculo buzón compartido en la puerta. En su armario no había maletines, sólo prendas con olor a detergente y alguna que otra muñeca.
Otra cambiaba de hogares, de familias y de tierras. Cocinaba en una casa con tejas. En lugar donde el agua sobra, no hay que regar las macetas, no hay garaje ni auto, pero sí peajes de subtes, trenes, colectivos... y bicicletas. Su armario lleno de rosas velas, poemas, recuerdos, tejidos para hilvanar respuestas.
Cuando acababa el día, en el peso de la noche, buscaban dentro del cuerpo cansado el corazón enorme que les latía pidiendo amar, no porque no amaran… Querían como quería la madre, la mujer y, como tales, buscaban más cariño que dar en un púlpito invisible. Amaban a sus hijos, hombres… a su clan completo. Amaban más allá de sus fronteras inmediatas. Aún así, no era suficiente, buscaban almas que vagaran dóciles o siniestras, para alimentar y alimentarse en el sentido más específico de sus vidas.
Una decidió conectarse con sus sentidos. Tomó un lápiz y escribió, sujetó un pincel y pintó, fue a una iglesia y no creyó en ángeles ni santos para admirar la obra de los terrenales. Miró dentro de sí y vio escapar poesía de sus manos.
Otra ni siquiera buscó lápiz, estaba allí, sobre su mesa y entonces escribió... y escribió...y escribió… Y las palabras engendraron poemas y ansiosa dio a luz la búsqueda de su alma inquieta. Miraba al cielo y anhelaba, miraba al horizonte y ardía, miraba los mares y se embarcaba atrevida.
Un súbito día, el mundo se les reveló plano, tan plano que la inmensidad de las distancias se acortó en una línea recta, traspasando cada punto por donde sus pies pisaron. Tropezaron sin verse, husmeando la nueva ruta vetada y al hacerlo, las palabras de ambas se diseminaron y se palparon las unas con las otras.
Las figuras que no vieron los ojos, las pintaron las manos, y llovieron piedras y estrellas en las cabezas, y lloraron ausencias, celebraron suspiros… Supieron entonces su destino, una sin moverse, la otra transitando; su azar, ser mujeres, como lo había sido la primera mujer de todas las mujeres.
Mientras Una agrupaba astros en secretos presagios y transcribía planetas en papeles sueltos, Otra averiguaba porqué una pequeña y débil flor toleraba el peso de una abeja. Fue entonces cuando ellas, apenas sin darse cuenta, se encontraron con las bestias.
Como toda fiera no grata, se presentaba disfrazada de falsa hermosura, de un mágico encantamiento que dejaba perplejo y paralizaba reacciones. Así resbalaron en abrazos peligrosos de promesas falsas, en pasiones de carne envenenada, en el brillo innecesario de inteligencia ajena.
Por un instante, un momento en el tiempo, relegaron la intuición, dejaron la fiera y se hallaron mansas. Pero cuando las bocas se abrieron para devorarlas, salió de ellas el inicio, asomaron el poder y sus más exorbitantes instrumentos, abrieron abismos, dieron paso a sus almas y allí dejaron caer las bestias, para que murieran; y una vez cerrada la piel, volvieran, Una a colgar poesías en la azotea, Otra a tallar poemas en los planetas.
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