Florentina se aburrió de ser una mujercita tristona y resuelta a cambiar, se empeñó en transformarse en una especie de bomba sexy tal y como aquellas hermosas mujeres que inundaban con sus rostros perfectos la prensa farandulera y las pantallas de cine. Algo atemorizada por aquel brusco viraje que pensaba darle a su existencia, se sumió en profundas cavilaciones ya que continuaba siendo la misma muchachita tímida que algún día abandonó su provincia para probar suerte en la capital. Temblorosa, hurgó entre sus pertenencias hasta encontrar una hermosa peluca rubia que algún día fue a parar a su baúl sin que ella misma supiese como. Acercándose a un espejo, se la colocó en su cabeza de greñudos cabellos negros, asegurándola con unas pinzas y el cambio fue radical. Agradablemente sorprendida, la muchacha pasó horas enteras contemplando su imagen. No era bella Florentina, pero aquel artificio se proyectaba sobre su testa, como una aureola pecaminosa, otorgándole un atractivo insospechado. Suspiró con nostalgia. Esto era el inicio de una nueva vida, los hombres comenzarían a fijarse en ella, los mismos que hasta entonces la rechazaban por su aspecto ordinario, ahora la rondarían como quiltros en celo. Los papeles cambiarían rotundamente y de oscura e insignificante mujercita, ahora se transformaría en una rutilante hembra a la que se le abrirían todos los caminos. Ahora podría rechazar ofertas, actuar con soberbia, humillar a quienes la habían humillado y en suma, a aceptar todas aquellas situaciones que se derivarían de su nueva condición.
Caía la tarde cuando Florentina se atrevió a asomar a su puerta, investida con esa peluca que irradiaba luces propias sobre su cabeza timorata. Los primeros pasos que dio, fueron inseguros, luego agarró confianza y como impulsada por el viento, se dirigió a la cantina. Allí se encontraba Ulises, un bebedor consuetudinario, cuya vida transcurría en cuanto bar se cruzaba a su errático paso. A ese tipo grosero, borroneado por sus propios excesos, se acercó Florentina. Sin mediar ninguna invitación, la mujer se acomodó a su lado. Y el hombre, acaso el más repulsivo de todos los individuos, desaseado, hediondo a licor barato, soltó por un segundo su vaso de turbio vino para aposentar su acuosa mirada sobre la muchacha. Y esta vez si que la aceptó…
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