Y por supuesto, estaba el gato. Un gato siamés al que su dueño (mi abuelo) llamaba Larry, en honor a un viejo amigo. La historia del nombre del gato la supe recién unos meses antes del fallecimiento de mi abuelo. La verdadera historia no la supe hasta unos días después de su muerte, aunque en ese momento no entendí nada. Se dice que la verdadera historia del mundo es secreta. Los nombres verdaderos de las ciudades míticas, dónde la humanidad fue cifrando su historia, se encuentran, para nosotros los simples, vedadas. Las palabras que definen verdaderamente a las cosas, los hechos y quizás a las personas son mágicas y son muy pocos los que en esta vida llegan a conocerlas. Imagino, mientras pienso en el verdadero nombre del gato, un gato siamés como cualquier otro, en la casa de dos viejos que no se hablaron más de tres palabras seguidas por lo menos durante los últimos veinte años, que si alguien hubiera pronunciado una de esos nombres secretos, el efecto hubiera sido atroz, imperceptibles reacciones en cadena hasta llegar a la extinción de una especie que a su vez se descubre infinita, inmortal como el mundo y los cielos, cerrando así el circulo. Los nombres verdaderos debemos ignorarlos si queremos seguir viviendo. Y el mundo se muere. Y la historia la escribimos en un cuaderno que nunca sabemos dónde está guardado.
Pedro Salvador nació en Reconquista por los años treinta. Más o menos. Creció como tantos otros: un pueblo con calles de tierra y enormes sauces llorones, sombra a la siesta cuando todos dormían o jugaban con sus primos en caserones de interminables zaguanes y patios que eran selva o desiertos dónde se enfrentaban pistoleros o piratas. Como cualquier otro niño, Salvador a veces tenía que rescatar a la doncella en peligro. María Celeste, la hija de su tío, vivía en la misma casa. Jugaban en el patio y muchas veces era ella la corsaria que rescataba a mi abuelo de los peligros de hundirse en el mar o en las arenas movedizas. Alguna vez jugaron a Tarzán y ella saltaba mejor del árbol qué él. Y ella me lo hacía saber, dijo mi abuelo una de las pocas veces que fui a visitarlo, entonces quería sonreír y lograba una mueca que era media sonrisa para su prima. Esa fue la última vez que habló coherentemente. Creo. Fue la última vez que hablo conmigo. Las palabras se le empezaron a perder en la mente y no decía lo que quería. Había que jugar. Se podía adivinar si quería ir al baño porque decía que quería ir a dormir, y acababa de levantarse. Hablaba y reía con dificultad, cuando recién le habían descubierto el tumor, pero de un día para otro (o una semana, o el tiempo que haya transcurrido para él en la silla de ruedas) las palabras empezaron a salir de su boca equivocadamente: sin que lo notáramos, mi abuelo iba nombrando las cosas por su opuesto, hasta terminar nombrando todas las cosas que formaban su pequeño universo en esos últimos meses de vida.
Cuando mi abuelo cumplió veinte años su padre murió. Tenía cáncer, pero nunca quiso que lo vea ningún medico. Una actitud extraña en una familia de profesionales de la medicina. El padre de mi abuelo era comerciante. Tenía un hermano cura y otro hermano y tres primos doctores. Pero él no quiso que lo vea nadie. Aguantó el dolor hasta que el dolor lo mató mientras dormía. Un precursor del sadomasoquismo. Una tarde delirante del ´55, en una calle de tierra que se perdía en el horizonte llano que a su vez se perdía en el sol de la revolución y de la onda expansiva de las bombas (constantes desde la segunda guerra mundial) mi abuelo se perdió. Me lo contó en su lecho de muerte. Forzado a abandonar sus estudios de medicina en Rosario, decidió que se casaría con su novia y se haría cargo del negocio familiar. Su madre lo abrazó y le dio las gracias por ser tan buen hijo y ocuparse de ella. Dios me ha premiado en esta vida y no sé porque –dijo entre lágrimas- y Pedro la abrazó más fuerte y entonces mi abuelo se incorporó, con mi ayuda algo torpe, en la cama dónde moriría en dos meses, y me dijo algo que apenas entendí en ese momento: Celeste, dijo, Celeste conoció a Larry…
De Rosario sólo trajo un cráneo humano que usaba para estudiar, un souvenir macabro de un hombre que sólo sonreía a extraños. Crió a su familia trabajando obsesivamente, de sol a sol, llevando sólo en su cabeza el registro del dinero que iba acumulando en su casa. Porque mi abuelo murió sin haber tenido nunca una cuenta en el banco. Ni tu abuela sabe dónde está la plata, me dijo. Larry, ese hijo de puta, él sabe. Yo miraba al gato y no entendía nada. Le pregunté qué quería decir. Cómo iba a saber el gato. Se recostó otra vez, le acomodé un poco las almohadas, en la televisión había un partido de fútbol europeo con el volumen apenas audible. Me pidió que subiera el volumen y miró el televisor y bien podría haber estado mirando la nada; no sé si se dio cuenta que era el infinito lo que, justamente, estaba mirando. Quizás yo no debería haber fumado antes de ir a visitarlo, pero así se me hacía mucho más llevadero. Así no lloraba al verlo. Dije que mi abuelo miraba el infinito y no se daba cuenta; ahora sé que miraba un día exacto de su pasado, una tarde en una ciudad portuaria con edificios y árboles y calles empedradas y construcciones maravillosas, dónde respirar era posible y se vivía irremediablemente. Subí el volumen y trató de agarrarme por la remera, con la mano izquierda que era la que podía mover, entonces me acerque a él y dijo que en Rosario vivía en una pensión. Ya te conté. El cráneo. Y en una casa de señoritas, creo que las llamaban así, esas pensiones cristianas para chicas que manejaban las monjas, ahí vivía Celeste. Viajamos juntos a Rosario y no nos separamos un solo día. Ella estudiaba lo mismo que yo. Fue inevitable, podría decir que fue el amor de mi vida. Pero yo era un muchacho muy crédulo. Soñaba con decirles a todos que la amaba y pensaba que nos dejarían en paz de buenas a primeras. El cráneo robado. Ella lo había robado. Ella era libre, y yo soñaba con serlo pero nunca me animé a decir nada. Era una mujer hermosa. La primera que vi desnuda, la primer mujer que amé. En esa época los que eran como yo, los que agachaban la cabeza, no tenían oportunidad de estar con una chica si no se casaban. Había que ser muy hábil con el chamuyo, un arte que no se nos da a los Salvador. (Somos tímidos, dije yo. Somos cobardes, dijo él). Pero ella sabía. Las mujeres buenas saben todo antes que uno. Una tarde de mayo. Llegó con el cráneo y estudiamos. Pero ella estaba inquieta. Como si tuviera alas pero diminutas, que no sirven para volar. Me besó en el balcón que daba a una calle que quiero olvidar y no puedo. Es difícil saber si era como la recuerdo y es difícil de explicar, también. Nunca más volví a Rosario. Pero esa calle parecía el cauce de un río que desembocaba en una avenida, que era el fondo de una cascada o un remolino en el mar, junto a tres otras calles que eran también ríos tumultuosos, ríos que arrasaban con la tarde y con todo: no había nadie en la calle y nosotros mirábamos desde el balcón el sol que se ocultaba a nuestra derecha y más allá de la avenida se podía oler la noche y el río. A veces cuando está por llover siento el olor de ese día. A veces cuando no puedo dormir…
Nunca conocí a mi tía abuela María Celeste, salvo por alguna foto dónde aparecía, sombría y ausente pero siempre sonriendo, como una extraña para mí, hasta que alguien, ante mi curiosidad de sobremesa, seguramente dijo: esa es tu tía abuela, María Celeste, la que vive en Buenos Aires. Otra que está un poco loca.
Ella me besó, dijo mi abuelo y yo le creí porque sonreía como un niño a pesar de la enfermedad y la muerte. Después me contó, sin los detalles, que esa tarde la hizo suya, pero fue al revés; él estaba paralizado por el miedo. Al tiempo murió tu bisabuelo, dijo, y yo hice lo que correspondía. Celeste siguió viviendo en Rosario. Se recibió y conoció a un joven doctor estadounidense que se encontraba en Buenos Aires haciendo un postgrado y de turista en el resto del país. A veces me escribía cartas. El americano se llamaba Larry Spencer. Encantó a todos los jóvenes doctores que le sirvieron de guía en su visita a rosario, y al cabo de un año se instaló en Buenos Aires y se casó con mi prima: se iba a llevar un souvenir excepcional: una mujer argentina, típicamente hermosa e inteligente, pero al final ella se lo quedó a él. Un espíritu de libertad total se apoderó de ellos. Vivieron siempre en la capital. Desde ahí viajaron y conocieron muchos lugares del mundo. Nosotros nunca salimos de Argentina. Pero me imagino todos esos países, el mar, el desierto, las montañas (que en cualquier parte deben ser parecidas a las de Córdoba), y en todos esos lugares la veo a ella, y todos los paisajes tienen sentido porque ella está ahí. Ningún lugar, nada que haya hecho en mi vida tuvo sentido sin ella. No sé si entendés. Cuando murió mi padre yo también tuve que morir, para seguir viviendo y hacer lo que tenía que hacer, pero sin alma, sin sentido, sin amor que al final es lo más importante. No dejes que te pase eso. No desperdicies tu vida. Mirame.
No podía, porque no quería llorar. Volví a verlo a las dos semanas y cuando mi abuela nos dejó solos le pregunté si había vuelto a ver a Celeste alguna vez o fueron sólo cartas, pero no entendió mi pregunta, o las palabras ya comenzaban a salirle al revés, o mezcladas, o mutiladas, o despojadas de todo símbolo. Creo que habló del precio del dólar, solía hablar de eso también, de los mercados internacionales y de la macro y de la micro economía y de la presidenta y del negocio como si tuviera que ir a trabajar en un rato, como si ya estuviera ahí, o en su cama de la infancia, o en el patio jugando, o en la cama pidiendo por el baño, o en el baño pidiendo comida, o en la sombra de la noche eterna pidiendo una oportunidad de hacer todo de nuevo y bien. Al final, cuando quería llamar a su mujer llamaba a su madre.
A exactamente seis años de la muerte de mi bisabuela, el mismo día, a la misma hora, el mismo domingo, la historia verdadera tuvo lugar, un ciclo de seis años se cerró: mi abuelo falleció, sí, pero eso no importa; la historia verdadera, lo que pasó realmente ese día, por qué ese día y no cualquier otro, porqué el gato se llama Larry y no Celestino por ejemplo, nada de eso lo sé, todo está oculto, cifrado en un día: el último momento en la vida de mi abuelo, que fue casi el mismo en la vida de su madre, el último suspiro, seis años después; y el primer beso con su prima, cincuenta años antes, y la muerte.
Y por supuesto, estaba el gato. Me lo quede yo, mi abuela no podía ni verlo, lo toleraba sólo porque era el gato de mi abuelo. Antes de llevármelo me atreví a preguntarle por el nombre del gato. Ah, dijo ella, como escupiendo las palabras, era el nombre de un ricachón amigo de tu abuelo, un norteamericano: Larry Specer. Se casó con una prima... El doctor Spencer, un soberbio que menos mal que se murió o lo hubiéramos tenido acá para el velorio, seguro. Un hinchabolas insoportable. Fijate que la imbécil de la mujer no apareció a despedir los restos de su primo hermano. Me sentí mal, nauseabundo, y le pregunté que tan amigos eran mi abuelo y Spencer. Amigotes, dijo ella, era él único que lo hacía reír de verdad. Hablaban horas, sobre los viajes que hacía el doctor. A mi me daba rabia escucharlo hablar distendidamente del mundo, como si todo fuera suyo, y nosotros no nos movíamos de este pueblo mugriento. No era envidia, sólo que podría haber tenido un poco de tacto y no restregarnos en la cara lo bien que le iba. Pero a tu abuelo le gustaban esas historias, le preguntaba todo, quería saberlo todo de esos viajes que eran lo contrario a nuestra vida. Mientras hablaba cada vez más despectivamente del amigo de mi abuelo pensé que frente a mí había una vieja demasiado amargada y resentidísima con todo. A la prima casi no la nombraba. Finalmente me animé y le pregunté por ella. A esa mejor perderla dijo mi abuela. Y no hablamos más del asunto.
El problema es que el gato se me escapaba constantemente. Desaparecía durante días, la primera vez pensé que me lo habían robado, por lo que valen esos gatos. Pero volvía, y al tiempo volvía a desaparecer otra vez por una semana o dos, así hasta que se fue para siempre. El verdadero problema era que el gato se llamaba Larry porque mi abuelo quería vivir recordando todo lo que quiso en la vida y nunca tuvo y todo lo que hubiera podido ser y hacer y nunca fue, ni siquiera se animó a intentarlo. Me aproximé, por un instante, al verdadero nombre del asunto: el arrepentimiento, la mentira, los nombres falsos y las acciones y la vida falsa para justificar una estadía involuntaria en este mundo.
Ahora no tengo opción, si ya sé como termina. Mis planes son simples, no soy muy ambicioso: viajar hasta Rosario, buscar la calle que es un río y que desemboca en un remolino o el fondo de una cascada, tratar de ver ese balcón aunque sea desde la calle, caminar hasta el río, fumar, conocer a alguien.
(noviembre de 2011)
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