Esencialmente pálido, como si mi rostro fuese la desesperanza misma, me acerqué a ella, hermosa, soñada, sutil y me arrojé a sus pies, la miré a sus ojos -como un perro que ha sido golpeado y se acerca titubeante para pedir perdón. Me miró con esas deliciosas pupilas azules en las cuales se reflejaba -como un mar de suaves marejadas- el asombro más absoluto, puesto que yo para ella era un perfecto desconocido. Mis ojos se inundaron de lágrimas que no la impresionaron en lo más mínimo ya que debe haber pensado que se encontraba delante de un loco.
-¡Abjuro de mí, de todo lo que procede de este cuerpo desdichado que usted tiene delante suyo! La invité a sentarse en una de las bancas de la plaza pero ella dio dos pasos hacia atrás y miró en torno suyo, quizás en la búsqueda desesperada de algún policía que la socorriera.
-¡Esto es absurdo!- protestó con su voz de campanitas de plata, -yo no lo conozco. Ni se quien es usted. ¡N-o l-o c-o-n-o-z-c-o!- remarcó, articulando esta frase con esos labios tan rojos y tan sensuales.
Tomé un poco de aire antes de manifestarle lo siguiente:
-Escuche bien lo que tengo que confesarle. Me averguenzo de ello pero...¡Ahí va. Tragué un poco se saliva antes de proseguir -He recorrido un centenar de veces su escultural cuerpo con estos dedos afiebrados, sucios, heridos por la pasión, conozco cada recodo de él, sé de su tersura, de su elástica y cálida contextura, he besado sus manos, lamido su cuello como un felino en celo, he sido explorador de esas cumbres níveas coronadas por dos frutillas sabrosas, he bajado por las faldeos de su piel sonrosada, he bebido de esos labios virginales el néctar de su amor incólume, la he colmado de lo puro y de lo impuro y –créame- siento un profundo remordimiento. Ella quiso huir, espantada ante este discurso, pero la detuve para enfrentar sus ojos huidizos. Temblaba entera cuando proseguí:
-Usted sabe que el pensamiento es vida y la vida es movimiento. Acúsome, pues, de haberme movido pecaminosamente y fantaseado con usted de la manera más vil. No soy digno de usted, no, por eso le ruego ¡le suplico! que cada movimiento mío, cada abominable acto cometido por estas manos pecaminosas, sea devuelto de la más drástica manera. Sea usted valiente y honrada en devolverle a este ruin individuo, con saña, con fuerza, con todo el vigor que su espíritu demande, cada abrazo, cada caricia, cada beso ¡y déle a este pecador la lección que se merece!
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