Mientras tengas la voz
Se respira un aire denso. Humedad. La luz apenas entra por las hendijas de la persiana, a través de la cortina gruesa. Los libros sobre la mesita cubiertos por una sábana de polvo. También lo están el reloj sin pilas, un vaso, el velador, un pañuelo hecho un bollo. Julito se siente como si le hubieran arrancado los músculos. Como si lo hubieran despojado de los huesos. No siente dolor. Por lo menos si sintiera dolor. Se siente como una bruma. Inconsistente. Endeble. Frágil. Como si solo quedase su alma sobre esa cama y su alma estuviera además desposeída de aliento vital. Tiene la cabeza sobre la almohada. Los ojos abiertos. Observa la pared. No está desesperado. Si por lo menos estuviese desesperado. Se siente como un pedazo de molusco muerto flotando en el mar. Mira la pared. Sabe que ese es el peor momento. El instante en que ese atisbo de vida le dice que se levante. Aunque sea para ir al baño. Para hacerse un té. Fumar un cigarrillo. Se siente como Gulliver atado al suelo. Como si cientos de liliputienses lo empujaran hacia abajo. Cierra los puños. Contrae las pantorrillas, los muslos, y lentamente se sienta en la cama. Angustia. En ese momento. Ahí, cuando la realidad adquiere algo de consistencia es que aparece ese hielo candente en el esternón. Aturdido. Tiene ganas de volver a acostarse. Pero de un manotazo corre la gruesa cortina y entra un poco mas de luz. La luz es energía. Se siente como una flor después de un largo y oscuro invierno. Se pone de pie y levanta la persiana. Luz. Mucha Luz. Se despeja un poco. Se mira en el espejo. Camina como si llevara un pesado grillete, va hacia la heladera. Hay una jarra vacía en el frío del estante, un pote de crema de leche cortada, dos zanahorias viejas, algunos huevos. Cierra la heladera. Se sirve agua de la canilla. Bebe. Se hace una gárgara. Escupe en la pileta. Flota en el aire el polvillo de la mañana que se hace visible por la luz de la ventana. Se sienta a la mesa.
La pelota para Redondo, qué delicadeza, se mueve como un príncipe, gambetea a uno, a dos, la pelota para Maradona ¡Este es el rey! Con un toque magistral, es el mejor de todos los tiempos, un hombre en el camino ¡Pared con Canigia! va y vuelve la pelota, va y vuelve la pelota, Maradona que le pega y gooooooool, gooooooooooolllllllll de Diego Armando Maradona, la magia, la sutileza, la exquisita definición, gooooooolllllllll de Argentina, de Maradona que la acaba de clavar al ángulo y pone a Argentina tres Grecia cero, Argentina gana en su primera presentación en el mundial.
Los recuerdos lo mantienen vivo. Esa época en que su voz, la voz de Julito, era la voz de un país que gritaba los goles, los más fervorosos goles que Maradona, Batistuta, el “Mencho” Medina Bello le ofrecían a la masa clamorosa y sedienta de victoria. Julito, ahora, hace días que no sale de su casa. A veces, los viernes a la noche se va al café de la esquina y mira a los hombres jugar al billar; los escucha hablar de mujeres, de esposas, de laburo, de política; pero él está más allá de todo eso. Sentado en el café piensa en su departamento. Las paredes. El techo. El suelo de azulejos del baño. El agua retorciéndose en el inodoro cuando tira la cadena. El teléfono silencioso. Los sobres de impuestos que se acumulan en el piso. Reflexiona, se da cuenta que se ha vuelto un hombre invisible. Como si no viviera nadie en ese departamento. Se da cuenta que es completamente prescindible. Las cosas siguen sucediendo allá afuera mientras el estás sumergido en el letargo. Podría no existir. Podría no tener cuerpo. Su inexistencia, su desaparición no cambiaría demasiado el curso cotidiano de las cosas. Le cuesta darse cuenta qué es real, qué es posible, la magnitud de sus acciones, las consecuencias. En esa nebulosa que se antepone a la realidad hay dudas, vacilaciones. Un pedazo de cuerpo tirado, flojo, sobre una tabla de picar carne.
García despeja la pelota, un pelotazo largo, aparece batistuta, corre Batistuta, a toda velocidad, es un tanque, es un tanque, cuerpea al defensor mexicano, le pega, gooooolllllllllllllll, golazo Dios mío, qué golazo por Dios, Bati, Bati, Batigooooolllllll, se abraza con el cholo, están arrodillados y el pueblo argentino celebra el gol que nos da la victoria en esta final de la Copa América.
No hay nada para comer. Julito pone un poco de agua en una olla y saca un paquete abierto de fideos de la alacena. Se mueve arrastrando los pies. Lento. Fluctuante. Pone los fideos en el agua y decide acostarse. Mira el techo. Se queda pensando y mirando el techo y ve imágenes proyectadas: ve un estadio colmado de gente, bulliciosa, con banderas y bengalas y tirando papelitos al cielo. Goles, gambetas, abrazos, atajadas; el fútbol siempre tiene esas cosas, goles, gambetas, abrazos, atajadas, dioses. Puede sentir el olor de la cancha, el color de la cancha. Unas gotas de sudor se le forman en la frente. Las imágenes en el techo desaparecen. Ahora el techo es blanco, con manchas de humedad en las esquinas, con partes descascaradas, con alguna telaraña. Suena el teléfono. Una vez, dos veces, tres veces, cuatro veces. Él sigue mirando el techo. El teléfono suena pero él no se levanta para atender. Siente que debería levantarse, preguntar quién es, a lo mejor es alguien que podría cambiar el curso de las cosas, un amigo, una mujer, un periodista, un retirado jugador de fútbol. Un momento de silencio. El techo. Las manchas de humedad. Las telarañas. El teléfono vuelve a sonar. Una vez, dos veces, tres veces, cuatro veces. Suena y suena. Él gira la cabeza y mira, mira y se da cuenta que hace tiempo que nadie lo llama. Se queda mirando el teléfono y no se levanta. Hay una parte de él que pareciera querer continuar así, aletargado, aferrado a esa cama, a esas sábanas mustias y olorosas.
A veces piensa en cincuenta pastillas para dormir. Cincuenta pastillas somníferas. Sobre todo a la tarde, a esa hora de la siesta en que el silencio es más grave, más inmenso. Terminar por fin con la agonía. Está acostado y las piensa redonditas, blancas, con ese pequeño surco en el medio que sirve para partirlas. Pero él no las partiría. Él piensa que las tomaría enteras. En cualquier farmacia te vendían pastillas para dormir sin receta. Podría comprarlas. Le pasaba a veces. Cuando el vacío era máximo, cuando el vacío se exacerbaba hasta el punto más severo, cuando el recuerdo de la tarde anterior, y de la anterior a la anterior, y de la anterior a la anterior a la anterior era el recuerdo de esa sensación despiadada de no poder, no poder con nada, no poder ver nada, ni esperar nada. Cuando todas las tardes de su vida pasada parecía haber sentido esa sensación, y cuando tenía la certeza de que todas las tardes por venir sentiría lo mismo. Entonces se decidía, sí, se decidía a ir y comprar las pastillas. Sin vacilaciones. Sin dudas. Sin contemplaciones. Se veía yendo a comprarlas, y sentía la placidez de tenerlas en la mano. Por fin terminaría todo. Y se veía tomándolas, una por una, a un ritmo regular, ininterrumpido, con whisky, eso con whisky, y podía sentirlas atravesar la garganta, y podía sentir el sueño, el alivio del sueño, y cuando ese sueño fuera rotundo e irrevocable, en ese estado de anestesia tomaría una hoja de afeitar y se cortaría las venas, y ya casi dormido, sin sentir dolor, sin tener la fuerza para arrepentirse si eso le ocurriera tal vez, ya no podría evitarlo, se dejaría desangrar dulcemente mientras el sueño lo invadiría hasta el más dulce de los sueños. Cuando esto le sucede. Cuando tiene todo minuciosamente planeado y decidido, y tiene la certeza de que lo va a hacer, está seguro, no hay dudas de que lo va a hacer, siente alivio. Alivio. Placidez. Una placidez como un abrazo. Entonces posterga el suicidio. Por unas horas, unos días, unas semanas, hasta que el ciclo vuelve a repetirse, empedernido, vicioso, cruel.
Desborda Bati por el flanco izquierdo, pica, traslada el balón, tres dedos, centro al medio ¡TACO! ¡Taco del Mencho! Goooooollllllllllllllll, Ramón Medina Bello, grande Mencho, grande Mencho, qué golazo, se viene la goleada, el monumental ruge, brama, la gente eufórica, qué gol, por todos los santos qué gol, Argentina le gana dos a cero a Perú y sueña con la clasificación al mundial de Estados Unidos.
Hacía mucho tiempo que no relataba un gol. Que no relataba nada. Siente olor a quemado. Los fideos. Se había evaporado toda el agua y los fideos babosos se habían pegado al fondo de la olla. Apaga la hornalla. Camina unos pasos y se mira en ese espejo que cuelga, soberbio y manchado, en la pared. Se está mirando a los ojos, a través de esas nubes que el polvo y la grasa han formado sobre el vidrio, se mira las pupilas, el rosado de los párpados, la barba rala, el lunar junto a la nariz, el pelo desprolijo. Ese momento no es cualquier momento. Se observa. Se da cuenta de que existe. Que tiene un cuerpo. Un cuerpo que lo contiene. Ser humano. Ser piel. Pómulos, ojos, pelos, labios, cuello. Toda esa carne, todo eso. El vacío. Tanto se puede soportar. Cierra los ojos. Mueve la boca. Toma conciencia de los movimientos. De la presencia. Observa el ritmo de la respiración. Se levanta la remera y se mira la panza. Tiene una pelusa en el ombligo. Se la quita. Baja la remera. Vuelve a observar la plenitud de su cuerpo. Existe. Julito, existe. Existe. Esos ojos que se miran. Existe y siente lástima, una lástima de esas que nacen de vaya a saber uno dónde, y estira el brazo, apoya la mano sobre el espejo, sobre esa imagen, esa figura que es él y bruscamente se retira. Camina hacia la ventana. Abre el vidrio. Se asoma hacia afuera. Se queda ahí parado contemplando la calle. El sol, el gris de la ciudad, el mezquino verde de los pocos árboles. Hay un hombre para junto a la senda peatonal. El hombre observa el semáforo. Está esperando la señal que lo habilite a cruzar. Y julito que siente que algo lo enerva desde el pecho a la garganta, como una hiedra hirviente, va sintiendo como se le apodera del cuello, la boca, la lengua. Siente un hormigueo. Unas cosquillas hasta el punto de darle una náusea. Aprieta los puños. Fuerte. Los dedos se le clavan en las palmas de las manos. Un hombre intenta cruzar la calle, dice Julito en voz alta. Un hombre intenta cruzar la calle, los autos van y vienen, la gente lo alienta. Se siente ridículo. Piensa que por lo menos siente algo. Un hombre intenta cruzar la calle, los autos van y vienen, el hombre mira para un lado, para el otro, semáforo en verde. Julito sonríe. Semáforo en verde, los autos se detienen y el hombre cruza. Sí cruza, cruza, por Dios cruza. Julito está sonriendo como si las viejas telarañas se hubiesen desgarrado de su boca. El hombre cruza la calle. Sí, sí, sí, cruzó la calle, la gente alienta, alienta a más no poder. Hay olor a fideo quemado en el ambiente. Él está apoyado contra el marco de la ventana. El hombre desaparece de la vista más allá de la otra calle.
|