Eneas, natural de Aquino recopiló la obra del anteriormente desconocido Arquitas de Tarento. Toda la obra del terentino había pasado desapercibida por sus contemporáneos, se cuenta que nadie leyó nunca ninguno de sus textos. Estos quedaron guardados en un cofre en la casa donde nació, su madre Megara, allí los encerró para que nadie pudiera nunca encontrarlos, tal era el pánico que hacia ellos sentía que no se atrevió a destruirlos por miedo a acercarse ni instó a nadie a hacerlo por miedo a que alguien descubriese aquellos textos.
Pero el azar dispuso a Eneas la propiedad de la casa dos siglos después, al mudarse este a Tarento, durante ese tiempo no había vivido nadie decían, pero Eneas según nos cuenta en sus Memorias supo que un tal Mneságoras la habitó pero nunca toco nada de la casa. Así fue como Eneas halló aquellos textos que gran impacto le causaron como él mismo nos confiesa en sus Memorias: “En aquel momento no era consciente que mi descubrimiento era tan grande como el Coloso, y su resonancia podía trascender la obra de Homero” (1). Indagó y descubrió además que nadie los había leído nunca. Se dispuso ha difundir su obra, pero pronto se dio cuenta que sería arriesgado. Procedió a realizar numerosas copias de los escritos de Arquitas antes de difundirlo por el mundo helénico. Así pasó 50 años, realizando incesante su labor, el destino que él mismo se había impuesto, realizar cien copias de la obra de Arquitas, días tras día, se cuenta que nunca descansó hasta ver terminada su obra. Cuando en el crisol de su madurez había finalizado la primera parte de su magno proyecto escribió el único documento, junto con otro que nos queda de él, las ya mencionadas Memorias. Epicarmo nos cuenta al respecto en sus Comentarios, que Eneas había visitado el Oráculo de Delfos y que éste le había dado la pista de su misión. Pero es más creíble la versión de Hipólito, el cual niega esta hipótesis al afirmar sobre Eneas en su Historia de los filósofos itálicos, que una vez mudado en Tarento vivió en la ciudad toda su vida, sin abandonarla nunca. Nos dice sobre él que “construyó su propio destino (2)” es más, opina que “Eneas de Aquino no estaba sujeto a las leyes universales de los dioses, que de tiempo incontable habían determinado el destino de los más intrépidos héroes y los más sabios personajes” (3).
Tal fue la magnánima empresa de este sabio, que él mismo confesó tener miedo de dar a conocer la obra de Arquitas, que aun tardó tres años más en decidirse. En esos tres años escribió las Confesiones, donde nos explica la duda que le asaltaba acerca de la revelación de la obra: “soy consciente de tener por posesión un báculo de transformación para la humanidad, temo que lo que estas páginas contienen sobrepasen a las personas de mi tiempo” (4). Tal fue su duda que decidió encerrar en una cámara de la casa todas las obras que había copiado, y dejó a cargo de su sobrina los dos textos que se conservan, Memorias y Confesiones. Ambos textos pasaron desapercibidos durante más de cien años, hasta que fueron recogidos por Epicarmo, el cuál indagó sobre Eneas con poco acierto. Y a pesar de que su discípulo Hipólito completo la obra de Epicarmo tan sólo encontró información acerca de Eneas como para rellenar tres hojas de su Historia de los filósofos itálicos. Pero nunca nadie fue capaz de encontrar constancia de la existencia de Arquitas, y lo más sorprendente es que no quedó rastro de la recopilación que a Eneas le costo más de 50 inviernos.
Aún hoy numerosos historiadores siguen la pista dejada por Eneas y la misteriosa obra del misterioso Arquitas. Aún hoy se preguntan como un hombre consagró su vida al estudio y recopilación de otro. Algunos se han atrevido a insinuar que Arquitas nunca existió, otros que Eneas y Arquitas eran la misma persona. Pero todos se preguntan si existieron las cien copias, y de ser así, dónde fueron a parar, y sobre todo, qué contenían aquellos textos.
(1): Eneas, Memorias. Capítulo III, 89.
(2): Hipólito, Historia de los filósofos itálicos, Vol. III, 134.
(3): Hipólito, Historia de los filósofos itálicos, Vol. III, 133.
(4): Eneas, Confesiones. Capítulo IV, 56.
Quiero añadir que este cuento es mi modesto homenaje al cuentero que me enseñó leer de nuevo: Jorge Luis Borges. |