Taller: Escena de película
Película: Al maestro con cariño
Su padre, inquilino de tierras agrícolas ha trabajado para los mismos patrones desde niño, al igual que su abuelo, las condiciones de vida del campesino no alcanzaban para empeñarse en la educación, no existía una escuela cercana, tampoco se pensaba
que el saber leer y escribir fueran una necesidad, todo estaba escrito en las estrellas, en la dirección del viento y la migración de las aves, el color del cielo y el de las nubes en su peregrinar, la llegada
de la lluvia, los tiempos de sequía que anunciaban las laboriosas hormigas. Si, todo estaba escrito en la tierra que sembraba, en el aire, en los cerros y en su perspicaz intuición.
A Isidoro no le bastó la sabiduría que a su padre y a su abuelo convencieron y decidió al cumplir sus catorce años, sintiéndose ya un hombre, partir hacia donde lo llevaran sus pasos, sabía por los “hablantes” del pueblo que al otro lado de la
inmensidad del predio y del camino existía otra gente, otros pueblos y un océano infinito que no conocía, solo sabía que su color era azul, que se perdía en la inmensidad hasta que se reunía con el cielo.
Guardando unos pocos enseres de aseo, algo de ropa y una hogaza de pan recién horneado por su madre en un morral, salió hacia el camino sendereando una alameda, aún no amanecía y hacía mucho frío, le haría falta ese calor con olor a
leña y eucalipto en el humilde bohío protegido por los sauces y la luna, su hogar, él quería saber el significado de la vida, de las palabras del antiguo libro negro, de hojas amarillentas que leía cada Domingo el cura en la misa, palabras que dejaban a todos los asistentes aterrorizados con las amenazas de rayos y truenos enviados por Dios para castigar nuestros pecados, ni siquiera sabía lo que era un pecado, pero intuía que debía ser algo terrible porque el cura con los brazos levantados hacia el cielo gritaba enardecido su sermón y su rostro violáceo daba la sensación que estaba a punto de ser partido por una centella.
Cuando llegó a la carretera, comenzó a caminar por la berma hacia el Norte, a paso lento y editabundo, dudaba en ocasiones, si volvía no tendría nuevamente el coraje de partir. Una camioneta se detuvo, un hombre la conducía, le hacía señas para que subiera, ya comenzaba a salir de su tierra y no se haría a un lado al primer encuentro desconocido.
El hombre se llamaba Alex, estaba muy elegantemente vestido y lo invitó a acomodarse en el asiento desocupado, a su lado.-¿Cómo te
llamas? –Isidoro Ramos -¿Qué edad tienes? –catorce.-¿A donde vas? –A la capital. -¿Solo o te esperan. –Solo, quiero conocer la vida, leer los libros, saber si Dios nos castiga porque somos malos, no se lo que es ser bueno y lo que es ser malo. –Dios no castiga a nadie, Dios es amor, el cura de tu pueblo debe de haber estado siempre en donde mismo, debes olvidar sus sermones, ya lo verás.
La charla entre el conductor y el pasajero comenzó a ser más cercana, más cordial, más íntima. ¿Y donde irás cuando lleguemos a Santiago?. –Buscaré un trabajo y cuando lo tenga iré a la escuela. -¿Nadie te espera? – No, no conozco a nadie, pero se que me las arreglaré. -¿Te parece que compartas conmigo y nos ayudemos mutuamente? –Si, me gustaría, pero ¿en qué podría ayudarlo yo? –Con tu compañía y que me dieras una mano en la rutina del departamento que he arrendado, es pequeño, pero tiene dos cuartos, por mi lado yo te prepararía para ingresar a la escuela, mi especialidad es la ingeniería pero lo único que logré
buscando trabajo fue un puesto de profesor en un Liceo fiscal, en uno de las comunas más conflictivas de la capital, necesidades e ignorancia, falta de buenas costumbres, eso es lo que por ahora me permitirá seguir trabajando, también estoy solo, ¿te animas?. Isidoro sin dudar le respondió -¡De ahí somos, si señor!
Al día siguiente del arribo a Santiago, medianamente instalados en el pequeño y humilde departamento, Max se presentó ante el director del Liceo para comenzar sus clases, sus jóvenes alumnos cursaban el último año de escolaridad. La sala de clases ya estaba ocupada por ellos, aunque no parecía un aula, sentados sobre los pupitres apoyando las piernas en cualquier otro, las jóvenes desenfadadas, vestidas provocativamente conversaban en voz alta con un lenguaje soez. Ese primer día fue desolador, Max regresó a su departamento deprimido, sería difícil su labor, Isidoro lo esperaba con un departamento aseado y ordenado, compartió su pan con él y mientras Max preparaba su camisa para el día siguiente, le contó a Isidoro lo ocurrido para luego comenzar con los primeros pasos para enseñar a Isidoro las vocales y sus sonidos.
Día a día se repetía el regreso del profesor abatido,
desconcertado. Isidoro lo respetaba tanto como lo admiraba, intentaba animarlo pero Max se encerraba en el mutismo, aunque en ocasiones le
comentaba algunos desagradables incidentes.
-Qué edad tienen sus alumnos señor? –Ya son mayores de edad, adultos que en muy poco tiempo saldrán a enfrentarse con el mundo- -Y usted, disculpe, ¿por qué los trata como niños?, en el campo a los dieciocho años ya somos hombres, nos casamos, somos padres, trabajamos para ganarnos la vida, desde que canta el gallo hasta que comienza el atardecer-
Era la respuesta, sus alumnos eran adultos, potenciales delincuentes, un adolescente que temía a Dios, pero más al cura de su pueblo,
analfabeto, le había recordado el concepto fundamental.
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