No existe dolor más grande en este mundo que el dolor que de ningún modo se beneficiará siquiera de la paz insuficiente del consuelo.
La fotografía de una niña de once años sonriendo feliz, hoy, inconsolablemente perfora en lo más profundo el alma de un país infelizmente acostumbrado a tener que sobrellevar (cada vez con mayor frecuencia) la pérdida irreparable de inocentes que mueren como soldados en una guerra, penados por las ambiciones desmedidas de terceros y en el cual uno se siente de alguna manera involucrado.
Este atentado irracional de la barbarie sólo deja al descubierto la atrocidad más escalofriante de la miseria humana.
¿Qué odio tan inhumano puede existir en una persona para cometer tan bestial asesinato contra una vida que aún no conocía un mundo más allá de muñecas y juegos infantiles? ¿Qué justificativo puede existir para arrebatarle la vida a una niña que todavía soñaba con princesas de vestidos de colores y príncipes fantásticos? ¿Qué manos fueron capaces de asesinarla después de escuchar el espanto de su llanto, después de advertirla temblando aterrada? ¿Qué corazón tan oscuro pudo quitarle la vida después de mirarle sus ojos ahogados de lágrimas, de incomprensión? ¿Cuánta bestialidad aún no hemos descubierto en el corazón del hombre? ¿Cuánta perversidad todavía vive oculta entre sombras, acechándonos, persiguiéndonos en parques, en calles sin nombres, en avenidas, en nuestra propia casa?
La tristeza, la impotencia, se clavan como espinas en la carne mientras no dejo de pensar que Candela también es Sofía, es Ana Kiara, es Ian, es Isabella, cuatro de mis más pequeños e inocentes sobrinos.
Hoy, recordándolos a ellos en su propio mundo de risas y juegos es que no pude contener las lágrimas pensando en esa fotografía de ángel que me sonreía desde el televisor. No pude soportar su mirada. No pude resistir el dolor pensando que su cuerpito fue encontrado dentro de una bolsa de nylon, asfixiado, golpeado y arrojado como un desecho a un descampado. Sentí unas ganas incontrolables de voltear las paredes, de pegar mi cabeza contra este mundo tan extraviado, tan equivocado en el camino, tan enviciado, tan enfangado por la avaricia, por el odio, por la venganza, por la corrupción, por la impunidad, por el poder, por el dinero.
No pude hacer otra cosa más que llorar, sin que eso fuese consuelo absolutamente de nada.
A veces me pregunto si Dios tendrá algún otro plan para este mundo. El de la paz y el amor entre los hombres está cayéndose a pedazos.
No puedo dejar de pensar en esa niña, en su sufrimiento, en el calvario de sus últimos diez días, en su humanidad tan tierna, en su inocencia, en su fragilidad, en los sueños que pudo haber tenido.
Tal vez hubiese sido una gran estrella de cine, o alguna eminencia en medicina capaz de librarnos de alguna peste, de algún mal; tal vez hubiese sido una gran deportista, de esas que nos hacen sentir orgullosos, o tal vez, sólo hubiese sido una persona simple, con un simple mensaje de amor.
Nunca lo sabremos.
Me pregunto si la muerte de Candela será una muerte más, si será igual a tantas otras muertes en esta parte de la historia de la miseria humana, y por alguna extraña razón, no puedo responder más que con mi agrio silencio sabiendo que mi propio nombre, hoy más que nunca, en cualquier momento puede nombrarse así: Candela.
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