Puedo explicar con fidelidad el instante preciso en que Ana empezó a meterse en mis pensamientos. Lo que no puedo decir con exactitud es cuántos años teníamos los dos; pero sí en qué ocurrencia del desatino sucedió todo. Fue en un accidente miserable de la vida; puedo recordar, de esos relámpagos de momentos que cuando el tiempo pasa, quedan naufragando enlutados en un mal recuerdo. En uno de esos cimbronazos inmortales que quedan deambulando por varias vidas dentro del corazón, y uno al final no sabe en qué infame descuido los encontró, transformándolos en un suspiro; en ingratos amores tardíos.
A decir verdad, así sucedió.
Una noche, un amigo me dijo que lo acompañase hasta la casa de alguien. No especificó quién era. Sólo me llevó en la parte trasera de su moto, de modo que difícilmente pude haber evitado ese accidente miserable al cual antes hacía referencia.
Lo cierto es que Ana llegó, saludó sólo a él, conversaron por unos instantes parados sobre una vereda de losetas, en la esquina de su casa; creo, bajo una luz tenue, de esas que buscan los galanes fugitivos para marcar “su posesión” con las manos, con los besos.
No escuchaba qué decían en su balbuceo, tal vez pactaban algún encuentro para esa noche, o tal vez enfrentaban los dialectos de los amantes adiestrados. Nunca lo supe. El contacto entre ellos los depositaba un par de peldaños por encima de una simple amistad, lo supe en el momento en que vi el movimiento delator de su cuerpo, su sonrisa contenía esa tibia sensación de entrega; perceptible, indudable. Mordiendo su mirada la mirada de él, cautelosa, insinuaba sutil el deseo que quizás los llevara a encontrarse esa noche. Como tantas otras sucedieron después. Eso sí lo sé.
Llevaba puesto unos pantalones negros de un revestimiento liviano, apresando insolente sus cadera y sus muslos; digamos que dentro de una especie de calza, o algo parecido. No recuerdo si ese tipo de “pantalón” tenía algún nombre en especial. Lo que sí recuerdo claramente, es que pude advertir con claridad absoluta el marcado imperdible de su figura, acaso por no perderme detalle de eso, es que no recuerde con claridad el color de la remera que llevaba puesta en su parte superior. En realidad, ya no recuerdo siquiera si era una remera, una camisa o lo que diablos fuera.
El jugueteo de sus manos reacomodando a cada instante el aguacero de sus cabellos negros, su mirada prometiendo más de lo que tenía para ofrecer, su risa soplando maliciosos jadeos imposible de no apresar y sus ojos espinosos del color de la noche misma, son un recuerdo que difícilmente pueda borrar.
Así fue que Ana, por ese capricho perverso de la vida, “por estar parado en un lugar que no debía”, empezó a enterrarse en mis pensamientos, cada día, cada hora, cada noche maldita. Lo recuerdo bien.
No puedo decir que me enamoré al instante de verla, jamás tuve la oportunidad de acercarme a una exhalación de esa palabra; el sólido armado de su ondulante corrupción amontonaba los perdigones en otro desequilibrio de la razón, al sur del corazón.
No se puede pensar en amor cuando los pensamientos disparan suspiros quemados, cuando el deseo se relame en la mente con o sin sentimientos para aumentar el peso del morbo, cuando la mirada pretende disimular lo que el instinto devuelve sin disimulo previsto.
Verla parada frente a mi, fue poco más que un milagroso castigo. Su pelo negro engreído por el viento acumulaba toneladas de desvarió, su piel de fuego blanco apenas iluminada desataba los demonios retenidos, mientras sus encantos liberados desvivían por alguien que no era yo, y que seguro, ya había tenido entre sus manos lo que en una vida, no seria mío.
Volví a repasar ese encuentro una y otra vez en mi mente en los días que siguieron, sobre todo en las noches, cuando esa mixtura de recuerdos tienden a tornarse un tanto húmedos, pero no quiero deambular por esas generosidades de adolescente ensalzados por la Venus de Milo.
No sé si ella advirtió en algún momento mi presencia perturbada por su presencia, (desearía que así hubiese sucedido) pero sería faltar a la verdad en lo que digo.
Creo que ni por un instante advirtió mi presencia sosteniendo a un costado la moto de mi amigo. Y yo mendigando una mirada que nunca resbaló a pesar de los ruegos al único Dios bendito.
El deseo es trampa, obsesión, es siniestro, nocivo. Es el detonante para que una quimera nos lleve a perder en un instante cada migaja de cordura establecida, para que nos condene a pensar en ella como en una Eva violenta en el paraíso; pero siempre guardado en secreto, por una mente que sabe explotar las perversiones.
Puedo jurar que la desnudé mil veces en ese porfiado azote del tiempo, y mil veces más en mil momentos distintos. Pude aquietar su risa agitada y temblorosa, doblegar sus arrebatos evasivos, derrotar sus palabras de amor y de olvido, conquistar la batalla de sus botones definitivos, ganarme el perfume natural de su piel, recorrer con mis dedos el desierto erizado de su piel blanca, incrustarme hasta sangrar la púa de sus gemidos, agolparme en el perdón de sus labios perdidos, complacer al impulso instintivo de sus caprichos, apaciguar el fuego que su mirada guardara por siglos, agotar los oleajes en el ardor de su juventud transgresora, traviesa, revoltosa; beber una y otra vez del estanque agotado de su cuerpo expandido.
Imaginarla derrumbaba cada puntal antes sostenido. Ella tenía ese endemoniado don. Sé, que estaba al tanto de su magnetismo; su simpleza ahogaba las reacciones, alteraba la tranquilidad en la monotonía de los pensamientos ligeros, frívolos.
Cada noche me acordaba de ella deseando quebrantar los códigos que reclaman los amigos para comer de una fruta que bien, de uno pudo haber sido amor lícito.
¿Puede ser tan cruel un deseo, que lleva la mente a un estado tan palpable, tan cierto, tan inexplicablemente perpetuo en el tiempo?
Si el destino nos hubiese emboscado en un encuentro real, en ese momento en que su humanidad entera pervertía por igual noches y pensamientos limpios, tal vez los océanos hubiesen conspirado y nos hubieran empujado a navegar hacia el mismo puerto; quizás al entendimiento pasajero, quizás a quedar prisioneros, desenmascarados ante una mirada sin tiempo ni prejuicios. Quizás hubiésemos sufrido. Quizás el amor.
Aunque ella hoy, descarte esa ilusión.
Tanto para mí, como para ella, es improbable hablar con certezas de algo que nunca sucedió.
Quiso el destino, Dios, o quien quiera que maneje los momentos puntuales de una vida, que todo lo que yo deseaba sucediera conmigo, lo concretara un amigo primero (mal que me pese recordarlo), y algún que otro desconocido después.
Y si bien mis deseos de conocer a Ana fueron menguando por ausencias inadvertidas y por lo antes dicho, cada vez que la veía, otra vez explotaba la locura de querer tenerla. Aunque ella, tal vez inconsciente, siguiera caminando por este mundo pensando que existían otros hombres que pudiesen sostener su mano. Menos la mía.
El desencuentro de lo que uno anheló en el pasado, difícilmente pueda concretarse tal cual los recuerdos perdidos.
Siento que nada de lo que haga en un futuro, puede quitar las manos de los que antes la tuvieron como yo quise tenerla. Más, si rebota incansable en mi memoria un recuerdo puntual, el cual es difícil de aceptar en mi mundo para con ella. Y mucho menos se pudría olvidar.
Sé que los equívocos de otras personas no tiene porqué intervenir si uno desea realmente acomodarse en un sentimiento sano. Soy conciente de eso. Pero es difícil concernir los besos cuando el jarabe ya se lo llevaron otros labios, cuando en el cuerpo quedan las marcas de una vida que se esfumó, cuando la risa ya no tiene la misma alegría, cuando el pasado vuelve y los recuerdos se convierten en espinas para el corazón, cuando las prioridades ya no es lo que tenemos en frente, cuando la vida misma se encargó de derribar lo que antes hubiese construido un imperio.
Hoy, después de tantos años puedo besar los labios de Ana como lo deseé un día. Hoy escucho su risa, observo sus ojos, beso su rostro, acaricio su pelo negro, puedo tomar sus manos, adormecerme en el blanco de su piel, merodear sus puntos débiles, disfrutar de los silencios de su mirada, secuestrarla alguna noche para perderme en lo que hace tiempo perdí.
Pero su vida es otra vida. Ya no es la que vi. Ha dividido sus prioridades. Feliz, de haberlas conseguido; y yo, no encajo en su mundo. Como antes. Aunque nos veamos, nos besemos y riamos a carcajadas como dos adolescentes precoses en una plaza a media luz.
Su mundo ya no es el mismo. El mío da igual.
Nunca tendré la mirada que pudo haberme dado, ya no podré disfrutar su resistencia en caricias que viaje mas allá, ya no podré derrochar un tiempo libre junto a ella, su rebeldía ya no carcome el deseo irrefrenable y el apetito de ayer se congela en un momento que ya no es mío.
Tal vez no deba seguir con la pretensión de querer atrapar un recuerdo perdido, tal vez no deba seguir atado a un pasado que no se pudo palpar y los recuerdos que quedaron mucho menos, se pueden olvidar. Tal vez no deba seguir viéndola y besándola deseando que vuelva a ser lo que el tiempo impiadosamente borró.
Que sea libre, como el viento. |