Febrero había llegado con lluvia, con baja temperatura a pesar de la estación, refrescando, en parte, los intensos calores soportados en enero. De igual modo, el verano había tenido condimentos de sobra, tantos o más que los años anteriores: amigos, borracheras, playa, sol, y sobre todo mujeres; mujeres con diferentes alternativas según la noche: mujeres inseguras, cómodas, mujeres generosas, seductoras, mujeres desleales, y las infaltables; las que llamábamos “integrantes de la hermandad”, pues pensaban igual (por así decirlo), se maquillaban igual, se vestían igual y ninguna ocultaba su definida obsesión para cada lujuriosa noche en sus vacaciones con amigas, demostrándolo sin censura, noche a noche, en la barra del boliche en el que trabajaba, donde cada madrugada empezaba nuevamente la madrugada anterior, con un condimento inexcusable en cada verano: la variedad. Era como vivir dentro de una enorme bola de luces dando vueltas siempre en el mismo lugar.
La música arrancaba moviendo los dibujos sinuosos de cuerpos trabajados durante todo el año para exhibirse salvajes durante quince días de locura. La luminaria acosaba los cuerpos más ardientes, los más audaces, transformando las noches en noches de cacería. Cada paso que se daba tentaban al total desequilibrio, mientras el alcohol poco a poco le levantaba la blusa, le quitaba el sutien a la noche, acariciando sus muslos de cerdas cálidas.
Así, pasaban las horas, y las noches.
La elección duraba unas cuantas botellas de ron. Entre trago y trago, con el resto de los barman de la barra escogíamos la insinuación más carnal, la ondulación más perfecta, la mirada más insinuante para terminar la noche igual a las anteriores; desnudo y promiscuo después de la urgencia, enfrentado por las mañanas a una mirada de extraños, con un número de teléfono perecedero en algún bolsillo y una inexistente exigencia por saber quiénes éramos.
Cada noche la anarquía sobornaba la resistencia de la sensatez en el boliche de las mancebas indulgentes, “Kilómetro XX”. Así se llamaba el boliche donde trabajaba. Enclavado en el centro de uno de los balnearios más concurridos de la costa argentina.
El recambio turístico se producía cada quince días, las intenciones de los que llegaban eran las mismas que habían agotado los que empacaban para regresar a casa. Cada quince días, todo volvía a empezar en un verano gemelo de otros.
Así funcionaba mi vida por esos años, cinco años de mi vida se repitieron de igual modo para ser más preciso. Sumergido en el bullicio de interminables noches impostoras.
Cuando el verano terminaba, volvía a Buenos Aires, donde otro boliche con igual nombre y mismo dueño me esperaba para seguir preparando tragos noche tras noche, saturando la indisciplina de los instintos.
Llegué a Retiro en la tarde de un cinco de marzo. No recuerdo bien a qué hora exactamente, tal vez cerca de las seis de la tarde. La ciudad había recuperado su volumen y sus repentinos aguaceros. El gentío empezaba a agolparse en las paradas de los colectivos, en las estrechas callejuelas, en los kioscos, en los lugares de comida al paso, en los pasos de cebra esperando que corte el semáforo para cruzar las calles. Los bocinazos de los autos, el humo de los colectivos, la histeria, cada cosa estaba bien empotrada en su lugar, tal cual la había dejado tres meses antes de marcharme a la costa.
El calor era el protagonista de ese día inesperado, se filtraba entre el jeans y la remera, adhiriéndose a la piel por la humedad. El bolso que cargaba en uno de los hombros aumentaba el mal humor y el cansancio. Necesitaba llegar urgente a casa y darme una gran ducha cuanto antes; y después sólo descansar tirado en la cama, escuchando música suave hasta que los ojos se cerraran solos por el agotamiento del viaje.
Decidí tomar el subte a pesar del calor, el horno en que se transformaba ese laberinto cuando la temperatura superaba los treinta grados en la ciudad, no era aconsejable para nadie; pero era el trasporte más rápido para llegar a destino. Entonces decidí descender.
Era casi imposible bajar las escaleras con el bolso a mis espaldas entre gente que subía y bajaba todo el tiempo a empujones. Los empujones entre extraños no ameritan una disculpa cuando cada ser humano en esa caverna infernal parece una máquina programada sólo para desconectarse una vez llegado a destino. A duras penas llegué hasta el lugar donde compré el boleto que me llevaría hasta el barrio de Belgrano, donde antes de llegar a casa, pasaría a ver un amigo para entregarle un dinero que otro le enviaba.
Después de sortear al guardia, por fin descansaba del enorme bolso bajándolo a mis pies, el calor era insoportable, esperando que llegara el subte parado en el andén, relajaba los músculos del cuello moviendo la cabeza una y otra vez hasta que la barbilla tocara cada hombro, aliviando así los músculos tensos. Pensaba en la rutina que me esperaba en los días que llegarían cuando la vi parada a uno de mis costados, a un par de metros de distancia y separados por cuatro o cinco extraños impacientes que desconocieron su belleza. Parecía un milagro del amor, un sueño estancado en la estación. Su pelo mojado por la imprevista lluvia la hacia mil veces más hermosa, llevaba un paraguas en una de sus manos, acomodaba una pequeña cartera negra en el mismo hombro de su mano libre y de a ratos, simulaba un abanico apantallando el calor húmedo impregnado en su rostro, en su cuello y en el escote asomando apenas entre un par de botones desprendidos de su camisa blanca. Parecía que la lluvia había sorprendido sus rizos de cobre apagando su luminosidad, y pude observar embobado el esmeralda lustroso de sus ojos cuando cruzamos por unos segundos la primer mirada. Segundos que duraron un siglo.
Me tembló el cuerpo entero en el instante en que retrocedí mi rostro, algo incómodo por saberme descubierto. Volví a observarla y ella bajó su mirada y pude advertir también su incomodidad al saberse descubierta. Era realmente hermosa. Un calambre de hielo cruzó feroz todo mi cuerpo. Me transpiraban las manos mientras mi corazón juraba que la conocía de otra vida. Esa imagen detenida en el pensamiento me paralizó. De verdad sentía dentro de mí que la conocía sin haberla visto jamás en mi vida. Volteé para mirarla nuevamente y ella estaba observándome con la misma sensación, lo pude descubrir en el agudo brillo de su mirada, en el grito delator de sus ojos, en la fuerza que usaba para cerrar su puño, para morder su labio intentando pasara el temblor.
Era yo para ella, lo que ella para mí, lo sé.
El subte llegó y odié ese instante, no deseaba irme a ningún lugar, intenté retener mis pasos pero observé que ella, después de regalarme otra ráfaga de su mirada, entró en el vagón, como invitándome a seguirla.
Me acomodé como pude mediante groseros empujones para que no se alejara demasiado de mí. De pronto se sentó al lado de una de las puertas de entrada, y permanecí estático a unos metros de ella. Estaba nerviosa, tanto o más que yo, podía advertirlo aun sin mirarla. Ella se sabía merodeada. Su mirada, caída, espiando de a ratos el jugueteo entrelazado de sus dedos lo decía todo. No podía dejar de mirarla. Por más que lo intentaba mis ojos terminaban acurrucados en su piel blanca, en su pelo mojado, en su timidez al sentirse acechada. Una clara revelación dominó ese momento de desconcierto.
Ella era todas las mujeres que había conocido, ella era todas las mujeres que a mi manera amé, era todas las que me abandonaron pegando un portazo de frialdad, ella era todas las que engañé intentando encontrar un amor que nunca encontré, ella era todos mis fracasos de amoríos ingenuos, de promesas que nunca fueron tales, de eventuales relaciones sin sentido que terminaron en odios innecesarios; era todas ellas en una sola mujer: era Mariel, era Ianina, era Valeria, era Carla, era Alejandra, era Laura, era todas esas mujeres que había conocido en todos esos veranos de arrebatos y fríos de amor y que ahora, sólo vivían envueltos en papeles extraviados que guardaban dentro un teléfono que jamás sonó.
Hubiese cambiado todo lo antes vivido por haber estado un minuto de frente a sus ojos, por haber sentido su respiración limpiando el atajo de una caricia, lo hubiese dado todo por haber podido tomar su mano, por haber podido sostener su mirada entendiendo que la suya, también se disponía a arrojarse al abismo, lo hubiese dejado todo por haber estado a centímetros de su boca, donde el beso ya es beso antes de tocar los labios.
La primera estación llegó, el recambio de pasajeros se reorganizó en cuestión de segundos, ella seguía en el mismo lugar, y yo intentando detener al tiempo en el mío. Ella alzó su mirada para observarme, como asegurándose que todavía estaba ahí. Nos miramos por un instante, y juro que logramos detener el tiempo. No existía nada más en el mundo que su mirada plantada frene a la mía, la mirada de dos extraños que sentían haberse amado en otra vida era esa mirada, el espanto del corazón al revelarlo en el silencio del tiempo detenido, lo confirmó en ese relámpago de segundos.
Nos hablamos con la mirada, nos dijimos lo que sabíamos sin decirnos una sola palabra, nos amamos en ese instante por todo el tiempo que tuvimos perdidos, deambulando como perros vagabundos por una vida sin amor desde la última vez que nos perdimos.
Otra parada llegó y mi corazón sentía el asfixio al entender que uno de los dos bajaría antes que el otro. De repente lo imaginado sucedió.
Ella se levantó inesperadamente, algo sorprendida, evidenciando que su parada no era esa, que había pasado inadvertida y al estar cerca de la puerta de entrada, el tiempo que utilizó para bajar fue demasiado breve para mis intenciones de retenerla, de seguir sus pasos entre el amontonamiento de pasajeros, más obstruido aún con el bolso que no me permitía hacer que dos pasasen en una misma dirección. El subte nuevamente inició su movimiento de fuga y en un segundo sus puertas se cerraron para siempre, dejándome en la memoria hasta el día de hoy, el ruido a calvario, a dolor que produjo al juntar sus puertas.
Mi mundo para con sus ojos, su pelo, su mirada terminó en ese instante, el vacío clavado en el pecho mientras el subte me alejaba de ella no tenía consuelo, mi corazón suplicaba de impotencia y mi cara de desesperación no pasaba inadvertida para el resto de los pasajero que me observaba con cierto temor, como descubriendo un loco incomprendido encerrado en medio de su vagón.
Llegué a la puerta cuando el subte ya marchaba hacia la próxima estación, ella quedó de frente, estática en el andén mientras transeúntes ocasionales caminaban delante y detrás de ella ignorando su sufrimiento. Era un ángel, ella era un ángel en medio de ese infierno de locos.
El lustroso verde de sus ojos se hundió en los míos, y antes de que el subte empezara a volverla diminuta alzó su mano para decirme adiós, como sabiendo que no existía otra opción más que volver a perdernos, como entendiendo que ésta no era la vida de nuestro primer beso, como afirmando que el destino otra vez, volvía a tendernos una trampa.
Su imagen diciendo adiós condenó para siempre a mi corazón a vagabundear en la indigencia de los sentimientos, agolpando en mis ojos la cobardía de algunas lágrimas que jamás intentaron ser un desahogo. Pero al mismo tiempo, ese último retrato es el recuerdo más hermoso que me quedaron de sus ojos, y aún los veo, cada vez más claro mientras continúan acumulándose los años.
Siguiendo lastimosamente los dictámenes de la nostalgia y la esperanza, durante poco más de dos meses volví a la misma hora en la misma estación donde la vi por primera vez. Buscando su rostro entre miles de rostros vagué perdiendo la noción del tiempo, pero jamás volví a cruzarme con aquella mirada de ángel.
La veía como un fantasma esperando que llegara el subte, parada en el mismo lugar de la primera vez, imaginándome otro final, imaginándonos trepados a ese vagón en un viaje sin retorno; pero ella nunca volvió por mi corazón.
A menudo mi mente deambula incansable por ese laberinto de máquinas insensibles, buscándola en algún rincón, padeciendo día a día un infierno que aún hoy siento mío.
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