Elena esperaba el segundo llamado, a oscuras. Lloraba. El primer llamado la destrozó. Observó su enorme casa a oscuras, y siguió llorando.
La casa era grande, espaciosa, con un inmenso jardín que se observaba desde los ventanales a ambos laterales de la puerta principal.
Elena la había refaccionado por completa bajo su estilo. Una vez terminada, no parecía de un siglo de vida, como lo era. Su creatividad innovadora en ese aspecto era indiscutible, su gusto para ese tipo de sutilezas, era sencillamente exquisito.
Una enorme sala de bienvenida se dejaba observar sobria, distinguida, al entrar. Eligió en persona la nueva decoración. Seleccionó los cortinados para los ventanales, el empapelado para los ambientes, los cuadros para las paredes, las alfombras para el comedor y la escalera, los tapizados para las sillas y sillones, el escritorio barroco para la biblioteca, la vajilla de porcelana para la cocina. Controlaba cada detalle con absoluto entusiasmo; se desvivía por acomodar cada ramo de rosas rojas en los antiguos jarrones apostados sobre las mesas, y desparramar los jazmines en pequeñas vasijas blancas al lado de cada espejo. Quería que la casa fuese el reflejo de lo que ella soñó desde niña. Se pasaba horas repasando cada rincón, reacomodando cada detalle fuera de lugar. Su casa siempre olía a flores recién cortadas, a muebles recién lustrados, a felicidad recién horneada.
El segundo de sus sueños era una realidad palpable, y empezó a edificarlo al instante que su abuela le regalara la casa, antes de su casamiento. La sorpresa de su vida.
Sentada en una mecedora que antes era de su padre y primeramente de su abuelo, Elena no quería verse llorar. Pero el triste silencio de su casa, la oscuridad y el dolor de sus pensamientos eran demasiado para sus pretensiones de mujer inquebrantable. Ya todo se había derrumbado.
El teléfono sonó por segunda vez. Elena lo dejó sonar mientras rearmaba su corazón diezmado, abrumado. Del otro lado del tubo se escuchó la voz encrespada de Santiago repitiendo:
–No hay ninguno, ninguno de los dos, no los pusiste, acá no están –Elena volvió a repetirle lo mismo que en el primer llamado:
–Yo misma los puse ahí, con el resto de las cosas, tienen que estar ahí, tienen que estar ahí –repitió.
Santiago colgó otra vez, furioso. Elena rompió en llanto. Abrazando el teléfono que volvió a endurecer cada uno de sus temores se escuchó llorar desdichada en la inmensidad de su casa, completamente infeliz, por primera vez en su vida.
Elena lo había dejado todo por formar una familia, ese siempre fue su sueño de mujer. Desde niña jugaba a tener un marido, una casa grande, un inmenso jardín de jazmines y rosas rojas, y tres hijos correteando en él. Cuando conoció a Santiago en la facultad de arquitectura, supo de inmediato que era el hombre de sus sueños. Con él quería llegar hasta el último día de su vida, lo tenía decidido a pesar de su juventud, y de su belleza.
–Oportunidades nunca te faltarán –le aconsejaba su abuelo, pero cada paso que ella elegía dar, era irrevocable–. Es igual a su madre –repetía su padre.
Cuando Santiago se recibió de arquitecto a ella le faltaban dos años para terminar su carrera, pero eso no fue un impedimento para dejarlo todo y seguir tras sus sueños de niña. Se casaron a los dos meses de recibido Santiago, enamorados por completo. Parecían un príncipe y una princesa saliendo de la iglesia de San Patricio, y la fiesta para celebrar la felicidad de los dos, fue la más grande que se recuerde en la familia.
El teléfono sonó por tercera vez. Elena no quería atender el llamado. El teléfono seguía sonando furioso. Elena levantó el tubo, cubiertos de lágrimas sus ojos escuchó la voz alterada de Santiago repitiendo a los gritos:
–Mi ropa interior no está, no está, no está por ningún lado –y colgó antes que Elena pudiese contestarle.
Ella dejó el tubo a un costado, desconectado. El sonido entrecortado del tono se mezclaba con su llanto violentando el silencio de la casa. Pensaba en sus cinco años de matrimonio, en el amor intacto que aún sentía por Santiago. Se castigaba cuestionándose una y otra vez que, si hubiesen tenido un hijo antes, como ella quería, si correteara alegre por la casa, todo sería diferente; nada hubiese perturbado su mente, y su vida aún rodaría por las alegrías y la felicidad que soñó siempre. Se convenció al pensar así, en que un hijo lo hubiese tapado todo. Se sintió culpable por eso, por respetar demasiado tiempo la decisión de Santiago, y su llanto ya no tuvo fin.
Elena lo tenía todo, una familia rica que la respaldaba, que le respetaba sus decisiones, que la quería. Un marido ejemplar que se desvivía por ella, que la amaba; al igual que ella por él. Elena se desvivía atendiendo a su marido, le cocinaba cada noche a pesar del cansancio, le preparaba el desayuno en las mañanas, el almuerzo al mediodía, nada la hacía más feliz. Acomodaba meticulosamente su vestuario en los enormes roperos de modo que él no tuviese ningún problema a la hora de buscar su vestimenta; los trajes en un lugar, las camisas en otro, los pantalones en otro, las remeras igual, la ropa interior el los cajones, al igual que las medias, los calzados en los zapateros, no se le escapaba detalle alguno, hasta le preparaba lo que necesitaba cuando Santiago iba de pesca una vez por mes con sus amigos. Un matrimonio feliz, era lo que tenían ambos, jóvenes los dos aún disfrutando de la vida como dos novios nacientes. Las amigas de Elena a diario le remarcaban lo afortunada que era al tener la vida que tenía. En realidad no hacía falta que nadie le remarcara lo que ella misma vivía cada día, aunque en el fondo, sentía complacencia en la envidia de sus amigas.
Pero desde hacía un tiempo, Elena deseaba tener un hijo. La decisión de Santiago la hizo dudar en un primer momento, y la convenció después.
Ella formaba un equipo con su marido, ambos encaraban los proyectos de trabajo y los ejecutaban juntos una vez concretados, se apoyaban bastante el uno con el otro. Las propuestas empezaron a llegar, se empezaron a acumular y ese fue el motivo principal en las palabras de Santiago para no ser padres aún. Tenían demasiado trabajo, demasiados compromisos que no mermaban con el paso del tiempo, y que por el contrario, se incrementaban.
–No podríamos brindarle al bebé el tiempo que necesita, no podemos ser tan egoístas –decía Santiago.
Así fue que tomaron la decisión primera, que a pesar de un par de cuestiones planteados por Elena, podría decirse que fue de común acuerdo.
Pero cuando una mujer quiere tener un hijo, lo tiene, y nada puede frenar ese deseo. Y Elena no fue la excepción. Al fin, el sueño que anheló desde niña tomaría su forma definitiva. Ella lo decidió así.
Lo único que no tuvo en cuenta fue que la noticia más esperada de su vida; la de un hijo en su vientre, llegó justo en el momento en que se le clavó una duda como una espina en el corazón, una incertidumbre que le costaría cada uno de sus sueños.
Lo único que deseaba esa noche desde lo más profundo de corazón, del alma, era que no sonara el teléfono cuando sonó por primera vez.
Elena pasó ese fin de semana encerrada en la holgura de su casa, esperando el momento que llegara Santiago, llorando una y otra vez, pensando sobre por qué razón la vida no le dio el final feliz que soñó desde niña, observando a oscuras por los ventanales el jardín de jazmines y rosas rojas, que parecía marchito.
Cuando Santiago entró en la casa, eran las tres de la madrugada de un silencioso lunes veintidós de noviembre. Ni bien abrió la puerta, Elena pudo sentir cómo el olor a alcohol invadía su casa. Sentada a oscuras en la vieja mecedora de su abuelo esperaba que Santiago encendiera la luz.
Santiago cerró la puerta, colocó su equipo de pesca a un costado de la puerta y encendió la luz:
–¡Casi me matás de un susto! –exclamó Santiago llevando las manos hacia el pecho ante el desconcierto que le causó la presencia de Elena en la mecedora, a oscuras.
–No podía dormir por el calor –contestó Elena imperturbable–. ¿Cómo les fue con la pesca? –replicó al instante, aún glacial. Santiago la miró paralizado.
–Bien –contestó a secas, sin mirarla–. A los tres nos fue bien, mejor que otras veces –dijo Santiago queriendo dar por finalizada la conversación.
¿Encontraste tu ropa interior? –replicó Elena, meciéndose suavemente.
–No, pero no importa –contestó Santiago, nervioso, intentando obviar una plática que sabía a trampa, y levantó su equipo de pesca para guardarlo.
Elena explotó en un segundo. Se levantó de la mecedora, martilló el revólver que temblaba entre sus manos, le apuntó, y entre gritos y llanto le ordenó:
–¡Abrí la caja de los anzuelos, abrí la caja de los anzuelos! –Lloraba. Le apuntó con el revólver tiritándole entre las manos.
Santiago no podía creer lo que pasaba. Pálido le pidió que se calmara, que bajara el arma, pero Elena le gritó más fuerte todavía, que abriera la caja:
–¡La caja! –repitió desequilibrada.
Santiago temblaba. La abrió y su humanidad entera quedó paralizada. Sus calzoncillos estaban dentro, intactos, como sus anzuelos.
–¡Hijo de puta, te amaba, te amaba! Desde acá puedo sentir el olor a puta –dijo Elena, ahogada en su propio llanto, y continuó:– Te odio, te odio por arruinarme la vida –se tomó el vientre con una de sus manos. Y pesándole, temblándole el revólver en la otra, cerró los ojos y soltó el primer disparo en el estómago, el segundo en los genitales, y el tercero en el corazón. Los seis restantes los desparramó por todo el cuerpo. |