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Ella tenía para ofrecer sólo su corazón. Tal vez su ingenuidad pueblerina la llevó a demostrarle más de lo que él se merecía. Tal vez ella pretendía morir de amor, como en cada una de las novelas que dormían al costado de su cama. Tal vez sólo deseaba querer a alguien, como todo el mundo quiere. Quizás ella tenía tanta sensibilidad como belleza y sus sueños corrían tan aprisa que no daban tiempo a reflexionar a la cordura. Seguramente sólo buscaba concretar su decolorado sueño de amor, y ser feliz sólo con eso.

Sé que buscar el beso que le estremeciera las entrañas, que le hiciera saltar a los descarríos de la locura era lo único que anhelaba arrebatarle a la vida. Siempre tuvo más apego, más ardor para entregar del que le pedían.

Él jamás pretendió una minúscula mirada de amor el día en que la conoció. Sus noches estaban más cerca de burdeles de poca monta que de “Un lugar llamado Notting Hill”, y su sueño americano pasaba más por empalagarse en la geografía carnal de sus conquistas, antes que hacerse rico de la noche a la mañana. Su prontuario amoroso, en consecuencia, detallaba un sinfín de corazones rotos, fugitivos todos ellos de dolor, y ningún recuerdo añorado de cálidas caricias en las mañanas.

Ella nunca escuchó los consejos de que él no era conveniente para una hermosa joven recién llegada a la ciudad. Todos conocían su pelaje y su frialdad al decir adiós después de saciado su apetito. Pero si algo tenía de bueno; y lo tenía, era que nunca mentía con respecto al amor, jamás decía te quiero, te amo o te necesito para conquistar una mujer. Pero a ella nada le importo más que sentir el beso que le devolviera la vida, que la estremeciera por dentro, sólo deseaba encontrar la mirada que le hiciera saltar el corazón de un solo golpe, la caricia que la introdujera de una vez por todas a ser ella la protagonista de las incontables novelas de amor que había leído. Sólo deseaba empotrarse a como diera lugar en la vida de él y despedazarse de amor cada día.

Nadie lograba entender cómo una muchacha tan hermosa, podía enamorarse así de un hombre que nunca valió la pena cuando sacaron su cuerpo inerte de una bañera de mar rojo, sangrando sus muñecas más sueños estancados que amor verdadero.

Cuando ella llegó a la ciudad quiso sepultar cada día antes vivido. Su viaje llevaba un rótulo infinito de esperanza. No repetiría su calvario. No después de los años que sufrió. En nadie se refugiaría para consolar su llanto. Nadie sabría lo padecido en su vida anterior, sería un secreto guardado bajo siete llaves. Moriría antes de revelarlo.

Al tiempo de haber llegado a la capital, comenzó a trabajar en un bar, en una zona turística. Sus rasgos de suave belleza y su cuerpo brotado de frutas y miel perturbaban por igual a cada vislumbre de insinuación que atrevía a colgarse de su sonrisa, de su mirada de ángel perdido.

La fiebre de su magnetismo volvería a traicionarla, como la primera vez. Pero en esta ocasión, sería fatal.

Él trillaba aquella zona en busca de amoríos sólidos en aventuras cuando la vio por primera vez. Fue indiferente al primer contacto de sus enormes ojos negros. Pero las noches fueron pasando y su belleza fue amansándolo mientras mordía su mirada el vaivén endemoniado de su rulé, el hechizo devastador de su simpleza. Luego su corazón se asfixió, y ya no existía otra intención más que aspirar cada noche el perfume embriagador de su belleza. Derrotado, sin argumento alguno por sostener, sin querer admitirlo una milésima de segundo; supo que estaba muerto, intoxicado por el narcótico demencial de sus líneas, de su exquisita finura.

Su mirada nunca frecuentaba dos veces los mismos ojos. Una vez elegida su presa, sostenía su impacto visual de buitre sobreentrenado el tiempo que necesitaba para dejar en claro su mensaje de gula carnal. Luego las ignoraba; y esperaba. Ellas hacían el resto. La táctica pocas veces fallaba. Pero los disparos de su arma letal jamás llegaron a buen puerto con ella. Luján profanó cada uno de los cánones de su resistencia.

La marea subió y no existían salvavidas que pudieran resguardarlo. Todo su dogma naufragó en el vació.

Las noches para conquistarla pasaron de pocas a varias, de varias a numerosas, de numerosas a innumerables. Cada noche se empotraba en el bar donde ella seducía, inocente, corazones solitarios, indigentes todos de caricias y besos, sobrevivientes de madrugadas interminables de ilusiones, Jack Daniel’s, café y cigarrillos.

Él no era así. Su vanidad de seductor áspero lo impedía. Pero con el tiempo su pelaje de lobo hambriento fue menguando hasta desteñirse y confundirse con el resto de buitres arrojados deliberadamente al olvido por la soledad, paralizados en el tiempo por un amor del pasado que no supieron retener, dueños inconfundibles de eternos ropajes negros y piropos rancios intentando resucitar.

Esa noche llovía. Ella, atascada en la puerta del bar, semimojada, maldecía un taxi que nunca pasó. Él, temeroso, se acercó tragándose el corazón que otra vez pretendía salírsele por la boca. Gastando la última ficha de un Don Juan en bancarrota se ofreció a llevarla. Ella lo miró, le sonrió, y le aceptó de mil amores, en parte por necesitar urgente el aventón, en parte por no existir ninguna otra opción.

Después de sufrir mil derrotas intentando recostarse en el carmesí de sus labios, en el nácar violento de su piel, en la enramada azabache de sus cabellos. Al fin estaba allí, filtrando inseguridad, con el corazón suplicando una bocanada de aire, alterado, perturbado como un adolescente en su primera caricia de amor, después de apagada la luz.

Una vieja canción lloraba en su radio, la lluvia llevó la conversación a comentarios sin sentido, de esos que se dicen para evitar los verdaderos. Sonreía sin querer sonreír, escuchando palabras que no escuchaba intentaba mantener una cordura que no tenía. El perfume de su cuerpo, su pelo mojado, el sonido de su voz, el movimiento de sus manos, su vestido adherido a su piel, toda su humanidad a centímetros de la suya lo estaba volviendo literalmente loco, y ya no pudo soportarlo un segundo más. Detuvo su auto en medio de la avenida. Ella lo miró extrañada, boquiabierta. El resto de los autos pasaba por su lado a los bocinazos, insultándolo por la imprudencia.

–Te amo –dijo de repente, en seco, sin mirarla siquiera–. No puedo más, te amo como un estúpido niño –dijo entre indignado y tierno.

El silencio envolvió los segundos siguientes. Él volteó para mirarla, ella estaba consternada, emocionada, al borde de las lágrimas mientras la vieja canción resucitando en su radio y la lluvia chapoteando en la avenida conspiraron para robarse el primer beso.

Parecían dos adolescentes embaucados por los vapores del amor. Se volvieron inseparables. Él encontró lo que nunca buscó en una mujer y se dejaba ver completo, feliz por primera vez en su vida.

A ella por fin alguien la quería de verdad. Su mundo en un segundo giró hacia un universo de ilusión, igual a la novela que lloraba escondida en su bolso.

Desde los diecisiete años había sido la amante de un hombre de otra. Quince años mayor que ella, millonario y dueño del encanto exclusivo que tienen sólo los millonarios. Su corazón había penado diez años sobrellevando una relación que nunca fue tal, llorando a escondidas el amor que le tenía, y sufriendo mucho más cuando por fin estaba con él. Había desperdiciado su juventud enamorada de un hombre que jamás tendría, sostenida por la intocable fantasía de toda amante que se niega a ver la realidad.

Las mentiras de él siempre sonaron a tales, pero contra todo pronóstico, aumentaban el crédito a un millonario que sabía mover sus piezas. Y cuando menos lo pensó, ella había entregado la fiebre de su juventud al encierro más deshonroso que posee el amor.

El día que huyó, antes que se le pasara la vida, dejó una carta diciendo que lo amaba, pero que no podía tolerarlo más. “Mi vida llegó al punto en que no puedo olvidarte, ni tenerte”, le escribió.

Pero Luján nunca tuvo en cuenta que como buen estratega, un millonario avaro jamás da por perdida una posesión.

El día que le presentaron el nuevo dueño del bar donde trabajaba, ella vio su cárcel de amor paralizándola de nuevo. Le sonrió apenas, fingiendo no conocerlo, como cientos de veces lo había hecho. Él la miro complaciente, con su traje impecable, su peinado perfecto, con su sonrisa resplandeciente de millonario ilustrado, reclamando nuevamente su trono, su posesión.

Ella lo amaba, lo sabía bien. Él fue el único hombre de su vida, el que arrebató su adolescencia, el que la hizo mujer, el que la moldeó a su gusto y placer. Desde sus diecisiete años jamás pensó en alguien más, su ceguera por tenerlo lo impedía.

Y estaba Álex, viviendo eternamente bajo la lluvia, enamorado de ella como el primer día que besó sus labios en la avenida de los tilos. El hombre que ella eligió para salir de su calvario estaba entre los dos, como un inocente en medio de una balacera. Su ternura la conquistaba cada día, pero jamás llegaría a su corazón.

Así pasaron largos meses, sin haberlo buscado un instante siquiera, ella estaba encerrada en un juego peor al anterior, mil veces más perverso y denigrante. Insultando el amor de uno, y mendigando el del otro.

Hubo más de una noche en las que necesitaba las caricias dulces, serenas del enamorado ingenuo, y al mismo tiempo, la humillación salvaje del amante cruel. Su vida se dividió en dos caminos adictos al placer fariseo, imposible de abandonar antes que la daga quite la brida a la sangre.

Álex pasó a buscarla como todas las noches por el bar, pero ella no fue a trabajar ese día. No le contestó el teléfono. Llamó a sus amigas. Nadie sabía nada de ella. Fue hasta su departamento. No respondía al insistente llamado. Álex tumbó la puerta, entró. Buscó en su habitación primero. Al salir de su cuarto observó abierta la puerta del baño. Agonizaba dentro, en una bañera de mar rojo, sangrando por sus muñecas más sueños estancados que amor verdadero. Él intentó sacarla entre gritos y sollozos.

–¿Qué te hiciste, qué te hiciste? –le gritaba mientras la abrazaba a su pecho, mientras su rostro se arrugaba en un llanto que nunca entendió, y que jamás lo dejó libre.

Ella lo miró con el último aliento que le sopló la vida, en sus ojos se reflejaba el deseo de haber querido terminar sus días con ese hombre que la sostenía, pero que no quería.

Ella intentó decirle algo. Él se desesperó por entenderla. A ella le cayó una lágrima, antes que se le fuera la vida.

Dicen que desde hace años, cada noche regresa al bar donde la vio por primera vez, fuma un cigarrillo tras otro y se emborracha con whisky y soledad. Dueño inconfundible de eternos ropajes negros y piropos rancios intentando resucitar.

Texto agregado el 04-11-2011, y leído por 186 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
04-11-2011 Es maravilloso en ralidad tu cuento toco mi alma, me encanto Cendra
04-11-2011 Es maravilloso en ralidad tu cuento toco mi alma, me encanto Cendra
 
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