LA CIUDAD MONASTERIO
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SIGLO XVII—SUDAMÉRICA
(Novela Colonial)
por Alejandra Correas Vázquez
1 — LA LLEGADA
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Tiempo. Siglo XVII. Reinado de la Casa de Austria. Escenario. Virreinato del Perú. Indias Occidentales. Ciudad de Córdoba del Tucumán. Ciudad universitaria de los Jesuitas erigida detrás de un desierto de sal. Rodeada de pampas solitarias y sierras salvajes. Circundada de churquis espinosos y barrancas de greda roja. Centro del continente Sudamericano en el cono austral. Hacia el sur, este y oeste de la ciudad de Córdoba, al pie de la erudita comunidad universitaria, se extiende la inmensa prehistoria sudamericana que se halla en el estado primario de piedra pulimentada.
Un carruaje penetró en aquellos días por las calles cordobesas empedradas, y el duro repiqueteo de los cascos de sus caballos despertaron a Don Alvaro, un joven visitante, al mismo tiempo que una luz de amanecer inundara su asiento. Llevaba polvo de caminos e infinita espera …¡Pero al fin hallábase en Córdoba!... La Ciudad Monasterio, adonde el imperio español de ultramar asentara su residencia más austral e inverosímil.
En ese mundo indómito de primitivas tierras, sobre la cual ninguna civilización emergiera nunca por evolución propia, una sociedad erudita y distinguida colocaba ahora su brillo de elocuencia ¡Y Don Alvaro había llegado con inquietud desde Oporto a presenciar este contraste!
Una cara angola muy obscura, de elegante librea roja, resaltante en su rostro brilloso le abrió la portezuela del carruaje. Y una vez que Álvaro puso sus pies en el adoquín grisáceo, impactado por el sortilegio pétreo que lo envolvía pudo apenas balbucear una palabra, al contemplar la sobria imponencia del Colegio Mayor erguido a su frente.
Toda la construcción parecióle de una extensión asombrosa, luego de que la travesía desde el Alto Perú hacia el Tucumán, le hizo surcar para arribar al Tucumanao un país inacabable en tierras vírgenes y semidespobladas. Don Alvaro comenzaba ya a olvidar las penurias pasadas, mientras que dos cholos quichuas coloridamente ataviados con sus trajes indios, que vinieran acompañándolo desde el Bajo Perú, retiraban del carruaje su pesado arcón dispuestos nuevamente a seguirlo.
Varios jóvenes alegres y togados conversando en mesurado murmullo cruzáronse con él, poniendo en evidencia con los libros que portaban, a su condición de estudiantes. Pero callarían de improviso con sorpresa al advertir la figura estilizada y elegante del viajero, en un sitio alejado como aquél, adonde arribaban muy pocos extranjeros. Dando esto lugar, a que Alvaro se detuviese también para observarlos.
Fijas las miradas en la curiosidad de todos, el recién llegado lució con orgullo su coqueto mosquete, preparándose para el diálogo, hecho común entre jóvenes. Mas los estudiantes continuaron de prisa el camino al comprobar la mirada inquieta del preceptor —un Jesuita rubio y corpulento— quien circulaba pausado con un libro en la mano en actitud de leer, por el costado opuesto de la calle. Al partir sus discípulos, el maestro volvería a enclavar su vista en la lectura. Ante tal situación, Don Alvaro dirigióse hacia él:
—“Vuesa Merced…”
—“¡Ave!”— respondióle el Jesuita
—“Vengo de Oporto. Soy lusitano. Me llamo Don Alvaro Vasques de Almeida y he llegado hasta Córdoba del Tucumán en busca de mi tío, Don Ruy Mendes de Almeida, quien hace veinte llegó a esta ciudad alejada del mundo, en tiempos del rey Felipe de Austria, el cual fuera antaño rey de Portugal.”
—“Caballero lusitano— contestóle el Jesuita —sobre aquel portal veréis vos el escudo de Don Ruy.”
Dirigió entonces el viajero la mirada hacia una fachada próxima a sus ojos y al reconocer el escudo injerto en el pórtico, extendió los dedos de su mano diestra en cuyo anular un anillo de sello reproducía el mismo anagrama. Don Alvaro había llegado ¡Sí! Sin lugar a dudas. La figura alta y togada del Jesuita fue alejándose lentamente, tal como apareciera. El joven contempló su silueta perdiéndose en el pétreo ambiente y dijo para sí:
—“Sin duda es claramente un flamenco, por su acento y su mudez. Pero estos dos coloridos personajes indios que me acompañan desde Lima, con tanta ceremonia y altivez como cortesanos de la corte de Braganza ¿porqué son también mudos? Si aquí en esta casa está mi tío… ¿Tendré por fin alguien con quien hablar?”
La travesía interminable del Camino Real por desiertos y salinas sin vida humana, por serranías de reptiles y pumas, habían dejado su mente trastornada. No, nada veía, ni comprendía con claridad, ya que era un noble europeo habituado a un continente poblado. Luego de permanecer tanto tiempo hablando sólo consigo mismo, desde la partida del Alto Perú hasta arribar aquella mañana junto al río Suquía y su extraña ciudad, creía él que también podría haberse vuelto mudo..
No… No esperaba encontrar una civilización detrás de un desierto de sal, donde ya nada debiera existir. Donde el mundo construido por los hombres ilustrados del Bajo Perú y el Alto Perú había quedado hace mucho a sus espaldas. Donde el Kollansuyo de los Incas nunca, en su tiempo, penetrara con su cultura.
Pero de improviso, como un espejismo irreal recortado en visión, apareció ante sus ojos esta Ciudad Monasterio que sí era real. Creyó que al tocarla ella iba a disiparse como un sueño de viajero cansado, sediento por exceso de sol, aterrado de arañas gigantes y agresivos pecarí. Pues no imaginaba hallar nada ni a nadie a estas alturas de los acontecimientos. Aunque hacia aquí venía su ruta desde la lejana Europa en busca de su tío, quien hacía veinte años partiera de Oporto rumbo al Tucumán.
Y así confundido y desconcertado Don Alvaro admiraba esos muros de piedra, bien trabajados, con portales de madera labrada erguidos junto al confín de la tierra civilizada, donde las naciones conocidas parecieran haberse eclipsado. Y el joven portugués en el final de su travesía observaba todo con asombro, sin reconocer empero al principio, debido a su cansancio, el escudo de aquel pórtico que era el mismo del castillo lusitano que él llevaba en su anillo de sello.
2 — LA PROPUESTA
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Don Ruy Mendes de Almeida recibió la sorpresa y la visita al mismo tiempo. Los grandes ventanales de su casa, cubiertos con flores purpuradas en sedas de Manila, se abrieron para recibir las luces del aura detrás del enrejado. Más tarde, sobre la calle empedrada, tío y sobrino pusiéronse a observar los futuros bachilleres con sus largas togas de estudiante, quienes caminaban al sol aspirando el tibio resplandor otoñal cordobés de la media mañana. Ellos volvieron sus rostros sorprendidos cuando vieron a Don Ruy acompañado del joven extranjero, que salían a recorrer aquella mañana la ciudad monacal y universitaria.
Se miraban todos entre sí, atentamente. Y las dos juventudes de continentes tan lejanos, sintiéronse mutuamente conmovidas. Don Alvaro con sus briosos movimientos exteriorizaba encanto, curiosidad, su andar inquieto destacábase en el conjunto de la sobriedad cordobesa.
—“Extraña juventud… distinta”— comentóle a su tío
—“Córdoba del Tucumán posee un misterio”— respondióle Don Ruy
Ambos continuaron el paseo. El enrejado mistérico de las Teresas, denotó movimientos extraños. Los hermosos portones del Colegio Nuestra Señora del Monserrat, lucieron el esplendor de su madera. Los muros de piedra del Colegio Mayor hablaban en un lenguaje de silencio. El templo de la Compañía de Jesús mostró su sortilegio. La gran Biblioteca, su lectura. El Calicanto su creciente. Los puentecillos de medio arco sobre La Cañada, su dulzura. Los Jesuitas su altivez. Los conventos su placidez… La imprenta su constancia.
Córdoba del Tucumán se abrió ante los ojos del joven lusitano como un abanico filipino. Como una de aquellas sedas que ornamentaban los cortinados, en el salón color púrpura de Don Ruy, con su aroma a Manila llegada desde Arica. Finalmente Doña Leonor le exhibiría su juventud, y Doña Mencia le brindó su amor maternal.
Más tarde sentados ambos en el salón color púrpura, comenzó el diálogo tan aguardado por años, entre el tío y el sobrino.
—“¿Qué me ofreces?”— díjole de improviso el joven
—“¿Es poco?”— respondióle Don Ruy
—“¿Es poco también lo que dejamos atrás nuestro?”— insistió Don Alvaro
—“Te quedas aquí en el Tucumán, conmigo … o regresas a Portugal para retomar aquello”— respondióle tajante el tío
—“¡Mi abuelo te aguarda!”— exclamó exaltado el sobrino
Silencio. Don Ruy levantóse de su asiento permaneciendo de pie. Las frases imperiosas de Don Alvaro habían llenado el recinto de la sala. Rechinó la madera en el sillón de alto respaldo, presionado por su impaciencia juvenil. Y también él irguióse del asiento caminando en distintas direcciones.
La frente altiva de Don Ruy enmarcó su silencio. Una serenidad sin prisa capturó su mirada perdiéndose en la lejanía, hacia el cordón serrano abierto a la distancia tras el ventanal. Jugó pensativo con el extremo agudo de sus barbas, absorto ante la reja que recortaba aquel paisaje …¡Veinte años de imágenes se precipitaron de golpe en su memoria, apartándolo del momento y del reencuentro!... Luego, lentamente, como despejándose, su mente retornó hasta el instante y miró a su sobrino hablándole con pausa:
—“Yo no volveré. Son muchos años en el Tucumán para dejarlo todo”.
—“Pero dejas tu título y el castillo lusitano”— insistió Alvaro
—“Te lo brindo completo, o te brindo a mi hija Leonor …aquí.”
En la semipenumbra que formaba una arcada divisoria hacia el fondo del salón, hecha con paredes de piedra bola entre cortinados de sedas orientales, la joven Doña Leonor permanecía inadvertida. Escuchando a los dos hombres. Escondida.
La blancura de su tez orlada de negros cabellos, con su vestimenta color marfil, destacábase junto a la mulatilla vestida de rojo su compañera en todo momento. Al distinguirla dentro de esa semiluz que la ocultaba, la energía juvenil de Don Alvaro se precipitó a sus ojos y una sensación de arrojo sacudiría su emoción, hasta dominarlo en plenitud. Puso entonces una mirada profunda en su tío y le expresó motivado:
—“¡Podemos reunirlo todo!”
—“No. Los reinos ya no están unidos … Y yo he construido aquí el mío propio”— fue la respuesta de Don Ruy
3 — REFLEXIONES
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Un nuevo silencio pareció envolver la atmósfera algo tensa de los dos contertulios. El coqueto salón decorado con platería potosina, lucía alfombras coloridas de Nazca con dibujos indios, colocadas arriba del piso enladrillado. Las sedas orientales con rosas chinas exponían el contraste de esas diferentes culturas. Era una síntesis extraña para la visión del joven europeo, aclimatado a otras ornamentaciones.
—“Así es ahora amado tío, Portugal y España se han separado y ello me trajo hasta ti— continuó Don Alvaro —Llegaste acá hace veinte años como parte de un imperio donde el sol era permanente, de Occidente a Oriente, donde los lusitanos teníamos nuestra parte y derecho ¡Y ahora te quedarás aquí en un territorio ajeno!”
—“No, mi pequeño Don Alvaro, que ha crecido tanto y no ha crecido aún”
—“Estás ahora en tierra extranjera”.
—“Nada de aquí es ajeno a mí”— aseguróle el tío
—“Oporto llorará tu ausencia”.
—“Hace mucho que secó sus lágrimas”.
—“¡Mi abuelo te espera! … El es tu padre, reclama por ti”.
Conmovido, Don Ruy tomó a su sobrino del hombro indicándole el asiento y ambos volvieron a sentarse. Luego con parsimonia comenzaría, lentamente, a explicarle sus reflexiones.
—“Mira … las Indias son poderosas”.
—“¡No les perteneces!”— exaltóse nuevamente el joven
—“Poseen un sortilegio. Un imán. Tienen poder en sí mismas … Yo ahora soy un Indiano”.
—“Tu castillo está en Portugal y aguarda tu regreso detrás del Océano”.
—“Así era hace veinte años, querido Alvaro… Me viste partir cuando eras un niño. Mi padre, tu abuelo, bendijo mi frente y pensé retornar antes de que te hicieras un mozo. Y ya lo ves. Has crecido. Te ha enviado por mí ¡Pero yo sigo aquí! Me ha vencido el Tucumanao. Me ha dominado este mundo pétreo, lejano, austero, aislado en un desierto de greda y piedra. De churqui y pirca. De pampa y sierra. Donde los eruditos pasan sus lentas horas y el sol se pone sobre sus libros …No… No puedo volver a Oporto porque abandonaría mi savia”.
—“Pero abandonas tu nombre. Tu escudo. Tu suelo. Y lo perderás todo por completo porque los Reinos se han separado, y ahora aquí en tierra española, tu título lusitano ya no te será reconocido”.
—“Por eso te los ofrezco”.
Don Alvaro lo miraba sorprendido. Ambos pusiéronse de pie quedando cara a cara. El sobrino observó asombrado y azorado la faz inconmovible de su tío, y entonces le espetó:
—“¡No!”
—“¡Sí!”
—“¿Puedes explicarme, querido tío, cómo has cambiado tanto? ¿Qué te hizo llegar a este punto sin regreso?”.
—“Sí … mira, el Tucumán fue cautivante. Porque era necesario dominarlo en su fuego virginal, que no nos permitía la molicie. Quedé fascinado en el momento mismo de iniciar esta empresa. No puedes negar que los portugueses tenemos alma de aventura, navegando puertos y mares, territorios y naciones. Y llegué hasta acá, hace veinte años, al Tucumanao solitario. Me vi prisionero de su hechizo primitivo. Inmerso en un mundo que salió a mi encuentro inesperadamente y donde logré hallar mi senda propia”.
4 — EL MAYORAZGO
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—“Tuyo es, sobrino Alvaro, el Mayorazgo de Almeida”.
—“Aún no puedo recibirlo, respetado tío, es muy temprano para mi”— contestóle con angustia el sobrino
—“Ya lo tienes Don Alvaro, así lo he decidido yo”.
—“No. Debo heredarlo aprendiendo de ti la conducta de nuestro escudo. Para ello atravesé el Océano Atlántico. El Océano Pacífico. El mar de la India y el de la China. El Bajo Perú. El Alto Perú. Las salinas. Las sierras salvajes. Los pumas. El pecarí. La yarará. El camoatí. Los alacranes …Y llegué finalmente a esta aislada y solitaria Córdoba del Tucumán, ansioso… ¡Ilusionado de encontrarte!”.
—“Comenzarás solo, como yo comencé aquí”.
—“No es la tradición”.
—“Las Indias me enseñaron que la madurez no se regala. Debe conquistársela”.
Las últimas palabras de Don Ruy contenían cierta dureza. Austeridad, con un toque de rigidez. Sobrevino una tensa calma. El joven mirábalo sorprendido y hasta incrédulo, e intentaba adquirir su sobriedad para lograr comunicarse con él. De improviso creyó ver en su tío una estampa inalcanzable para él. Más allá de ellos estaba el misterio de aquella ciudad mediterránea. La siesta fugábase por los enrejados y los puentecillos de medio arco del Calicanto se cubrieron con estudiantes de toga. Su alegría juvenil era susurrante sin ninguna ruidosa algarabía.
El silencio de la Ciudad Monasterio pareció invadirlos. Al transponer ambos el pórtico de la casa, que permanecía abierto durante toda la jornada envuelto en su luminosidad abrileña, un tiempo etéreo, sin forma, apoderóse del tío y el sobrino. La calle empedrada y bañada del sol otoñal mostraba a la vista de ellos, a esos Jesuitas caminando con sus lecturas mientras daban compañía a sus alumnos, en los descansos de las aulas. Los altos paredones del Calicanto congregaban a los jóvenes en una alegre serenidad, donde sus voces parecieran gorjeos distantes. El sobrino rompió nuevamente el mutismo:
—“¿Tanto te domina este empedrado? …sus claustros sus bachilleres, sus libros.. ¿No temes que se extinga en esta lejanía?”
—“No. Ya no temo. Creo que lo temí hasta verte. Hasta tu llegada”.
—“¿Con mi presencia aquí?”
—“Sí… Portugal se perdió y no creía en su regreso. Pero hoy estás aquí diciéndome que se ha reconstruido, demostrándomelo con tu presencia”.
—“¡Esa es la verdad! …querido tío… Ha vuelto a ser la vieja Lusitania que perdimos”.
—“¿Con buenos reyes?”
—“Los mejores del país. Son los Braganza, herederos de la antigua Casa de Borgoña, que fundara el reino de Portugal hace cinco siglos”.
—“Daréles mi voto de confianza, pero no he de olvidar que los Austrias a quienes juré lealtad antes de venir para Indias, también eran borgoñones y descendientes del fundador del reino lusitano”.
—“Nadie olvidará a la bellísima emperatriz Isabel de Borgoña, princesa portuguesa, y esposa de Don Carlos V, pues él la amaba tanto que abdicó enseguida de perderla”.
—“Y tú sobrino Alvaro, retornarás a Portugal para asumir tu Mayorazgo Almeida”.
5 — PRESAGIOS
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Don Ruy caminaba por la sala carmesí, pensativo. Tantos cambios en el entorno de su vida plácida del Tucumán, no dejarían de tener sus consecuencias. Llegó hace veinte años a un mundo en construcción dentro del cual, él había colocado su impronta. Y estaba dispuesto a defender sus años de servicio a la corona de los Austria, porque aquello era la certidumbre de su elección propia.
—“Todo… —dijo de improviso— Todo es siempre así”.
—“¿De qué forma?” —preguntóle el sobrino al ver que callaba otra vez
—“Todo en el mundo sufre alternativas, cambios y variantes, porque el hombre es vital. Pero vuelve. Se hereda a sí mismo”.
—“Entonces aceptas que este escenario tuyo puede decaer, disolverse y perderse ¿Qué no es incólume?”
—“Acepto querido Don Alvaro, que este mundo pétreo y cultural edificado junto a la ribera del río Suquía, puede sufrir una alternativa humana negativa, provocada por las rivalidades del mundo. Por contingencias externas a nosotros, sus ciudadanos, con violencias que lleguen a desbordar nuestras puertas y sus porteros ¡Pero su fuerza es mayor y volverá por sus fueros! Hemos sembrado una semilla con esfuerzo y los brotes jóvenes ya están floreciendo”.
—“He visto tu tenacidad”.
—“Volverá a rehacerse, porque está en su savia. Tiene restitución propia. Como el escudo y el título que es ahora tuyo”.
—“Habrá quienes intenten expulsar a los maestros que han traído hasta aquí el fuego del pensamiento y la constancia del estudio. Siempre ha ocurrido en la sucesión de los siglos”— expuso el sobrino
—“Quedarán sus discípulos. Vendrán otros maestros y recomenzaremos”.
—“Habrá quienes intenten asaltar una ciudad diferente y codiciada. Aislada. Fácil presa de la violencia y las llamas”— insistió el joven
—“La reedificaremos levantando una a una sus cenizas”.
—“Habrá quienes inmersos en avatares políticos lleguen desde afuera y cercenen la cabeza de los ciudadanos más ilustres.”
—“Quedarán sus descendientes. Crecerán y volverán a ser ciudadanos ilustres”— contestóle con firmeza Don Ruy
—“Habrá quienes intenten apoderarse de su biblioteca llena de textos incunables”.
—“Volveremos a llenarla”.
—“Habrá quienes codicien su imprenta llevándosela a otra ciudad, para acallar de este modo las voces de los poetas cordobeses”.
—“Instalaremos otra en el mismo sitio para imprimir con ella de nuevo, la prosa y la poesía que nos acompaña”— respondió con firmeza Don Ruy
—“Oporto llorará tu pérdida”.
—“Hace mucho que secó sus lágrimas. Piensa en mi propuesta”.
6 — EL REENCUENTRO
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La tarde comenzaba a declinar trayendo desde afuera el fresco húmedo de la ribera del río Suquía. Los macetones del patio interior ofrecían fragancias de peperina y tomillo, y junto al aljibe los mulatos de la casa iniciaron sus pláticas en torno a una mateada. El cielo aún continuaba luminoso detrás de los ventanales enrejados, mientras que en la calle empedrada y bañada de luz vespertina, habíanse multiplicado sus paseantes.
La campana anunció el final de clases que oyóse por todos los rincones, conmoviendo a los muros ciudadanos. Los preceptores reuniéronse entonces con sus alumnos sobre los puentecillos de medio arco del Calicanto, como una colmena de zorzales. Declinaba el día y en el interior de la casa de Almeida los mulatos cerraron el pórtico de entrada, con una gruesa llave colocando también una traba interna. Desde el exterior oíanse las campanadas del Ángelus.
Don Alvaro fue serenándose y calmando su inquietud con el transcurso de los días. Su prisa juvenil y arrogante del comienzo dio lugar a un reposo peculiar, que era nuevo para él. Olvidó de a poco las fatigas del largo viaje y la presión que traía para concluir con rapidez sus propósitos. Y su intento por continuar la empresa que habíalo hecho viajar hasta el aislado Tucumanao, tomó formas nuevas. Más emocionantes para su juventud.
Contemplaba a Doña Leonor, su prima, con el éxtasis de lo incierto. Ella, la hija de su tío Don Ruy, atraíalo con su fulgurante belleza. Pero Alvaro mirábala sólo a hurtadillas, como a un ensueño alcanzado, pero sin entablar aún un diálogo directo con ella, temeroso de ese mundo especial que había encontrado allí. Pensaba, ahora Alvaro… que ella era su prima, nacida como él en Oporto. La veía a diario con el esplendor con que él habíala soñado desde lejos, como supo imaginarla a través del largo camino de llegada. Y sin embargo, comprobaba ahora, que ella se hallaba más distante que nunca de él.
La mulatilla vestida de rojo, doncella de la niña y testigo inevitable de aquel reencuentro entre los dos primos, sonreía complaciente. Leonor y Alvaro. Juntos como estuvieran en el castillo de Oporto. Pero ya no eran los mismos acá en el Tucumanao.
—“Leonor…”
—“Don Alvaro…”
—“Leonor… la niña que me dejó una muñeca de juguete en los jardines de Oporto, no me llamaba Don Alvaro”— díjole él con algo de reproche
—“Fue hace tiempo”— respondióle ella
—“Sí, fue hace tiempo, es cierto. Pero sus ojos eran verdes como aún los veo ante mí. Como el mar de nuestros ancestros. Como todas las miradas lusitanas.”
—“Alvaro… Los mares están hoy día tan lejos de mi vida, viviendo yo en esta ciudad rodeada de sierras y pampas, que ignoro si algún día he visto su color”— contestóle ella sincerándose
—“Te llevaré conmigo para que los recuperes, los portugueses somos navegantes”.
—“Mi piel, primo Alvaro, ha perdido el aroma de las sirenas y trasunta ahora, olor a piedra de basalto y talas espinosos”.
—“Tu padre, Leonor, fue otrora un gran cartógrafo lusitano que recorría los mares orientales y occidentales”
—“Acércate bien a él, primo Alvaro, y compruébalo. El rostro de mi padre tiene ya el tinte de nuestra serranía cordobesa. Posee la sobriedad del Tucumanao y ha olvidado el diálogo con los delfines”.
—“Recorrió todos los mares con la flota de Portugal”.
—“Mi padre olvidó hace ya mucho tiempo sus aventuras en el Reino de Neptuno”.
Decepcionado, el joven quiso buscar un nuevo argumento de diálogo para cautivar a su prima. La mulatilla a su lado sonreía, como aprobando sus intentos. Ante el silencio que sobrevino, Don Alvaro se introdujo en su habitación y buscando en su arcón de viaje sacó de él un objeto, que escondió atrás suyo. Luego dirigióse nuevamente a su prima, diciéndole:
—“Leonor, en tardes con ésta corríamos sobre la arena, la playa era nuestra nodriza y las olas rompíanse contra las rocas. Vine a buscarte desde muy lejos como a una ondina prófuga. Como te prometí en los jardines de Oporto donde quedara olvidada tu muñeca de porcelana”.
Diciendo lo cual Alvaro mostróle la muñequita que había escondido detrás suyo. Ella la tomó con ternura en sus manos, como demostrando reconocerla, a pesar de hallarse algo desarmada como todo juguete en manos de una niña traviesa.
—“Creo recordarla, no hay duda que fue mía y es de porcelana, un lujo que aquí no tenemos. Sólo recordaba haber jugado en la infancia con muñequines tejidos en el Cuzco por manos indias con diseños multicolores. Me impregna una sensación dolorosa decírtelo”.
—“Esta muñeca que te traje, encierra tu primeros juegos, los que quedaron conmigo”.
—“Yo era entonces demasiado pequeña y mi memoria había borrado esas imágenes. Fui trasplantada antes de tener formada una conciencia de mi ser”.
—“Así ha sido para ti, Leonor, sin duda. Yo fui siempre el mayor. El responsable. Tu protector. Y recuerdo tu voz llamándome …Las olas guardaron ese sonido melodioso y lloroso reclamándome. Así lo creía yo. Pues el dolor nostálgico se apodera del que queda atrás, sin comprender la emotividad del que parte y emigra… ¡Pero mantuve siempre la convicción de que llegaría un día a tu encuentro!”
—“Creo, querido primo. Creo que imaginaste durante estos veinte años llegar hasta nosotros para salvarnos de un destierro involuntario ¡Pero era voluntario!”
Diciendo esto Leonor cortaría el diálogo, que sin duda habíala emocionado, retirándose hacia su habitación mientras llevaba la muñequita de porcelana en sus manos. Una vez allí fue en busca de su costurero y sacó de él una aguja con hilo para comenzar a reponer las fallas del vestuario en su antiguo juguete.
7 — EL IDILIO
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La muñequita de infancia semirota que llegara de Portugal, tuvo más efecto en la niña que las frases románticas de Don Alvaro. Los jóvenes no serían inflexibles al extremo y un romance guardado en el tiempo iría aflorando entre ellos, a inmensa distancia de Oporto, junto al río Suquía.
Para sorpresa de Don Alvaro y Don Ruy, la hija de éste dedicaba sus días a crear pequeños vestidos para su antigua muñeca lusitana. Esta forma de ternura por un pasado que en realidad ella no recordaba, alentaba a su primo y preocupaba a su padre. La mulatilla acompañábala con tejidos de pequeños ponchos, mientras sonreía al joven galán con picardía, como su cómplice dispuesta a unir a la pareja. Por fin él —que había recibido un mensaje imperioso de su abuelo desde Portugal, por medio del Chasqui— decidióse a hablar con ella en forma definitiva.
—“¡Leonor! Vine a buscarte como a un sueño. Vine a buscarte porque Portugal es nuevamente nuestro, de los lusitanos ¡Y Córdoba del Tucumán no nos pertenece más!”
—“Pero éste es mi mundo, Alvaro, el que me ha formado. El que me ha hecho ser lo que ahora soy”— respondióle ella con asombro y temor
—“Un mundo que me sorprende a través tuyo. En esa muñequita yo traje para ti desde Oporto, había un homenaje para que te acercaras a mí. Pero no ha ocurrido, te refugias en ella y te alejas de mi amor”— díjole en reproche el joven
—“Lo que hoy te cautiva de mí es esta paz que he bebido de estos suelos, y me la transmite nuestra barranca bermeja del río Suquía. La serenidad aflorando de los conventos y las aulas, ha dado carácter a mi conducta, diagramándola con una forma propia”.
—“Tu estilo personal tiene gran atracción sobre mi, y no lo oculto Leonor”.
—“Mi estilo cordobés nace de las circunstancias que he vivido en este ambiente que te es ajeno”.
—“Ese es tu sortilegio y tu soberbia. Lo que me apasiona. Lo que me aparta. Lo que un día encuentro en tus brazos y otro día no encuentro”
—“Como las llamas de nuestro poeta...”
—“Ese poeta que tanto declamas...”
—“Sí, Luis de Tejeda, cuando dice:
Campo estrecho y solitario
Noche tenebrosa y larga
Dos voluntades, si puras,
Puramente enamoradas;
Despertáronos del sueño
O nunca entonces cantaran
Jilgueros y ruiseñores
Por los árboles y ramas”
—“Estos somos nosotros, Leonor, que vamos a despertar. Eres lusitana y no lo eres. Contienes a Portugal, tierra de poetas, y a Córdoba, otra tierra de poetas, en una insólita síntesis”.
Cuando quedaron callados, mientras la mulatilla traía sucesivos mates, cada uno de ellos cavilaba en su interior, sumergidos en un pensamiento diferente. Don Alvaro creía verla aún como él habíala soñado a la distancia, detrás de un océano. Pero Leonor era ahora diferente a ese ensueño y él debía despertar. Finalmente ella le dijo:
—“Vivimos acá tan lejos de las naciones tumultuosas que hemos edificado un mundo para nosotros. Hecho de silencio. De piedra. De latín. De churqui. De poesía. De música. De chañar. De aromo. De ornatos. De meditación. De poleo. De retórica. De piquillín. De dialéctica. De mistol. De oratoria. De penca. De paico. De tuna. De champa. De caligrafía”.
—“Sí, prima amada, todo ello en su conjunto me envuelve ahora, y no creo olvidarlo aunque parta de aquí, pues es muy extraño que haya sido creado en un lugar tan aislado”.
—“También vivimos rodeados por tribus vandálicas amenazantes. Somos el producto de un mundo aislado en su espacio de lugar, pero cultivamos formas depuradas que han llegado con nosotros en los arcones atravesando las salinas y las sierra con reptiles venenosos. Sin embargo el aroma a hierbabuena y tomillo endulza nuestras casas”.
—“Traté de aspirarlo en la fragancia de tus labios, pero tus palabras me lo comunican mejor que tus besos”.
—“Pertenece a Córdoba querido primo, mi padre te lo ha ofrecido en su propuesta, que yo anhelo aceptes. Tómalo o déjalo”.
—¡Leonor”... He llegado hasta aquí luego de atravesar una ruta inmensa que me trajo desde el otro lado del Océano, para proponerte una elección distinta”.
—“¡No, Alvaro!... Ya no puedo partir, alejarme, volver la cabeza atrás, pues hay un sitio definido en existencia de cada uno... y éste es el mío”.
—“¿Estás segura de ello?”
—“Muy segura. Formo parte de este entorno con su complejidad y su simplicidad, con su misterio y su realismo”.
—“¿Qué te atrae de él para no desear volver junto a tu tierra de nacimiento?”
—“Me atrae... que fuera creado por cada uno de nosotros. Un mundo de contrastes que tomó identidad propia con nuestra llegada al escenario virgen, trayendo hasta aquí nuestra elegancia lusitana. Pues fuimos muchas las familias que arribamos desde Portugal en aquel tiempo. Como también es mérito de aquéllos andaluces, que aún antes de nosotros, arribaron de improviso en el momento de la fundación, trayendo exquisiteces a un medio salvaje. Primitivo. Colocando elegancias en tierras bárbaras. Creando fuego interior imbuido de serenidad”.
—“Yo he palpado también, Leonor, como lusitano, como hijo de una nación navegante llena de audaces marinos ... esa serenidad”.
—“Era la única opción a nuestro alcance y se transformó en un propósito de vida”— concluyó Leonor
El marco donde ambos se hallaban permitíales contemplar esa paz ciudadana que la niña mencionaba. Y ambos miraron por el ventanal la salida matinal de los estudiantes. Don Alvaro comenzó a sentirse indeciso de sus resoluciones, pero la misiva lacrada de su abuelo que el Chasqui habíale entregado aquella mañana muy temprano, reclamándolo, lo hizo volver sobre sí.
—“Vine a buscarte— insistió una vez más —para retornar contigo junto a las olas que golpean el castillo de nuestro abuelo. Para devolverte a tu lugar”.
—“¿Mi lugar? Ya no soy más aquella niñita llorosa y temerosa que jugaba a tu lado en una playa nodriza. Vivo ahora entre tunales y latinismos, en este mundo rodeado de poetas, entre sierras y pampas, muy lejos de todo mar”.
Las últimas frases de Leonor daban indicio claro de un cierre a las esperanzas de Alvaro, por retornar junto a ella al lado del abuelo de ambos, quien ahora era súbdito de la Dinastía Braganza. Una dinastía muy distinta de aquélla otra, que había traído antaño a tantos lusitanos hacia el Tucumán.
Al oír a su niña, la mulatilla sintióse dolorida de corazón y llevó sus manos al rostro, lagrimeando. La negrita era una adolescente llegada de Angola que hablaba la lengua portuguesa con gran perfección, y anhelaba acompañar a Leonor hacia Portugal, como una forma de estar más cerca de su casa.
—“Tu fascinación por mí, Alvaro, es parte de esta atmósfera distinta a ti... que debe permanecer intacta. Pues yo la perdería si me apartase de este lugar. Entristecida además por la frialdad de tus besos, cuando yo te dejase de atraer, al encontrarme vacía”.
—“Tus razones son válidas”.
—“¿Las aceptas?”
—“Las acepto de mente, pero no de corazón. Aquí se halla tu centro y el mío en Oporto, como bien lo sabes. Córdoba del Tucumán se ofrece ante mi vista, a través tuyo, como una gema exótica dentro de la inmensa variedad de pueblos reunidos en el gran imperio español de ultramar de la Casa de Austria... Ese imperio que ahora ha perdido la Lusitania adonde yo regresaré”.
—“Quedará tu aroma a delfines en el empedrado”.
—“Se transformará en perfume de tuna y pensarás en Oporto. Me amarás y no me necesitarás. Te olvidaré y no dejaré de amarte”.
8 — LEJOS DEL MUNDANAL RUIDO
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Se apoderó de ambos una angustia melancólica y las miradas esquiváronse por algunos instantes, como si el llanto de despedida ahogado en el pasado fuese a subir hasta sus gargantas. La tenue brisa de la tarde comenzaba ya a envolverlos, y Doña Leonor dirigiéndose lentamente hacia el ventanal colocó su rostro contra las rejas, en grave mutismo. El la observaba.
Luego ella y su mulatilla retiráronse algo entristecidas, pero resueltas a continuar sus vidas tal como eran antes de la llegada de Don Alvaro. El joven quedó solo en la sala sentado en el gran sillón color púrpura, sumergido en sus pensamientos. Transcurrido un espacio de tiempo la entrada de Don Ruy, que había desmontado dejando su caballo junto a la puerta, destacóse por el fuerte paso de sus altas bota. Al oírlo, su sobrino comenzó a dirigirle la palabra, como si estuvieses hablando para sí:
—“Retornar significa para mí, salir de esta civilización cordobesa para atravesar nuevamente el camino primitivo y solitario, en una ruta casi interminable”.
—“Fue nuestra ruta y por ella comenzamos nosotros”— contestóle su tío
—“Pero aceptaron este destierro en forma voluntaria”.
—“Sí, has dicho bien, sin embargo fuimos convocados para ello… Cuando Don Felipe de Austria nos ofreció el Tucumán y llegamos con nuestros trajes ostentosos, con nuestros modales atildados como hombres de mundo portugueses, con nuestra elegancia lusitana tan mentada. Con nuestro mobiliario obscuro y finamente labrado en Africa ¡Con nuestros siglos de navegantes en compañía de sirenas y tiburones! Y llegamos aquí en medio de las pampas solitarias… todo era insólito y nuevo. Una gran aventura sin precedentes.”
—“¡Era un cambio muy abrupto!”
—“Lo era sobrino, más de lo que ahora te imaginas. Y nos asentamos aquí en mitad del continente, rodeados de salinas interminables, serranías desconocidas, montes inexplorados, pampas infinitas y vacías …Entonces comprendimos que estábamos muy solos y supimos en aquel momento, en aquel instante cumbre, que todo había cambiado para nosotros… Y que ya nunca retornaríamos al Reino de Neptuno”.
—“¡Portugueses aislados en el mundo, lejos de países y de puertos! … Era algo completamente nuevo”.
—“Así fue. Los lusitanos del Tucumán que conocíamos todos los puertos de Oriente y Occidente con sus diferentes países, nos habíamos alejado de un golpe de todos ellos. Para nuestro devenir y el de nuestra herencia”.
—“Algo asombroso”— insistió Don Alvaro
—“Una historia larguísima estaba concluida y comenzaba para nosotros otra nueva, inesperada. Distinta.”
—“¿Cuál era el mérito?”
—“Avanzábamos como pioneros, sintiendo el gozo de ser los primeros. Fuimos pilotos de tierra con el sextante, la brújula y cuadrante abriendo los caminos del Tucumán virginal. Eramos expertos en puertos y elegimos sus sitios más resguardados, con el nombre portugués de “Postas” para el descanso de los viajeros y el arribo de las caravanas. Navegábamos por el continente como antaño por el mar”.
—“¡Navegantes en un puerto sin mar!”
—“Bien lo dices, sobrino. Nosotros éramos aquí los últimos sobrevivientes de una civilización europea, que en suma, nunca nos recordaría. Y éramos conscientes de ello. Nadie vendría a vernos”.
—“Era una propuesta muy dura, querido tío”.
—“Sí, lo era. Lo sigue siendo. Somos los cordobeses guardianes de la cultura en un mundo desamparado por las naciones, donde los caminos sirven para separarnos, antes que para unirnos, en la interminable distancia”.
—“Admitieron de motu propio esta soledad y su aislamiento”.
—“Solos. Muy solos. Con el traje. El sextante. El cuadrante. La brújula. El empedrado. La imprenta. La retórica”.
—¿En ello consiste este magnetismo telúrico que te ha atrapado por veinte años y para siempre?”.
—“En ello sin duda. Los lusitanos veníamos de un mundo distinto creado quinientos años antes por el príncipe Enrique de Borgoña. Eramos orgullosos vasallos de una corona y una dinastía que había creado al reino de Portugal. Navegábamos los mares orientales y occidentales a su servicio… para engrandecerla. Nuestro esfuerzo creó méritos y gloria, siendo recibidos con palmas por reyes, emires y mandarines”.
—“¿Y no fue grandioso todo aquello?”— sostuvo Don Alvaro
—“Lo fue en gran manera, hasta llegar a Córdoba del Tucumán, ciudad monasterio, ciudad de eruditos, a la cual esos brillos dinásticos no daba importancia”.
—“Explícame mejor, lo necesito, no puedo partir de aquí siguiendo el Camino Real, sin hallar la verdadera razón, esta clara firmeza, que anida en tu mente y en la de Doña Leonor”.
—“Te lo diré, pero deberás escucharme con mucha atención”— exigióle Don Ruy
—“Soy todo oídos”— aceptó Don Alvaro
—“Antes servíamos a un rey, a una corona, a la grandeza de un imperio… Lo que en suma significaba servirnos a nosotros mismos, que recibíamos las palmas en cada regreso. Aquí, en cambio, aprendimos a servir a una Comunidad… A vivir y empeñarnos por un grupo humano compuesto de personas provenientes de diferentes naciones, razas y colores. A servir al prójimo”.
—“¡Una Comunidad!”
—“Sí, exactamente, querido Alvaro, una comunidad que nos necesita y depende de nosotros, lusitanos aventureros, para sobrevivir sosteniendo su estilo. Nosotros que enlazamos su mundo aislado de estudio constante, con nuestras caravanas hacia el Alto Perú. Con los caminos que trazamos en estas soledades, con las Postas que colocamos en lugares adecuados. Hemos hallado aquí una razón real de vida que antes desconocíamos, al servir a esta Comunidad que vive… Lejos de Mundanal Ruido”.
—“¡Lejos del Mundanal Ruido”.
9 — EL CONDE
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El joven sobrino quedóse en silencio. Aquel planteo de su tío resultábale demasiado inesperado, y no estaba preparado para incorporarlo en forma inmediata. Sin embargo, el respeto que su abuelo había creado dentro suyo por Don Ruy, el mayorazgo de la casa Almeida, hacíale admitir lo que llegara ahora a sus oídos. Lo comprendiese el sobrino o no, eran ésas las razones expuestas por su tío.
—“Los lusitanos llevamos con orgullo las honras de nuestros hombres de mar, que han hecho respetar a Portugal por todos los países”— insistió Don Alvaro nuevamente
—“Nunca lo he dudado”.
—“¿No deseas compartirlas?”
—“Portugal ignorará siempre de nuestra existencia”— expresóle Don Ruy
—“El mundo entero admiró las proezas de la flota del príncipe Enrique el Navegante”.
—“El mundo entero fue su testigo y los siglos comentarán admirado todos sus éxitos, no lo dudes sobrino”.
—“Fue un esfuerzo digno de mérito y orgullo, querido tío”.
—“Pero cuando la Compañía de Jesús surgió aquí como un espejismo detrás de una salina, entre declinaciones latinistas. Cuando antaño se construyeron las calles empedradas sobre un suelo gredoso y fangoso. Cuando se inauguró la biblioteca. Cuando comenzó a funcionar la imprenta. Cuando la retórica, la dialéctica y la oratoria se instalaron sobre las márgenes del río Suquía, amparados por un imperio donde el sol nunca fenecía, donde no había casi población. Donde no existía vecino natural alguno, de ninguna tribu india, que detentase civilización de cualquier especie. Donde las naciones civilizadas quedaban tan lejos que ya dejaban de ser realidades ¡Fue entonces cuando comprendimos los portugueses nuestro aislamiento como grupo humano! …Y la gran responsabilidad que teníamos de aquí en más, con esta comunidad”.
Sobrevino un silencio largo, acentuado por el estado emocional de Don Ruy. El sobrino había callado y lo contemplaba, algo cautivado. La luz vespertina entraba solitaria por el enrejado.
—“Duras vicisitudes les deparó la vida”— comentó finalmente el joven
—“Duras. Sin duda. Pero fuimos premiados con placeres exquisitos. Pues dialogábamos en latín con el Jesuita Flamenco, ya que él no hablaría el portugués ni tampoco el idioma del encomendero vasco. Sólo el latín unía a esta población cordobesa del “Tucumanao”, frontera del gran Tucumán, donde el rey Felipe de Austria era el Rey de todos”.
—“Sin duda un acontecer brillante en tu vida”— aceptó el sobrino
—“Lo es. Aquí sin testigos civilizados cercanos vivimos nosotros rodeados de eruditos. De bachilleres, poetas, calígrafos, místicos, tallistas, doctores. Pero cercados por la soledad geográfica como bastión de un mundo que nunca sabrá nada de nosotros, y el cual muy probablemente tampoco sepa comprendernos, ni aún mismo respetarnos”.
—“Fue una elección inflexible que asumiste hace veinte años”.
—“Sí. Fui elegido. Fui convocado. El siglo diecisiete me llevó cabalgando en su gloria y en su sacrificio. Acepté en el zenit de mi juventud junto a mis compañeros de aquel tiempo, identificados todos con un imperio multinacional, pertenecer a este Virreinato del Perú bajo la administración de la Casa de Austria. Y acepté con ello servir a esta comunidad universitaria, que a su vez, tanto necesitaba de nosotros”.
—“Un admirable servicio a una Comunidad”.
—“Me conmovió de inmediato en el momento de la llegada, al verla tan austera, y erigida en el límite con poblaciones primitivas y algunas de ellas, asimismo vandálicas. Era necesario que sobreviviese y en nuestras manos estaba apoyarla ¡Ese era nuestro reto! La huella del destino colocado en nuestra juventud, que vivimos intensamente”.
—“¿Intensamente?”
—“Sí, intensamente, sin ceder nunca a otras presiones”— concluyó Don Ruy
—“¿Te integrarás para siempre?”
—“Ya estoy integrado. Los lusitanos de Córdoba del Tucumán no volveremos. Somos ahora Indianos, esto es, europeos habitantes de las Indias. Pertenecemos a la savia del río Suquía por elección propia. A sus claustros, por dentro o fuera de ellos. Somos su mundo. Sus testigos. Su entorno. Tenemos hijos y tendremos nietos que aspirarán el cristal germinante del Colegio Monserrat y brindarán su identidad a las piedras del Calicanto”.
—“¿Es tu decisión definitiva? ¿Es tu despedida final de Portugal que vino a buscarte, a través mío?”— preguntóle el sobrino
—“Es. No hay otra”
Ambos pusiéronse de pie para confundirse en un emotivo abrazo. La mulatilla escondida en semipenumbra junto al arco divisorio, observaba tiesa la escena y se llevó una mano a sus ojos para secarse lágrimas. Don Ruy hizo sentir su potentísima voz de marino en el interior de la casa, llamando a su esposa y a su hija.
—“¡Doña Mencia! ¡Doña Leonor! … El Conde de Almeida se despide”
10 — EL RETORNO
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Don Alvaro contempló la belleza de Leonor todo el tiempo en que él residiera junto al río Suquía, en aquella ciudad monasterio elegida por su tío para depositar su simiente. La belleza de la hija de Don Ruy ornamentaba aquel recinto de la sala color carmesí, acompañada siempre por esa doncellita obscura de finos modales que le sonreía en complicidad.
Y la siguió contemplando en pensamiento cuando la borda del galeón que lo llevaba de retorno, se alejaba de las costas del Callao. Un sortilegio extraño, sin respuesta, pero injerto en su pupila, lo iba a acompañar en la lenta y pesada travesía de regreso a Portugal.
La Ciudad Monasterio quedó en ese pasado fugaz de su etapa juvenil. Y cuando Doña Leonor, Don Ruy, Doña Mencia, el obscuro cochero, los cholos silentes y coloridos, la mulatilla cómplice y el pétreo ambiente hubiéronse eclipsado en su memoria, aún recordaba aquel descampado despoblado adonde se habían refugiado los eruditos... Lejos del mundanal ruido.
Sin forma ni imagen. Sin figura viva. Pero perenne como pensamiento. Como una idea incorpórea. Sola. Lujuriosa en su savia prístina.
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