Nunca había oído un rayo como ese. Sentado en mi escritorio, escuchando música mientras escribía una carta, me estremecí enormemente al estruendo de su impacto; aun con los auriculares puestos lo escuché como si estuviera al lado mío, o incluso más cercano -si fuera esto posible. Me quité los audifonos y pude escuhar las alarmas de los carros, lo gritos, de susto de parte de las niñas y de divertimiento de parte de la chusma.

Permanecí sentado sin moverme durante casi un minuto. Realmente había sido fuerte. Sentía un vacío en el estómago, que se formó por el ímpetu del rayo, y hasta unos leves escalofríos. Lo sorprendente era que, sumado a la intensidad del relámpago, no estaba lloviendo siquiera; y, aunque el gris del cielo daba la certeza de que llovería, era de esperar que iba a pasar un par de horas antes de que las nubes derramaran su contenido. En efecto fue así, no llovió después del impacto, siguió como si nada hubiera pasado. Lo único que se precipitó fueron las voces de las gentes y las estresantes alarmas de los carros.

Cuando todo volvió a la calma, me levanté de la mesa y me dirigí hacia una puerta que daba afuera. Sentí y escuché la suave y misteriosa brisa, adornada con el zapateo de mi lento caminar. Al frente mío había un campo con un largo pastizal, que era manipulado por el viento, rozándose los unos con los otros (los pastos) y creando un leve sonido tenebroso -el cual armonizaba perfectamente con el ambiente.

Me paré en seco a admirar el silencio y la soledad. Al cabo de un rato di dos paso, y no terminé de dar el tercero cuando lo escuché, lo vi, lo olí -incluso-, lo sentí... Y lo sufrí. Era otro rayo, más fuerte que el anterior.

Nunca había vivido un rayo como ese, y no tuve la oportunidad de vivir otro.





Sebastián Monge
San José, C.R., 2011