Juan Valdés entró a un cuarto solemne con la vista iluminada por su belleza y esplendor. El sonido de la puerta cerrándose a su espalda le aseguró su escape del mundo físico -que es asfixiante y abrumador para todos los sentidos-, y le fue la mejor bienvenida a ese núcleo de la verdad y la belleza reales.

El aire puro de su atmósfera le llenaba sus pulmones de vida y gracia en escencia. Saboreaba todo su discurso pasado en detalle, mientras este centelleaba con viveza dentro de su ser. Le invadía un olor nuevo que le recordaba una vida entera. Cada paso sobre ese suelo nublado, apenas perceptible, le era infinitamente aprovechado; exponiéndole su nada carnal y su feróz y manso espiritual. A la vez, le desgarraba un perenne deseo de llegar al final del sendero.

Con mil recuerdos y dos mil deseos enterrados, se daba cuenta de que no había vivido como pudo haberlo hecho. Cada vez con más fuerza, era invadido por las tantas palabras que retuvo y los letales vocablos a los que les soltó riendas. Hasta cuando una voz le interrumpió.

Era Pedro. Lo supo desde el primer instante en que lo vio. Con el magnificente halo que lo rodeaba, y el rostro bañado en bondad, Pedro abrió la boca y, con una voz potente y hermosa, dijo:

"¿Cuánto has amado?"





Sebastián Monge
San José, C.R., 2011