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-Dios es mi señor. Puedo caminar a ciegas entre abismos, entre acantilados; ciego ante tentaciones y olvidos, pues dios será mis ojos, mi voluntad, Dios es mi pastor.

Dios es mi señor. Puedo caminar descalzo sobre fuego, sobre fino cristal; descalzo en soledad y desesperanza, pues Dios será mis pies, mi manto. Dios es mi padre.

Dios es mi señor. Puedo caminar inconsciente entre muertos, entre falsos; inconsciente en el pecado y la blasfemia, pues Dios será perdón, compasión. Dios es salvación.-

Jacob deposita un pañuelo de tela roída, que sostiene junto a sus labios mientras reza, sobre el taburete a su costado. El polvo se alza en minúsculos tornados resecando sus manos, sus mejillas. Las butacas crujen en ecos que atraviesan la espesa penumbra, dan un poco, tan solo un poco de vida a las pinturas gastadas, sin rostros, con gestos difusos, con ademanes acusadores, suspendidas en las paredes de pobres, de escasos grises. Casi tenebrosa, se oculta debajo de la pobreza, excluida, olvidada, la capilla de La Luz.

Sale del santuario con los ojos cerrados, los abre poco a poco para acostumbrarse a la luz del sol, esta nublado aun. Una larga, estrecha escalinata irregular resguarda la última capilla mancillada. Desciende como cada día las pesadas planchas calizas que forman viejos escalones. Se adentra en el escaso bosque hasta llegar a su cabaña. Reza.

Alfeo es aquello que llaman “Un pueblo olvidado por Dios”, pero la realidad es que Alfeo olvidó a Dios mucho tiempo atrás. A él le llaman ermitaño, santo, loco… Le llaman El último de los ciegos, le llaman…

Vive alejado del pueblo, distante, esperando.

No habla con hombres, discreto, esperando.

Evita pasiones, paciente, esperando.

El día cero lo levanta como de costumbre, al tercer canto del gallo. Da gracias, se lava, toma sus alimentos, da gracias. Se lava los alimentos, entra al mundo fuera de casa. Da gracias.

Sube los dos mil quinientos siete escalones hasta La Luz. Atraviesa el alto umbral, camina hasta su puesto regular. Entre tanto gris destacan dos círculos sin polvo, se arrodilla sobre de ellos.

La capilla abandonada no muestra nada de extraordinario en la superficie, es lo de dentro lo que siempre lo llama. Lo de dentro de él.

- Querido Redentor, aunque a veces vengo a ti con ignorancia, reconozco que eres el Todopoderoso Dios. Sé que tu conocimiento excede el conocimiento humano. Perdona las veces que he cuestionado tu proceder. Enséñame a esperar en tus promesas y…-

La capilla se llena con acordes, de armonías que lentamente, en aumento, inundan el silencio. Se reconoce el nocturno Opus nueve numero dos de Chopin. La fuente es un piano viejo en la esquina más oscura del recinto. Aquella esquina perdida se ilumina al ritmo de la pieza. Una silueta antropomorfa se levanta, la música continua. Avanza hacia Jacob, trae consigo la luz, la música continua, ahora el ritmo se acopla a sus pasos.

Alto, blanco, con la piel pegada a los huesos, vestiduras largas, brillantes. Toca el hombro de Jacob con su mano derecha.

–Levántate, nunca mas te arrodillaras. Puedo ver que tu entrega a Dios es completa y desbordada. Pero hoy inicia el ayuno y no haces más que jugar al siervo-

Ambos hombres cruzan miradas. No necesitan explicar el puesto que cada uno ocupa. Jacob se somete.

-Pero… Hoy inicié mi ayuno normalmente y continuare los próximos cuarenta días; seguiré preparando alimentos para regalar al pueblo, a esos pecadores; me he desprendido del más mínimo lujo…-

-No haces más que jugar al siervo-

-Duermo en el suelo entre animales, soy célibe, no como carne…-

-No haces más que jugar al siervo-

-Mira mi espalda, mantengo mis heridas abiertas para evitar las tentaciones, rojas me alejan del pecado…-

-No haces más que jugar al siervo-

-No entiendo ¿Qué puedo hacer? ¿Qué mas le puedo entregar a mi Padre? ¿Cómo puedo dejar de jugar? –

-Tu problema es mas profundo de lo que percibes. Antes debes dejar de insultarlo, luego ofrendaras lo que tengas-

Él entra al confesionario, Jacob sentado afuera escucha.


-Como sabes, el ayuno va mucho mas allá de la segregación de la carne roja en tu dieta regular, es la abstención de todo placer, del último ápice.
Te he estado vigilando desde tiempo atrás y veo como te engañas, como creas ficciones y terminas creyéndolas. Hace dos martes regalaste tu ultima moneda a un niño, sonreíste y te retiraste satisfecho; un niño que seguramente se la entrego a su padre a cambio de una bofetada ¿No lo ves? Te hinchas de gozo a costas del hambre y el sufrimiento de un niño, pero claro, tú lo llamas caridad y lo ofreces a Dios-

Jacob siente como las frías palabras revotan en ecos descontrolados dentro de el. Secan su boca, oprimen su garganta.
-Pero… Sabes… En verdad esa nunca fue mi intención-

-Querido Jacob, el infierno esta lleno de buenas intenciones-

-Enséñame-

-No puedo enseñarte, pero puedo mostrarte el camino, el tuyo es uno por completo misterioso. Los más entregados, como tú, no dan ofrendas, dan sacrificios. Debes buscar tu esencia e ir en contra de ella, desafiarla, quebrantarla, lacerarla. Solo este sacrificio será digno-

-No sabría como-

-El pecado. Solo el pecado será un peso, un daño real. Mientras mas grabe sea, mayor la entrega-


Jacob se pone de pie con la mirada perdida. Da la vuelta sin pronunciar palabra alguna. Camina hacia la salida. Al primer paso de Jacob la pintura reseca se desprende violentamente de los muros. Al segundo paso de Jacob las pinturas caen rasgándose sin pretexto en el aire. Al tercer paso de Jacob las butacas se rechazan entre si, a si mismas, se desarman de manera desordenada. Cuarto, quinto paso, cae la cúpula central, enormes rocas estrellan el piso de mármol. Sexto paso, una nube de polvo cubre todo, silencio. Siete, una última explosión, Jacob sobre los escombros se retira hacia su cabaña. Lentamente la nube de polvo es arrastrada por el viento, dejando ver tan solo una pila de escombros, en el centro el último espacio de mármol visible resguarda dos círculos sin polvo , al fondo, una silueta antropomorfa se desvanece junto con la última luz de Alfeo.




El día primero de ayuno no lo levanta. La luz del medio día calienta su cara, lo despierta, no da gracias, no se lava, toma sus alimentos, no da gracias. No se lava los alimentos, no entra al mundo fuera de casa.

El día segundo no da gracias, no entra al mundo fuera de su casa.

El día tercero, cuatro, cinco, siete, diez, trigésimo.
Pasan tres cuarentenas o veinticinco minutos. Dos días con catorce años. No le importa el tiempo, tanto así le importa.


Es martes, se ha cambiado el nombre a su derivado Diego. Sale de su ostentosa casa, las margaritas se apartan de su camino. Sube dos mil quinientos siete escalones, como siempre se detiene, ha olvidado por que. Ve la hora, sigue su camino.

Las personas lo envidian, lo detestan, pero lo adoran. Regala monedas a los niños, se hincha de placer.

Roba, miente, maldice. Lo justifica todo con su falso titulo de abogado. Sus piernas son mas largas que nunca, cual sancos. Sus pasos incómodamente largos dejan una marca física sobre el pavimento que se rinde sin respuesta. Se detiene erguido, con la cabeza en alto, una mano en el bolsillo contando repetidamente su dinero, mira a todos con desdén, sonríe.

Seis de la tarde, sale del prostíbulo aun jadeante, expide un aliento acido que seca las hojas, que contamina el aire. Su caminar robótico es inconfundible, extrañamente encantador.

Una niña se acerca a pedir la moneda del día. Se lleva la mano al bolsillo, saca un puñado de metal que se desborda. Monedas gotean, se derriten en hermosos arcoíris al contacto con el suelo. Agita la mano, las monedas resuenan, las guarda de vuelta en el bolsillo mientras se aleja con sus pasos incómodamente largos, pero suficientemente lentos para ser alcanzado por la niña. Llegan al bosque, el sol casi se pierde. En un desconocido paraje tira las monedas sobre el pasto, esta vez permanecen solidas. La niña se agacha, recoge una por una las brillantes monedas. Cada moneda que toma le quema la mano, sale humo de su piel, le marca la leyenda impresa en las monedas “Creemos en Dios”, pero ella no se detiene ni se queja de mas. Diego ve cada uno de los nueve años de la niña con los ojos entrecerrados, comienzan a humear también. Se agacha lentamente hasta quedar a pocos centímetros de su rostro, se oculta la antepenúltima luz de Alfeo. Enreda suavemente sus dedos derechos en los rojizos rizos de la niña mientras abre con dificultad su boca reseca, la penúltima luz se oculta, silencio.

Súbitamente la oscuridad devora todo.

Es miércoles, Diego se despierta desnudo, helado sobre su cama. Tiene las manos llenas de tierra, lombrices de tierra brotan de entre las costras adheridas a sus palmas, intenta arrancarlas pero se ocultan nuevamente, debajo de su piel, donde es más húmedo, más nutritivo. Intenta recordar la noche anterior, pero la oscuridad devoró todo. Devoró las monedas, el pasto, los rojizos rizos con su niña; lo devoró a el, su memoria, culpa, todo.

Está mas contento que de costumbre, así que rellena cada rincón de su atuendo con monedas, pues parece existir alguna conexión entre ánimo/metal. Sale de su casa, sube los dos mil quinientos siete escalones, mira su reloj, continua su camino.


Han pasado meses o días desde aquel martes. Diego toma el periódico de la mañana, lee la misma aburrida historia sobre niños perdidos, hasta donde el sabe son pequeños aventajados que han tomado su dinero para huir a buscar una vida mas fácil, esos bastardos que nada mas pretenden. Por error se fija en la fecha del periódico, aquellos datos apenas representan algo para el. Lee debajo de la fecha –Es tiempo de descansar, el ayuno ha terminado- Las frías palabras revotan en ecos descontrolados dentro de el.

Sacude la cabeza, lo olvida, se pone de pie, se llena de monedas, sale de su casa.

Sube escalones, piensa -Es tiempo de descansar, el ayuno ha terminado-, sacude la cabeza, lo olvida. Sube escalones, piensa -Es tiempo de descansar, el ayuno ha terminado-, sacude la cabeza, lo olvida. Sube escalones, piensa -Es tiempo de descansar, el ayuno ha terminado-, sacude la cabeza, lo olvida.

Llega al escalón dos mil quinientos siete, mira su reloj, lee por primera vez las letras al rededor de la pantalla de su reloj análogo “Es tiempo de descansar, el ayuno ha terminado”. Se queda helado. Siente que miles de agujas se clavan en su piel, pero ninguna aguja se ha clavado sino que emergen de él perdiéndose en la pila de rocas a su costado. Fijamente ve los escombros, camina sobre ellos, intenta descifrar un mensaje que nadie envía. Descubre un espacio descubierto, un cuadro de mármol con dos círculos perfectamente pulidos. Traga saliva, dilata intencionalmente sus pupilas, silencio.
Súbitamente, con escándalo un enorme espejo se quiebra dentro de su cuerpo dejando a la padecería asentarse en sus largas piernas, volviéndolas sumamente pesadas.

Comienza a sonar un piano, ve teclas sueltas que saltan entre las piedras sin orden produciendo aquel nocturno de Chopin. Como luces de autos lo arrollan los recuerdos de su última visita. Pierde fuerza en sus piernas, el cristal en sus pies es tan pesado que estos no se mueven, así que sus tobillos se quiebran, cae de rodillas sobre aquellos dos círculos sin polvo.

El ángel se acerca, toca su hombro, no dice nada. Jacob siente desprecio por Diego, pero al mismo tiempo sabe realizada su tarea, su sacrificio. Intenta hablar pero sus labios se rehúsan a pronunciarlo.

Baja su mirada, descubre una masa roja debajo de una roca frente a el. Levanta la roca. Es eso, una masa de nada, de color independiente, autónomo. Es un rojo espeso, con mayor profundidad que el rojo regular, con más vida. Sumerge su mano en el rojo palpitante, alcanza a sentir varios filamentos, los extrae empapados en carmín, los limpia, siguen rojos, insoportablemente rojos. Intenta desesperadamente arrancar el rojo de los diminutos cables sin resultados. Sus uñas arden en fuego, las mira, el mismo rojo se oculta bajo de ellas. El color se escapa de su cutícula, de su pañuelo, de su camisa, se desprende de su entrepierna, de su sexo uniéndose a la masa colorada que, al estar completa, se empapa de nuevos colores. Colores muertos colorean, definen el rostro amorfo, mancillado de una niña pelirroja que pedía metales en martes.

El rostro de Jacob se vuelve liquido, a continuación su cuerpo toma el mismo átono transparente, el color salado que lentamente se comienza a esparcir por el suelo. Mira al ángel, empapado en lágrima.

-¡Ayúdame ángel inmundo!- Le grita mientras intenta recoger el cuerpo que se le escapa.

-Creo que ya he hecho demasiado por ti, querido Jacob-

-¡Pero hice lo que Dios me dijo!-

-Dios no te ha dicho nada, he sido yo Jacob. Haz sido tú. Pero ¿Sabes? Por algo lo llaman sacrificio, destrozaste tu esencia y ahora que tomas conciencia la tristeza te consumirá. Es irónico como la felicidad fácil siempre les provoca la más compleja tristeza, son unos seres en verdad dramáticos. Haz hecho un estupendo trabajo, Dios sabrá agradecerlo-

-¡Dios no existe! ¡Dios esta muerto! ¡Dios no podría permitir esto quedándose de brazos cruzados! Dios… Dios… Dios me ha abandonado-


Jacob es una cabeza traslucida que se funde sobre un charco. Poco a poco se pierde en su propio dolor. Es casi el final, solo sus labios acuosos se distinguen. A punto de reventar en charco dibujan una sonrisa copada de paz. Los gordos labios revientan felices. Jacob sabe que se ha ganado la entrada al reino de los cielos.





Jaime Carcaño Hernández

Texto agregado el 30-10-2011, y leído por 156 visitantes. (0 votos)


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