El corazón le dio un vuelco, sentía como subía la sensación por el plexo, la cabeza le hormigueaba y el color se le iba.
Ahora lo sabía.
Ahora lo sabía y nada sería igual.
Lo miraba comportarse como si nada, sereno y sonriente, hablando con tono alegre y hasta divertido, ella no sabía qué sentir, estaba dolida, confundida y a la vez quiso ser parte de la algarabía, pero no, era imposible, algo dentro de sí estaba roto, tanto tiempo, tantos años creyendo en algo y que de pronto se desplome es demasiado.
Quería gritar con todas sus fuerzas que aquello era una farsa, un fraude total, que nada era real y ella lo sabía desde hace tiempo, y ¿por qué no? También prevenir a las demás incautas (a los demás incautos incluso) de no cometer el mismo error de creerle ciegamente.
Pero no fue así, se quedo callada, apretó los dientes y manos, recordó el consejo de su madre acerca de guardar silencio por respeto a los otros, superarlo y sonreír.
Así, cuando el mago Chingövski sacó el conejo del sombrero, todos los niños lo miraban sorprendidos, dibujando oes en sus bocas y aplaudiendo emocionados cual focas contentas.
Mientras, la pequeña niña solo levantaba la vista, cruzó los brazos y resopló, pero nadie se dió cuenta.
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