Solo cuando instalé mis pies en el suelo, sentí cual ascensor la caída de la nube verde que me sembraba en una tierra húmeda y sentí ligeramente un aire tibio en la nuca, cerrados mis ojos para conservar la sensación de una sorpresa, sentí como una especie de manos tocaron mis tobillos, manos que lentamente viajaron por mis piernas, que apretaron los muslos, acariciaron mis caderas sin dejar de sujetar fuerte, yo perpleja y aún con los ojos atascados, sentí un miedo intrigante que liberó la voz de ansiedad en un sudor frio, mientras las inquietas manos recorrían la entrepierna, hasta excitarme y obligarme a un pujo innato que vino después de sentirlas en el vientre y el ombligo, la caricia lenta y agresiva, afanosa ella de dibujar mis senos con los dedos, de apretar el pezón con índice y pulgar juntos, de subir por el cuello y suponer ahorcarme, los dedos que se introdujeron en mi boca y palparon los labios, que acomodaron mi rostro hacia arriba y que jugaron con la lengua hasta remojarse, que luego dejaron su rastro de saliva de vuelta al punto de inicio, bailando sobre la estremecida piel, llegando al fin a una pelvis que involuntaria se meneaba, mientras los dos viajeros húmedos abrieron paso para manosear y hurgar al concierto de gemidos depurados, se introdujeron en el paraíso femíneo, y al fin se tocaron…se abrazaron… brotaron finalmente pintados de secreción.
Fue entonces cuando al abrir los ojos reconocí aquellas manos, que por alguna razón se cosían a mis brazos, y me permitían conocerme.
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