Había decidido empezar una vida nueva, con un nuevo nombre y un aspecto diferente. Diseccionó cada una de las mujeres de las que estaba hecha, las que había ido adoptando en su corto, pero intenso caminar, y extrajo, a su juicio, lo mejor de ellas, entonces, mezcló todos esos componentes y dio lugar a la mujer que sería desde ese momento en adelante. Se otorgó a sí misma un nuevo nombre, escogido, tal vez al azar, de entre todos los nombres de la mitología egipcia: Isis.
Recogió unas cuantas cosas que le pertenecían, las introdujo en un par de pequeñas cajas de cartón. Desechó unas -otras ya las había regalado previamente- y viajó ligera en un viaje sin fecha de retorno. Condujo más de mil kilómetros, sin un rumbo trazado. Sólo se detuvo bajo la corta escalinata de un faro que permanecía encendido alertando a los marineros del peligro de los arrecifes. Se sentó durante varias horas, al pie del faro, sobre uno de sus anchos peldaños, y esperó a que aquel lugar le hablara. Y algo debió contarle aquel faro, por que se levanto, y con paso firme y decidido, se introdujo de nuevo en su coche negro, condujo hasta el pueblo más próximo al faro, se adentró entre sus estrechas callejuelas y se detuvo a las puertas de uno de esos bares de partidas de cartas y dominó, se dirigió al hombre que había tras la barra y le preguntó, dónde podía quedarse a vivir.
Se instaló en la diminuta habitación. Sentada en el escritorio de madera, miró a través de los cristales cómo las olas se mecían frente a ella a escasos metros de la ventana, luego, sacó de su bolso de mano una pluma y un cuaderno de notas, y escribió: “Aquí comienzo yo. Esta es mi historia”.
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