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Necesito escribir, porque la verdad es que no estoy para otra cosa. El tipo que está en frente mío me observa constantemente. Es británico, no lo dudo. Habla pausado, con ese tono firme, típico de quien habla con seguridad. Es rubio, alto, joven y su cara es casi perfecta. Confundible fácilmente con un actor de Hollywood, de esos que ganan millones. Pero no, es un simple tipo sentado en un bar. Y ahora me mira cada tanto. Me olvidaba, habla sólo mientras escribe, enciende un cigarrillo detrás de otro, y una de sus manos dibuja formas en el aire. Creo que busca responder algo que no entiende. No lo voy a ayudar, debe ser una estupidez. Una calle, dónde quedara la Plaza de Mayo o bien San Telmo. Estamos los dos solos en este bar despoblado. Los muebles de caoba, las luces que alumbran sin ganas y el olor del licor amargo, son los únicos que nos acompañan, y verdaderamente nos invitan a dormir. Serán las cuatro de la tarde. No, las cinco o talvez la seis, porque por la ventana puedo ver el cielo descolorido. Hay una nube totalmente inspiradora, esas que parecen pintadas por la mano de Dios, que tienen un tono rosa porque el sol le pega, transversalmente, mientras desaparece en el horizonte. Y creo que si hay cosas que inspiran de verdad, esa es una de ellas. Parecen las nubes que adornan las cúpulas de la capilla Sixtina ,que invitan al idilio de un tiempo que ya pasó, que hoy es historia.
Se acabó el café. Le hago un gesto al mozo y el me interpreta. Con su camisa negra que resalta su aspecto espectral me sirve un cortado con una medialuna de manteca. Una mueca de gracias para que se aleje y sepa que no quiero más nada. Y poco a poco me enfoco suavemente en esa nube que va perdiendo su color, entonces dejó de ser atractiva, como cuando un suéter es nuevo, lo usas hasta el cansancio hasta darte cuenta que ya no te encanta como en el principio, te parece cotidiano, muy tuyo, por eso ahora miro un árbol que se sacude incansable por el viento, allá y acá como el pelo suelto de una mujer frente a un acantilado. Ser una hoja en otoño debe ser feo, como el paso de los años, como las primeras arrugas y las canas, porque lo mismo deben sentir ellas. Deben sentir como se secan, como cambian de color, como se estrujan sus extremidades y no deben sentir, pero talvez percibir con el último aliento, como caen a la nada, a la calle, para ser indiferentes a todo y ser, además, un detalle molesto que tapa alcantarillas y que genera el esfuerzo de barrer la vereda por ahí a un humilde encargado, sin éste saber que cuando ella era útil, verde, fuerte le daba ese oxigeno que lo deja respirar.
Y ahora siento que soy como esa hoja que se acaba de desprender del roble mayor. No soy naranja, pero si marrón y también siento como voy envejeciendo a medida que escribo esto. El bar deja de ser bar para ser un campo con un monte atestado, atiborrado de robles. Y yo soy sólo una hoja de uno de esos robles. No soy nadie. Los prados verdes con el sol cayendo son el Edén, porqué no el Nirvana. Se puede sentir la pasividad de estar en un lugar así, tan completo de vida, aunque las otras hojas lo ignoren porque no sienten lo que yo siento. No pueden pensar en el tibio sufrimiento que se siente cuando uno sabe que podría cruzar el umbral. No querría irme nunca. Pero ahora, la hoja que soy empieza a temblar, creo que voy a dejar de ser hoja para ser parte del todo, o mejor, de la nada. Todavía, con todas mis fuerzas me agarro fuerte del tallo minúsculo que me sostiene. Me abrazo a la vida. Me cubro de fuerza. Noto que no me sacudo solo, hay algo que lo provoca. El viento, si el viento, ese maldito no me quiere en el árbol. Y ése viento, enérgico, viril tiene un aspecto aun indescifrable. Me siento atacado por él. Quiero evitar caer y no puedo. Pero él, ese viento constante quiere que muera y reúne bocanadas de orgullo, y empuja . Las otras hojas no se agitan, no se sacuden, sólo yo lo hago. ¿ Por que yo sólo?. No quiero. Muévanse, muévanse. Pero ellas inmóviles se ríen de mi, se miran entre ellas y se ríen de mi. Y ellas son verdes y yo marrón. Ellas son jóvenes, yo vieja y seca. No quiero ser distinta. Pero el viento no deja de esforzarse, no me quiere ahí. Mis extremidades crujen, se parten. El tallo se dobla casi en paralelo al árbol, hacia un lado y hacia el otro. Y ahora lo distingo, reconozco un aspecto casi perfecto que parece tener inquietudes, que discute sólo, con él. Él es el viento. Basta, basta. Y esta lucha de fuerzas desiguales, de David y Goliat , de Bárbaros y Romanos, de Caín y Abel, no quiere terminar. Pero me queda poco impulso. Antes de caer, de desprenderme del roble, tengo que dejar de escribir. Sin embargo, caigo y vuelo y ese viento me arrastra, me envuelve como un alambre. Me aleja.

Solté la birome y apoyé mi mano en mi frente. Con recelo y con angustia. Me fui por un rato, volé, me hice hoja, pero algo, algo que no se que fue no me quiso ahí. Y lo miro, y el británico me mira, me guiña un ojo y me sonríe, conforme. Los dos nos miramos y también miramos la misma ventana, la misma fuerza inspiradora, que nos transformó por un rato, que le dio a él vigor de viento y a mi fragilidad de hoja, la misma que nos alejó de la realidad, del todo y también, un tanto del bar.

Texto agregado el 26-10-2011, y leído por 161 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
26-10-2011 excelnte!! muy bien escrito!!!! felicitaciones me encantò!!! elbulon
 
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