Para un historiador hubiera sido como llegar a Babilonia, burlar a los centinelas de la Puerta de Ishtar y golpear la cabeza de Nabucodonosor algunas cuantas veces hasta que por fin decidiera morir. Para un hincha de futbol, una simple cuestión de pasiones.
El estadio, una vez más, como todos los domingos, rebalsaba de gente. Y cuando digo rebalsaba, era tal cual. Porque estaba colmado, completo, ni lugar para hormigas o pulgas. Sólo gente, apasionada, pero gente al fin. Cada uno, a los empujones, talvez sin pedir permisos ni perdones, se acomodaba intentando encontrar una buena ubicación para ver lo que se avecinaba. Porque era ése partido, de seguro, de los más importantes para la historia del club. Entonces, de a poco, el clima tomaba color. La gente no diferenciaba entre ellos, el rico, el pobre, el trabajador, juntos de manera casi utópica en la misma bandeja. Así, las banderas empezaron su vuelo incansable, las bengalas encendieron su pasión y las voces entablaron canciones alegóricas al triunfo. Y el estadio era una fiesta. Una verdadera fiesta. Ni hablar cuando salieron los equipos. Aplausos, gritos, ovación. El saludo de los jugadores a la hinchada, que trajo aún más júbilo, unos últimos ajustes y el pitido del arbitro. El partido estaba en marcha.
Lo recuerdo con mucha claridad. Nuestro equipo, el equipo de la hinchada, empezó con unos toques. Clásicos. Para ir midiendo al contrincante. Toma acá, dame allá, pasasela al arquero. Acomodaciones, filtros, búsqueda de espacios aun no encontrados. Fue en ese entonces, en esa meseta de los primeros minutos del encuentro donde ocurrió. Y fue algo tan imprevisto. Porque el dos, nuestro tan querido Manílo, un portugués robusto, morochón, hábil como pocos, casi jugando de memoria le estiró un pase a Bustillo, nuestro lateral izquierdo, el tres, la “saeta porteña” como popularmente se lo conoce. Pero Bustillo no estaba, porque ya había corrido a esperar el pase arriba. La pelota rodó a la nada. Así fue como el nueve contrario interceptó ese balón sin destinatario y en una corrida triunfal entró al área grande con el tiempo del mundo para patear. Y Manilo, fiel salvador, lo cruzó justo a tiempo. Es en ese momento donde dejé de recordar. No vi bien si nuestro central lo tocó, si golpeó su pierna izquierda o simplemente el jugador contrario se tiró como guardavidas en mar . Pero el arbitro alzó la mano. Pitó el silbato. Penal.
Enmudecimos. Los que masticaban hambrientos sus sándwiches de chorizo o sus hamburguesas gorgoteantes de salsas y jugo de tomate, dejaron de hacerlo. Las banderas que volaban, cortaron sus alas. Las bengalas, quien sabe porqué y cómo, se apagaron súbitamente. Indignación, eso sentíamos. Síntomas clásicos, la adrenalina baja de apoco, del pecho y la garganta llega a las piernas, que tiemblan, creo que por miedo o por inquietud, nerviosismo.
Pero despacito, paulatinamente, vamos entendiendo. No fue penal, eso creemos saberlo. No puede éste partido, tan trascendente para la historia de nuestra institución, comenzar de manera tal, ni tres minutos jugados y un posible gol en contra. Ése penal no puede ser ejecutado. Lo sabemos, esta en nuestras cabezas esa idea remota de evitarlo. Pero ésa idea es aún lejana. Lejana a los parámetros normales, a la forma de actuar de gente, tal vez en su mayoría, civilizada.
Los susurros crecen. Malas palabras que muchas madres no quisieran escuchar, tampoco algunas hermanas. Varios “no te puedo creer”, o “este tipo esta ciego”. Ahora, mientras los jugadores discuten con el arbitro y el juez de línea, las silbatinas y los chiflidos aumentan su agudeza, como soldados imaginarios que entran al campo de juego para evitar que el partido se reanude. Pero como dije, son soldados imaginarios, y sus armas no disparan, su coerción no se siente. Por eso el juez toma la pelota y la acomoda en ese punto blanco como una taza de café que esta a doce pasos de la línea que separa el marcador empatado, de un cero a uno en contra.
Los silbidos cesaron. No así las voces, que se avivan como las llamas del infierno o como el fuego en la hoguera. Y de a una, de a dos, se unen. Son todas las voces de esa bandeja las que, en un parecido intolerable a la alabanza del Cesar, pasan un mensaje unísono al arbitro. Pero el referee ahora esta sordo, o al menos así lo aparenta. Y ya acomodó la pelota en el circulo lunar, insiste en sacarse a esos jugadores, molestos como mosquitos, que zumban sus oídos de alaridos para evitar que tal injusticia tome lugar, y se acerca a pasos estirados a la semiesfera del área grande. Los gritos se acompañan y toman aún más envión, con el movimiento de las manos, con el ir y venir de las extremidades. Los ricos han dejado de lado esa educación intrínseca de escuela superior y hablan como borregos de arrabal. Los pobres, si así quiere y me permite llamarlos, algo atontados por tal reacción no saben si tomar la posición conciliadora que aquellos de bonanza económica y educación prominente deberían haber tomado o simplemente, seguir con esa corriente, ese aluvión, casi exclusivo, de malas palabras y verborragia que un penal puede generar en la gente de rango social mayor.
Si seguimos con las sumas, los gritos, más los movimientos de brazos, en algunos casos de piernas, conlleva a un movimiento en masa, razón inexplicable, que lleva a la gente a moverse unida de un lado para el otro. La causa son los empujones de los del fondo, que al sentirse menos porque sus gritos talvez no llegan a oírse, quieren agregar una cuota de disturbios proponiendo un empuje masivo. Así, el efecto Doppler no se hace esperar, y la gente, abarrotada, sin aire de por medio, se mueve hacia un lado y hacia el otro. Dios ampare a los empujadores y salve a los caídos (y no a la Reina). Porque tal efecto, que de agudo pasa a grave por la secuencia de fuerzas que se van adhiriendo a la anterior, y adhieren más fuerza a la posterior, hace que los peyorativamente llamados carne de cañón en épocas belicosas, de guerras de independencia o de colonización, se estampen contra los alambres que evitan la entrada al campo de juego. Y si la virtud nace en los momentos de extrema necesidad, es un proverbio a considerar. Pues los que antes sustantivé como carne de cañón, ahora no son para menos, orangutanes del Amazona profundo o tarzanes de lianas metálicas. Sus manos atrapan el alambrado, y trepan hacia arriba para evadir el choque de cuerpos. Para evitar que usted piense lo que esto genera y mejor se dedique a captar los detalles de esta imagen heteróclita, le comento. No eran ni tres ni cuatro aquellos que querían salvar sus vidas o sus caras del contacto físico y material. No. Eran muchos. No exagero. Mil, mil doscientos. El número escrito no tiene aspecto mayor, lejos de compararse con el número llevado a la realidad. Porque si pasamos a los hechos, el final de ese salvese quien pueda era más que lógico. El alambrado, esa pantalla transparente que separa lo verde de lo gris cemento, se dobló como el tallo de una flor muerta o como el cuerpo de aquel jugador abatido por Manilo. Y el desenlace coherente. La invasión del campo de juego.
No todos lo hicieron. Algunos prefirieron, cual artilleros o arqueros espartanos alejando un enemigo desconocido pero verdadero de sus tierras, arrojar asientos, ésos de plástico duro, azul, que regocijan nuestra estadía de noventa minutos en el estadio. Otros, sólo se dedicaron a tirar palos. Pero ahora vamos al verdadero desastre, que ya ha abandonado la bandeja Sur.
El penal ya no podrá ser ejecutado. Vale tener sentido común para saberlo. De esa manera, el asunto deportivo no podía seguir. Lo que si continuó fue ese ataque devastador. Como soldados en el día D, desembarcando en las costas de Normandía, como animales salvajes que recuperan la ansiada libertad, los hinchas coparon el césped. Claro, no contentos con que el partido se suspendió, continuaron con ese afán destructor. El slogan no era Muerte al Rey, lejos de ser Patria o Muerte. En resumen. Destruir. Los carteles publicitarios pasaron a ser madera de hogar. El circulo central, si me permite la comparación, una suerte de parrilla. Y el fuego. Algunos, que en realidad eran pocos, navegaron, entre risas de desentendimiento con lo que hacían, cual Vasco da Gama o Magallanes, por las fosas del estadio, los carteles como navíos y la idea en sus cabezas de contar algún día a sus nietos, con cierto aire de orgullo, Yo navegué las fosas del estadio aquella tarde. Los otros, que eran muchos, siguieron la destrucción.
Usted pensará, ¿Y los policías?. Ahí va, tranquilo hombre. Porque, que yo sepa los policías tienen ojos. También los otros cuatro sentidos, claro está. Pero para entender la injusticia de aquel penal sólo se necesitaban ojos, algo de sensatez, y como aquéllos hinchas, comprendieron que lo que el arbitro había sancionado no era políticamente correcto. Al demonio con lo correcto, esa sanción era inaudita, totalmente apelable. Dejemos de lado la conducta que los de azul deben tomar en estas cuestiones. Reprimir, no serviría, eran cien contra diez miles. Refuerzos, no pedirían, las entradas al estadio, casi como una estrategia militar más que acertada, fueron lo primero en ser clausuradas. ¿Y ahora?. Sumémonos. Disparos al cielo, cachiporretazos al aire y a las instalaciones periféricas.
¡A los jugadores! Gritó uno con voz de mando, tal vez un cabecilla o la resurrección de Napoleón. La masa avanza, ahora algo disipada en ataques a periodistas que nada tenían que ver en ese penal malogrado. Ustedes tienen que informar la verdad, y la verdad es que eso no fue penal. Pero los periodistas no pudieron salvarse, aunque de ellos no se que ha pasado. Sólo se que los jugadores echaron a correr. Los contrincantes, de remera amarilla, poco pudieron hacer. Pues eran identificables a distancia considerable. Al ser vistos nada los socorrería. Algunos entre llantos de impotencia suplicaron perdón, otros corajudos intentaron sortear con esquivos a la gente, pero esos duraron segundos. El arquero y el delantero, aquel nueve que generó el penal, llegaron al vestuario y cerraron las puertas. Malos amigos. Al parecer uno que otro pudo entrar. Pero la gran mayoría se ahogó en círculos, en remolinos de gente, que los encerró y se los tragó. Los jugadores locales fueron desvestidos instantáneamente. Una ráfaga de manos los dejó como Dios los trajo al mundo, y aquellas manos se apoderaron de la vestimenta preciada y valiosa para cualquier fanático empedernido. Desnudos corrieron al vestuario local. Sus vidas, intactas.
La imagen que mis ojos vieron fue difícil de explicar. Las bandejas del estadio, vacías, las salidas clausuradas. La bandeja concedida a los visitantes, también, salvo algunos valientes que se quedaron a observar la crisis. El circulo central era fuego, humo y cenizas. Los arcos ya no eran sino caños blancos, armamento inexorable para gigantes como Goliat o un malvado Gulliver. Las periferias del campo de juego estaban peladas, ni un cartel, que pasaron a ser madera y ahora aire negro. La gente dividida en círculos humanos, en el medio, las víctimas.
De a poco, todos empiezan a frenar, a anestesiar ese afán cavernícola inconciente, de épocas inmemoriales, que todos, doy fe, tenemos en algún lugar del cuerpo. Pero creo que miento. Porque esa adrenalina voraz, no ha muerto. Sólo se detuvo, por un instante, a sondear lo que el hombre fuera de su equilibrio típico, puede generar. Unos se miran entre ellos, miradas inquisitivas. Unos observan anonadados y atontados. Pero sorprendidos porque falta algo. Los ojos se leen, como los parpados, las pestaña y las expresiones. Si, el arbitro.
Dejan de lado lo que hacen, todo, lo dejan de lado. El que navega las fosas deja de hacerlo, el que quema los pocos carteles que quedan vacantes, también lo hace. Debían recordar el motivo de este infierno, y lo recordaron. Donde está, preguntan algunos. No lo veo. Yo tampoco. Busquemos. Ya, eficacia. Que no se escape. Y ahora como niños en Navidad o como turistas en ciudad por conocer, verifican, intentan encontrar ese regalo o ese monumento exclusivo, que en realidad, no es ni uno ni otro, sólo un humano que ha cometido, tal vez, un error, tal vez, un acierto. Y levantan todo lo que encuentran, miran detenidamente, con palos golpean el agua de las fosas o en batallones de diez o doce personas, recorren las bandejas peladas. Nada.
El fuego ya cesó, las luces del estadio no alumbran, aunque deberían, porque la tarde ya duerme y la noche nació hace un rato. El arbitro no ha aparecido. Cansados de tanta barbarie, algunos insisten en abrir las compuertas de lo que era un estadio. Otros dan el paso afirmativo para hacerlo, sin temor a las posibles causas judiciales que puedan devenir de éste suceso épico pero incorrecto, ilegal.
Y las masas se mueven lentamente, ni fuerzas para arrastrar los pies, ya han salido a la primer entrada del estadio. El olor a sudor y a humo es implacable. Las piernas aún tiemblan un poco. Algunos susurran con compañeros desconocidos que han contribuido a ese Apocalipsis ya terminado. Se nos fue la mano, No, a mi me parece que estuvimos bien, Si, había que evitar el gol, Claro, fue una verdadera injusticia, El partido había que ganarlo como sea, Tenés razón, Bueno, chau viejo nos vemos, Algún día nos veremos, Un gusto ser parte de la historia, risas, un gusto. Y el hombrecito, que de algún lugar, quien sabe donde, consiguió una gorra roja, unos lentes opacos, una campera larga hasta las rodillas, unas medias negras y botines combinados del mismo color, giró a la izquierda, dejando de lado a la masa. Subió al auto. Juró nunca más cobrar un penal. |