La idea de salir de casa, y enfrentarse a los pensamientos de otros seres humanos, la hacía sentirse muy cobarde. A veces, lo pensaba detenidamente, intentando ver en su "Don" ese lado positivo que algunos veían. Casi nunca lo lograba.
Leer la mente de los demás no era más que una maldición, que le daba de comer todos los días -pero una maldición al fin y al cabo- y le permitía tener una vida tranquila y aislada en los 150 metros de local que compró hace algunos años y habilitó como vivienda-loft, libre de estancias y espacios reducidos. El mero hecho de pensarse encerrada en pequeños habitáculos comunicados entre si por puertas, era como todas esas veces que se había quedado atrapada en la mente de algún psicópata. Sin salida, a expensas de las maquinaciones de esos enfermos. Todo era tan macabro, tan siniestro... que ya no encontraba un solo ápice de cordura en nadie. Estaba cansada de las miradas grises, de los rostros inexpresivos, de los gestos fingidos y a veces exagerados. Tenía la certeza de no conocer a un solo ser humano natural, espontáneo, sin reveses ni dobles fondos. Por ese motivo cada día al salir de la oficina, en la comisaria donde trabajaba, jamás se detenía en ningún lugar, necesitaba llegar a casa cuanto antes, para estar a salvo.
El único espacio breve, en el que solía pasar mucho tiempo, era la pequeña cornisa de la ventana que había junto a su cama. Todas las noches se sentaba en ella, dejando que sus pies colgasen hacia el vacío, cerraba los ojos e intentaba escuchar tan solo el susurro del viento. A veces, lo lograba...
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