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La Mansión en la Colina

Lo último que pude escuchar antes de salir de aquella camioneta fue el inquietante boletín sobre la fuga de un peligroso criminal en Creel, con éste preludio obscuro llegué a La Bufa un día cuatro del mes de junio. Recuerdo a la perfección que era un día caluroso y despejado, la barranca que rodea el pueblo parecía cubierta de vegetación hasta el más pequeño de sus recovecos y flotaba en el aire un delicioso olor a tierra mojada y flores nuevas, la mezcolanza olfativa deleitaba mi nariz de manera exquisita y es tal vez por todas estas sensaciones tan vívidas y amables que recuerdo con tanto ahínco mi primera impresión de aquél lugar ignoto.
Eché un vistazo largo a mi rededor después de que la camioneta en la cual había llegado se perdió en el horizonte detrás de una colina, dejándome solo a la entrada del pequeñísimo poblado. Me encontraba fascinado echando las primeras ojeadas a ese misterioso lugar del que tanto había oído hablar a mi madre. El trino de las aves podía escucharse como una hermosa sinfonía y una sensación apacible se cruzaba con el resto de mis sentidos permitiéndome sentir, una vitalidad inexplicable y armoniosa. Todo era mejor aún de cómo lo había imaginado. Entonces levanté mi vista aún de pie en el mismo lugar donde me había dejado el vehículo y fue cuando la vi; justo a la mitad de la barranca, una enorme y lujosa casa al estilo victoriano que dominaba todo el panorama rural y solitario a mi rededor, estuve allí observándola durante un largo rato imaginando de quién podría pertenecer aquél hermoso monumento a la arquitectura decimonónica. Después de aquellos instantes observando sin parpadear la construcción americana, tuve una extraña sensación, como si desde una de aquellas incontables ventanas empolvadas, alguien o algo me observase con detallada minuciosidad, sentí un escalofrío y aparté rápidamente mi vista para comenzar a caminar en dirección a una pequeña tienda justo a la mitad del pueblo, el cual, era ridículamente pequeño y al mismo tiempo humilde.
Entré al establecimiento, una cabaña no más grande que el resto y encontré dentro a un hombre viejo detrás de un mostrador de madera y vidrio, del otro lado, estaban platicando plácidamente con el viejo del mostrador una hermosa muchacha tez blanca de cabello negro y un joven robusto y rubio. Di las buenas tardes; me presenté inmediatamente, les pregunté si podrían decirme dónde encontrar la casa de los hermanos Noriega, mis tíos maternos, y ellos afirmaron dándome algunos detalles de cómo llegar. Estoy seguro de que habría encontrado la casa sin problema alguno, sin embargo la joven pareja se ofreció a llevarme personalmente asta allá:
—Yo vivo más arriba de donde tus tíos, su casa me queda en el camino —dijo la hermosa joven de ojos café.
Salimos los tres juntos del establecimiento en dirección a una vereda ancha que subía directo por una colina y la muchacha inició una conversación con un tono amistoso y alegre, el joven rubio parecía más serio, pero no menos amigable, reía de vez en cuando con los disparates de la muchacha.
—¿Ustedes son novios? —pregunté al notar la familiaridad con la que se trataban ambos.
—No ¡qué va! somos amigos, pero nos conocemos de toda la vida, por eso nos llevamos tan bien, además somos los únicos jóvenes de este pueblo, todos por aquí, excepto por nosotros y los hijos de Tischler, son personas mayores.
—Cuántas personas viven aquí aproximadamente? —indagué para no quedarme callado.
—Veintiocho, exactamente —contestó el muchacho de manera tajante y segura.
Pregunté entonces sus nombres a mis acompañantes y a que se dedicaban, contestando ella, que se llamaba Olalla y él chico rubio, Omar. Ambos eran estudiantes y en ese momento pasaban las vacaciones en su pueblo.
Mientras subíamos por el rustico camino de terracería me detuve unos instantes a retirar de mi cara el sudor que ya se había formado en mi frente, con un pañuelo en mi mano realicé el acto y mientras levantaba mi rostro, mis ojos se detuvieron echando una mirada minuciosa a la vieja casona que dominaba el paisaje. Estuve así por algunos instantes cuando mis compañeros notaron mi retraso, ella regresó y me habló de frente sacándome súbitamente de mi pequeño trance:
—Bonita, ¿verdad? está abandonada desde que mi abuela era una niña, es la mansión Sheperd, los dueños de las minas de La Bufa.
Dejamos de lado el tema y continuamos caminando colina arriba hasta que pude ver apareciendo poco a poco delante de mí, una cabaña pequeña y rodeada de fértiles árboles frutales, había un perro afuera que cuando nos vio se encaminó a nuestro encuentro meneando la cola.
—Aquí es —dijo Olalla con una sonrisa.
Abrí la chirriante puerta del cerco de madera y antes de entrar al terreno, Olalla me avisó que más tarde, al anochecer, ella y Omar pasarían por mí para reunirnos en el pueblo con los antes mencionados Tischler y algunos amigos que llegarían del poblado vecino, acepté que así fuera y me despedí de ellos agradeciendo sus atenciones.
Pasé algunas horas charlando con mis tíos de asuntos diversos; sobre mi viaje, sobre mi abuela, sobre las novedades de la ciudad... de nada interesante realmente. Después acomodé mis maletas en una de las dos habitaciones y me recosté en un catre viejo para descansar de mi viaje de nueve horas hasta el pueblo.
Me despertó mi tío indicándome que Olalla y Omar estaban en la cocina preguntando por mí.
—Eres rápido para hacer amigos —dijo el mayor de mis tíos mientras sonreía y se retiraba dejándome solo en la habitación.
Me calcé las botas y me dirigí hasta donde mis nuevos amigos aguardaban por mí, los saludé dándoles las buenas noches y ellos contestaron al unísono mientras se ponían de pie para salir cuanto antes y bajar al pueblo.
Debido a los altos cerros y grandes colinas que rodean a La Bufa, la noche parecía haberse adelantado algunas dos horas al crepúsculo, el viento era cálido y sobrecogedor, tanto que me pareció un lugar de lo más agradable pese a la penumbra espesa que ya comenzaba a bloquear por completo, los últimos vestigios de luz que aún se mezclaban tímidos entre las nubes cobrizas.
Caminamos, y mientras iba pendiente abajo pude distinguir en medio de las abandonadas chozas de adobe y madera una pequeña hoguera encendida, alrededor unas siete personas se reunían dibujando sus siluetas obscuras y alargadas que danzaban al ritmo que el fuego imponía.
Una vez abajo, en el pueblo, junto aquella fogata, fui presentado por Olalla ante quienes allí se encontraban reunidos, entre ellos habían dos jóvenes, mujer y hombre, de apellido Tischler; uno más que se presentó como David Jefferson, una muchacha rubia llamada Eva y otros tres cuyos nombres no concierta precisar por meras cuestiones de resumen. Todos parecían tener aproximadamente mi edad y gracias a ello pude sentirme rápidamente en confianza dentro del grupo.
La noche estaba extremadamente obscura, tanto que de no ser por aquella lumbrera en medio de nosotros creo que habría sido imposible reconocer nuestros rostros incluso a cinco centímetros del otro. Algunos sonidos de insectos podían escucharse en la lejanía y en el cielo sin luna las estrellas tiritaban indiferentes ante nuestra alegre reunión.
Después de algunas horas de risas, la junta se tornó un poco más seria, pero aún así continuaba siendo una charla despreocupada, cada quien comenzó a relatar pasajes de cuentos e historias narradas por sus padres, sin embargo ninguna en particular llamó tanto mi atención como la que Olalla contó una vez que pregunté la razón del abandono de la mansión Sheperd:
“Fue hace mucho tiempo: este pueblo era casi una ciudad pequeña y la riqueza que producía la mina podía competir con la de las más grandes del país. Mi abuela dice que antes de que nuestros padres nacieran, el pueblo tenía de todo tipo de negocios; tiendas, burdeles, un cine y cantinas por doquier. Aunque ustedes no lo crean, era un lugar lleno de luz y vida, difícilmente habría quien en el pueblo no se dedicara al negocio de la minería o no obtuviera de ello un incentivo bien remunerado.
”La mansión se construyó unos tres años antes de la llegada de los Sheperd, trajeron desde los estados unidos a un arquitecto gringo para que diseñara la casa y supervisara la obra. Una vez terminada, acarrearon muebles desde Inglaterra y ya amueblada y lista llegaron los Sheperd para hacerse cargo prácticamente de todas las finanzas en La Bufa; la familia estaba conformada por tres miembros únicamente, la pareja de esposos y su joven hijo, Robey, pianista virtuoso y de temperamento explosivo.
”En ese entonces vivía también, en una casa humilde y de familia pobre, una muchacha muy bonita, se llamaba Remedios. La belleza de Remedios era tanta que Robey no tardó en notarla, y apenas al verla podría decirse que se enamoró de ella, pero era algo más que amor, porque según dicen, se obsesionó con la idea de hacer de ella su esposa y llevarla a vivir con él.
”Durante mucho tiempo él intentó cortejarla, sin embargo parecía que la Remedios no le hacía mucho caso, era muy joven para él, solo tenía dieciséis años, mientras Robey ya rayaba en los treinta.
”Pasaron dos años desde la llegada de los Sheperd, y repentinamente la familia cayó enferma de sarampión, solo Robey sobrevivió heredando todo cuanto tenían sus padres. Esto significó de alguna manera, para el heredero, tener más libertades de las que ya tenía antes de la muerte de sus progenitores, así que obsesionado con la idea de casarse con Remedios, ofreció una generosa suma a los padres de ésta, quienes aceptaron sin oposición aparente.
”Remedios jamás estuvo de acuerdo con el trato, más que nada porque, sin que nadie estuviese enterado aún, desde hacía varios meses mantenía un romance con Carlo, el hijo de un minero. Ésta pequeña aventura significó la repentina desaparición de ambos amantes y simultáneamente la del mismo Robey.
”Robey Sheperd se convirtió en un hombre posesivo y celoso, transformó su mansión en un muy bien resguardado castillo al cual nadie podía entrar o salir sin el consentimiento directo del propietario. Remedios y Carlo, pronto idearon la manera de estar juntos, y sin que Robey estuviese enterado de lo que ocurría entre su esposa y el hijo del minero, éste aceptó al joven como jardinero de la casa.
”Nadie que no fuera mujer podía entrar y, una vez en el interior, nadie salía; cinco sirvientas se hacían cargo de los quehaceres diarios desde muy temprano por la mañana y una vez entrada la noche volvían todas a sus respectivos hogares, siempre recibidas y despedidas por el propietario en persona. Pese a que Carlo estaba imposibilitado para entrar y encontrarse personalmente con su amante, una de las sirvientas se encargó de propiciar el idilio por medio de cartas, no fue muy difícil convencerla luego de que se le ofreció una cuantiosa cantidad, así trascurrieron varios meses, hasta que finalmente, ambos planearon la fuga.
”Por las tardes, antes de cerrar cuidadosamente con llave cada puerta de la mansión y anteriormente asegurar cada ventana, Robey se retiraba tranquilamente a caballo para administrar personalmente los asuntos relacionados con la minería. Este fue el jaque por donde Carlo planeó su movimiento final; una vez que el suspicaz esposo dejara a su mujer al cuidado de las sirvientas, Carlo subiría por la barda del traspatio donde previamente había elaborado una escalinata con “la finalidad” supuesta de que las hiervas enredaderas trepasen hasta la ventana del estudio y “dar una mejor vista al jardín”. Mientras su esposo dormía, Olalla tomó cuidadosamente el llavero y por medio de un molde, Carlo obtuvo una copia de la llave del estudio.
”El día planeado para la fuga, no se obtuvo el resultado que se esperaba, porque esa misma tarde Robey decidió pasar el día encerrado en el estudio tocando el piano. Todos en el pueblo pudieron escuchar la melodía rebotar entre los muros de piedra que conforman la barranca que rodea a La Bufa, era como si un apasionamiento sobrenatural se hubiese apoderado del alma de Robey y la extraña melodía hipnotizara a los pobladores.
”Hechizada por el calmante efecto de la mística habilidad de Robey, Remedios cayó en un sopor ineludible que le rindió sentada en el sillón de la sala ¡que tragedia significó para ella el inocente embrujo del sueño!, por un descuido y dados los planes de fuga para ese mismo día, ella no había quemado la última carta donde se planeaba el escape (tal como había hecho con las otras), así que inocentemente, Robey bajó las escaleras desde su estudio hasta donde Remedios dormía, y al tocar con su mano el pecho de la joven, encontró aquella carta delatora.
”Su ira fue tanta que sería imposible tratar describir lo que seguramente pasó por su cabeza, sin embargo, pese a su impulsiva naturaleza, permaneció frío e hizo como si no supiese nada, esa misma noche, después de pagar bastante bien a las sirvientas, las despidió y ordenó que no volvieran pues su trabajo allí había terminado.
”Conciente de que el plan de fuga de su esposa había sido frustrado, pero aun estaba vigente, ideó una manera de alargar el plazo con fines desconocidos para todos quienes hemos contado la historia, así pues, durante una semana, permaneció en casa con la excusa de sentirse enfermo. Todo el día, desde el amanecer hasta muy entrada la noche, tocaba su piano con esa majestuosa habilidad con la cual había sido concebido; abría las ventanas e interpretaba piezas que él mismo improvisaba. Mi abuela cuenta que, a veces, la gente se sentaba en lugares cercanos e incómodos con la única finalidad de escuchar al virtuoso interpretando aquellas indescriptibles melodías; cada rincón de la Bufa se conmovía con las notas dilucidadas cuando desde la mansión, fluía esa música melancólica, a veces llena de rabia, que parecía brotar de lo más profundo de sus entrañas. Algunos como yo, simplemente hemos concluido que aquello no era otra cosa sino un atributo más de su trastornada mente, sin embargo, hubo quienes aseguraron que la melodía era un hechizo cuyo conjuro misteriosamente no podía ser invocado con palabras, sino con música.
”Por fin, una mañana, el piano dejó de escucharse, había terminado la extraña obsesión repentina. Robey salió de la mansión asegurando como de costumbre cada ventana y puerta, solo que ésta vez, dejó abierta la entrada al sótano.
”Inmediatamente, a caballo, fue rumbo a la mina, asegurándose de que todos pudieran verle partir, una vez fuera del alcance de la vista de cualquiera, subió una vereda y se situó no muy lejos de su casa, desde donde observó con paciencia hasta la caída del crepúsculo en La Bufa, allí vio al odiado rival, subiendo como lagartija por la trepadera de las enredaderas y cerrando la ventana tras de sí.
”Robey bajó rápidamente y en silencio, trepó también por donde las enredaderas y cerró por fuera la ventana, luego, de puntas caminó hasta la entrada al sótano y se metió en la casa. Nadie sabe con exactitud lo sucedido una vez que ambos se encontraron dentro, pero una serie de gritos horribles escapó de la mansión y pudieron ser escuchados por cada habitante de La Bufa. Repentinamente, todo quedó en silencio, no había siquiera un ave atreviéndose a hacer el más mínimo sonido y en medio de aquél desconcertante enigma, el piano de Robey comenzó a resonar con extrema violencia y menguando, gradualmente, la agresividad hasta convertirse en una melancólica y casi conmovedora pieza, esta vez, nadie quiso siquiera acercarse a dónde la música era interpretada, y en medio de las más obscuras tinieblas, el piano dejó de escucharse hasta la media noche.
”Pasaron varios días antes de que alguien se atreviera a subir hasta donde la enorme mansión se erguía funesta y bruna entre la vegetación de la colina, pero la inminente desaparición de Carlo no tardó en levantar obvias sospechas, entonces así, acompañados del alguacil, los padres del joven subieron hasta la residencia Sheperd sin encontrar rastro alguno de su hijo y moradores, la búsqueda jamás pudo realizarse a detalle, porque nadie fue capaz de abrir una sola de sus ventanas o puertas, sobre todo, por miedo, por otro lado, tan hábilmente habían sido puestos aquellos barrotes y tan únicas e impenetrables sus cerraduras, que incluso hoy, aquella mansión ha permanecido cerrada, guardando en su interior el secreto de aquella misteriosa desaparición.
”Se preguntarán ustedes por qué nadie se encargó de derribar las puertas o ventanas de la mansión, pues eso mismo pregunté yo, y ninguno de mis familiares, incluyendo a mi abuela, fue capaz de darme otra respuesta sino que es tanto el horror inspirado por la figura de Robey entre los habitantes de La Bufa que incluso hoy, pensar en irrumpir en aquella lúgubre mansión provoca un inexplicable temor, hoy mismo, si se atreven a ir más allá de la escalinata, sentirán en rededor una pesada presencia de algo inmundo y poderoso”.
En este punto Olalla detuvo su narración, y uno de los jóvenes del pueblo vecino, echó una carcajada:
—¡Patrañas! —exclamó David Jefferson con tono irónico— yo mismo soy capaz de ir solo hasta allá arriba, entrar en la mansión y volver tranquilo con alguno de sus polvientos recuerdos.
—Apostemos entonces —dijo Eva —en tres días nos veremos aquí de nuevo y habremos juntado una cantidad de dinero para entregártela en las manos si a caso eres capaz de hacer cuanto has dicho.
Todos estuvimos de acuerdo con la propuesta y allí dimos por concluisa la reunión.

A la mañana siguiente, di un paseo en solitario por aquellas sendas verdes y abandonadas, muchos de esos caminos ya habían sido casi por completo devorados por la vegetación, e incluso por los cuales aún se tenía circulación relativamente regular, podían verse por doquier maleza y piedras enormes atravesadas. Debido al sofocante estío representado por el clima vaporoso de la bufa, no tardé en sentirme acalorado, sin embargo, no fue nada con lo que una refrescante zambullida en el agua no pudiera lidiar; bajando hasta el fondo de la barranca hay un río, allí me dediqué por un largo rato a bañarme y nadar despreocupadamente, me parecía que todo aquél pueblo fantasma era un extraño santuario semitropical injustamente abandonado.
Al subir de nuevo me encontré con mis nuevos amigos, Olalla, Benjamín Tischler, su hermana Adriana Tischler y Omar, me reconocieron de inmediato y amablemente fui invitado a tomar parte de la compañía, juntos nos dirigimos a comer en una pequeña fonda en el antes mencionado pueblo vecino, a todo esto llamado Batopilas. Horas después, volvimos a La Bufa a pasar un rato agradable recostados a la sombra de un limonero. Así pasamos el resto de la tarde y, una vez anochecido, nos retiramos cada quien a sus respectivos hogares.

Llegó finalmente el día acordado en el que David Jefferson se adentraría en la inexplorada mansión, entonces reunido todo el dinero, lo colocamos en una cajita de madera y esperamos la llegada del valiente. Media hora después de estar acomodados en rededor del fuego, apareció por fin David, traía en sus manos un par de tele comunicadores de largo alcance y con ellos nos comunicaríamos durante el transcurso de la expedición.
La noche era espesa y sus tinieblas impenetrables, nada que estuviese más allá de la luz del fogón era visible, por lo cual, fue necesario dotar a nuestro compañero con una vieja linterna de baterías.
Armado únicamente con su valor, David Jefferson se adentró en la maleza que cubría el camino, subiendo directamente aquella escalinata de piedra casi desaparecida. Allí comenzó a narrar con minucioso detalle todo cuanto pasaba ante sus ojos, podíamos, mientras tanto, escuchar por medio del comunicador sus pasos en la tierra, de momento nos sorprendió la claridad con la cual llegaba hasta nosotros el sonido de su voz y el sofocante ruido ambiental al mismo tiempo. Luego de aproximadamente diez minutos, pudimos escuchar su voz cansada emitiendo una nueva:
—Estoy frente a la casa —dijo sofocado—, voy a buscar alguna ventana o puerta abierta por donde pueda entrar —efectivamente, su linterna podía verse desde donde estábamos como un pequeño haz de luz extraviado entre la más aciaga y negra obscuridad, la luz se perdió repentinamente—. Estoy ante la puerta del sótano, parece que está abierta, así que voy a entrar —se dejó oír una bisagra chirriante y un pesado portón de madera azotando violentamente—. Bajo los escalones, es un largo trecho, hace frío, mucho frío aquí dentro —en este punto cada quien se aproximó al comunicador prestando minuciosa atención.
—¿Qué hay adentro? —cuestionó Eva.
—Un desastre, telarañas por doquier, botellas de vino rotas en todo el suelo y cajas de madera abiertas, están vacías —se detuvo unos instantes para luego continuar—, aún hay agua potable aquí, se formó una pequeña charca y uno de los tubos gotea sobre ella —efectivamente, escuchábamos el sonido de las gotas haciendo eco al caer en el charco—, frente a mí hay unas escaleras, voy a subir.
Una vez más entre aquél silencio pudimos distinguir claramente sus pisadas torpes subiendo por la chirriante escalinata, en éste punto indicó que la puerta estaba cerrada con dos candados viejísimos y oxidados.
—Aquí hay una pala de fierro carcomido y mango quebrado, voy a usarla para forzar los seguros, parece que tenías razón Olalla, es como si nadie hubiese entrado a la mansión en casi un siglo.
David pudo por fin forzar las cerraduras, así lo cercioramos cuando escuchamos aquel sonido sordo indicando cómo la madera podrida cedía ante el forcejeo de Jefferson. Ahora, notablemente temeroso, subió hasta la planta baja de la mansión y atentos, todos quienes permanecíamos junto a la hoguera, continuábamos auscultando su narración, esta vez, únicamente el sonido de sus pasos y locuciones torpemente temblorosas eran aquellos sonidos que salían del frío comunicador.
David Jefferson apenas podía mantener cierto ritmo en el sonido de su respiración (notoriamente agitada en aquél punto), pues un extraño y sobrenatural cansancio se apoderaba de aquel cuerpo macilento, quizás, consecuencia del pesado ambiente en rededor. Aunque sus intenciones en principio no habían vacilado en lo más mínimo, ahora los latidos de su corazón delataban en él un temor espantoso que le oprimía el pecho. Su voz a esta ahora carecía de aquella voluntad y enérgica resolución con la cual noches antes, a la luz de nuestra hoguera, había proferido esa apuesta contra los temores de quienes escuchamos la historia de Olalla.
Veinticinco minutos exactamente habían pasado desde que le vimos por ultima vez adentrarse en la maleza que cubría la empedrada escalinata, y en esa fracción relativamente corta, ya habíamos notado un cambio extraordinario en su ánimo. Sus pies hacían crujir la espesa polvareda con la cual se había cubierto el suelo de la enorme mansión abandonada. Paso a paso narraba con detallado lujo cuanto había en la planta baja; un piano de cola, una biblioteca pequeña cuyos libros, consumidos por el tiempo y las plagas, ya casi habían desaparecido en su totalidad; camas en las cinco habitaciones aún tendidas con soberbio detalle, sillones verdes al estilo Luis XV, también, casi inútiles; una mesa de roble con un candelabro en el centro y cuyas velas derretidas se habían adherido afanosamente al mantel color vino; sillas convertidas en astillas regadas por doquier, victimas quizá, de algún fiero combate, compañeras a su vez, de numerosas copas destrozadas en el suelo.
—Voy a subir —indicó Jefferson esta vez aún más temeroso que antes.
La escalinata de madera producía un chillido monótono y tétrico que nos hacía respirar apesadumbrados junto a aquél quien había irrumpido en la tétrica pesadilla transfigurada en mansión. De pronto, una voz femenina se filtró en la transmisión haciendo que cuantos estábamos sentados en rededor del comunicador nos estremeciéramos con un escalofrío que recorrió nuestras espinas erizándonos los vellos.
—¡¿Quién está contigo?! —pregunté alterado, pero ni una palabra fue devuelta en respuesta, solo aquel sonido monótono de caminata dejó escucharse por aquél raquítico aparato— ¿quién está cantando? —cuestioné una vez más, en esta ocasión, una voz torpe y con trémulo acento contestó apesadumbrada.
—Nadie está conmigo, no me juegues esas bromas tontas que ya mucho tengo con estar aquí yo sólo —pero todos quienes permanecíamos a la expectativa oíamos claramente una voz de mujer cantando una melodía horrorosamente bella y triste.
—¡Te digo que hay alguien allí contigo! —y la voz nerviosa de nuestro amigo se quebró en un espantoso llanto.
—¡Voy a salir! —aquí escuchamos claramente aquélla femenina locución llorando no muy lejos de nuestro compañero y produciendo con su querella un eco odioso —¡la puerta del sótano se ha cerrado, estoy atrapado aquí dentro! —su respiración era tan agitada y el ambiente había tornado tan pesado que nos fue difícil, incluso a nosotros, respirar aquél aire espeso y duro que bien podría cortarse con un cuchillo. Una vez más, la fantasmal emisión dejó escucharse con un tono claro, profiriendo una advertencia espantosa:
—¡Sal pronto, lo harás enfadar! —dijo aquella mujer de ultratumba.
Todos juntos gritamos y al mismo tiempo que nuestros convulsos cuerpos se sacudían como uno solo, se dejó escuchar un horrible alarido desgarrando el mutis absoluto del cual era bóveda siniestra La Bufa. Una serie de ruidos violentos matizaron aquel concierto macabro y una explosión de vidrios quebrándose y golpes secos acompañaron los desesperados lamentos de David Jefferson, la desgarradora voz femenina, entre suplicantes gritos y llantos, se unió a la infernal vorágine de rumores y, no bien pasaron algunos segundos, el pueblo entero pudo escuchar todo cuanto pasaba dentro de aquella infernal casona. Algunos de quienes hasta entonces habíamos permanecido junto al comunicador corrieron dando aullidos indescriptibles y se perdieron entre las obscuras y amenazantes tinieblas. Solo tres quedamos junto al fogón, a esas alturas, era innecesario hacer uso del comunicador, pues los aberrantes bramidos de David Jefferson rebotaban libremente en las paredes de la siniestra barranca, convirtiendo a cada morador del pueblo, en un testigo impotente de aquél siniestro espectáculo.
El silencio nuevamente se apoderaba del pueblo y tras algunos minutos, una melodía de piano, triste y horripilante sacudía cada piedra. Después de prolongarse por varios minutos, la música cedió una vez más el turno al mutismo perpetuo.
Una pequeña comitiva de vecinos fue inmediatamente congregada; diez hombres con linternas y rifles, entre ellos mis tíos, se apresuraron a subir la escalinata. Al cabo de varios minutos, como truenos de tormenta, una serie de disparos sacudieron violentamente el aire. Una hora más tarde, los diez hombres volvían cargando con un par de bultos en mantas, uno de ellos, era el cuerpo molido y pálido de David Jefferson, cuyo rostro no fue autorizado a ver por nadie, el otro, el cadáver baleado del prófugo mencionado en la radio en mi llegada. Sin embargo, nadie fue capaz de explicar lo atestiguado por todos nosotros, por qué el cuerpo de Jefferson había sido encontrado fuera de la mansión y qué había sido aquella música de piano tan claramente escuchada por todos durante la noche del asesinato, pues una vez de vuelta, los miembros de la comitiva, juraron por el cielo, que todas las puertas y ventanas de la casa permanecían tan bien cerradas justo como casi cien años atrás.

Texto agregado el 25-10-2011, y leído por 147 visitantes. (1 voto)


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31-07-2015 Pasado y presente unidos en un apasionante relato. pantera1
 
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