Desde aquel día, yo me dediqué a mis faenas escolares con cierto ímpetu –como el que se aplica al principio de cualquier actividad nueva que se haya decidido emprender–. Mi compañero me era ciertamente indiferente. Así pasaron unos días –quizá transcurrió un mes–, hasta que todo cambió; en un día como cualquier otro, mi vida dio un giro abrupto y nunca más volvió a ser la misma.
Fue en la cafetería de la escuela, donde otro estudiante que nunca había visto, se sentó en mi mesa y me empezó a hablar haciéndome las preguntas que se dicen sólo por hacer plática. Me pregunto de dónde soy, le respondí y le hice la misma pregunta. Preguntó dónde estaba viviendo, le dije que en el edificio Santo Domingo.
–¡En serio!, Entonces debes de conocer a Cesar.
–¿Quién Cesar?, Yo no conozco a ninguna persona con ese nombre –le dije un tanto consternado–.
–Bueno, en realidad no se llama así –rectificó con un aire despreocupado–, la verdad es que no sé como se llama, pero una vez nos dijo a todos los de la clase, que quería que nos refiriéramos a él con ese nombre. No sé por qué.
Después de unos minutos de charla, caí en la cuenta de que se refería a mi compañero de cuarto. Le pregunté qué tenía de especial esa persona a lo que contestó que era un tipo muy extraño; que sus rarezas comenzaron a hacerse evidentes desde el primer día de clases.
–¿Lo conoces?–me preguntó ahora un poco insistente–.
No sabía que hacer, no le quería decir que en realidad se trataba de mi compañero de cuarto, pero yo deseaba saber más acerca de él, o más bien, de las cosas raras que habían notado los demás estudiantes.
(continua) |