Por fin conocí el silencio. El verdadero silencio. Y fue largo, duró un buen rato. Estuve en esta habitación de paredes antiguamente blancas, marcadas y rayadas, y repentinamente llegó. No lo esperaba, eso debo asegurarlo. La sensación fue extraña al principio, luego tranquilizadora, pacífica. El silencio, ese sonido mudo, esa nada en los oídos por un lado, y yo, el receptor, expectante, por el otro. Salud a este momento pensé, momento cargado de emociones, de un zumbido en los oídos que sufren por no estar escuchando algo especifico, por las manos que se inquietan, por la cabeza que piensa y piensa y piensa. Eso es el silencio, es vacío, es falta de sentido, una marca imborrable en la piel que hace al cuerpo de cárcel. El silencio como parte de vida, el ojo del huracán, el antecedente a la tormenta, la quietud. Pero entonces todo se hace eterno, todo aire deja de ser calmo, los pensamientos vigésimos y trigésimos, los recuerdos borrosos e imperfectos, la vida en un instante, la muerte en dos. Todo vuela en ese silencio misterioso, todo es y no es. Y no experimentaba un delirio, experimentaba un pasado, tormentos de la juventud, un padre que golpeaba, una madre saturada. Una escuela-prisión refleja momentos de insatisfacción, tareas incesantes y amigos no del todo amigos. Mentiras que se equivocaron. Verdades siniestras. Una universidad inconclusa, la necesidad de trabajar y conseguir el mango para la independencia. Chau viejos, algún día hablamos. Lejanía cercana, un hogar inestable que se va con unas rentas impagas. Una mujer devaluada por los años y las presiones que me cierra la puerta de un portazo. Y la calle, la desesperación. Vagar, buscar, comer sin respirar. Techos que me salvaron del agua, lluvia que hizo de ducha, drogas fraguando el hambre, la realidad. Nada, todo es pero no, como este silencio. Privarse de sueños, eso fue lo que ocurrió, el día a día, sufrir hoy para seguir sufriendo mañana. Ver coches que comprarían una casa, ver derroche que pagaría un sándwich y conformaría un estómago. Y más, más, mucha más necesidad. La ropa desgastada, zapatos agujereados, vicios mortales, olores horribles, basura y comisura. Sensación de desgano que el silencio acarrea. Vida de mierda. Me cansé, basta, borro y empiezo de nuevo. Y como se empieza desde cero cuando todos están llegando al final. Me equivoco, vivo y me equivoco. La encuentro, buena pinta y cartera cara, que carajo, le rajo un tiro y la cartera es mía. Lo hago sin pensar, corro sin parar. Mujer madre de siete hijos asesinada cruelmente, pucha que no parecía para tanto. Y hay testigos, más allá del aire y de este silencio, hay testigos. Se acuerdan de mi cara, de esa ropa que no podía cambiar por otra porque es la única que tengo en el suelo de la estación de tren que hace de cama y de esa pistola. No fue difícil. Esposas, algunos golpes correctivos, juicio de por medio, sentencia de hora y media y esta habitación. Y éste silencio, que invita al cambio tardío. Suena la puerta, suena la chicharra, se acabó lo que se daba. Final del asunto. Se rompe el silencio en mil partes, pero por suerte pude conocerlo antes de que esto pasara, después de tantas rutas de ripio llegué a la autopista, y la autopista me deja en la casa de la redención, de la calma interna.


Por un alto parlante, la voz de una persona que está detrás de una ventana y que no está sola anuncia que van a proceder. Le da pie para una frase final, un desenlace a ése cuento. El convicto prefiere callar. Entonces comienza, comienza descendiente la cuenta regresiva, comienza ascendente el dolor, también la electricidad.