Como en varios momentos de la vida la tristeza llega. De a ratos viene y va, pero cuando vuelve es fuerte, muy fuerte. Se confabula, se reúne en el pecho, como hormigas o ratas o tal vez sólo aire, buscando que recordemos, con dolor, el sentimiento que nos genera ésa perdida, ésa derrota de la vida, ése final del juego. Y entonces, el sedante a ésa presión, la anestesia a ése dolor irrisorio y a la vez real, una charla frente al Señor, en su casa, tranquilo, en silencio, sé que me entenderá. Y salgo a la calle, buscando liberarme, suspirando y entonces, por fin, exhalo, exhalo un aire blanco que libera algo, algo de lo mucho que siento.
Viaja sin sentido, al menos eso parece. Porque ya no se lo puede ver. El aire deja de ser blanco, pero sigue siendo aire. Su esencia intacta. Y su trayecto alterado, continua. Haciendo formas vagas, no se entiende si es suspiro, viento, ráfaga o soplido. Simplemente es. Y no le gusta que se lo llame oxigeno o dióxido de carbono, de hecho, siente que sería como llamar a las cosas sin propiedad, como decir a un camaleón, piel, o a un hombre, cerebro o mente, en definitiva, ajustarse a una sola característica de un ser. Entonces, recorre las calles buscando otra nariz u otra envase vacío que lo acobije como un hogar transitorio hasta que ese envase se abra y lo libere, si esa no es su libertad, para continuar con su recorrido intermitente. Sigue. Ahora baja las escaleras hacia la entrada del subte. Pero no va solo. Va con muchos que se codean por llegar hasta la estación y encontrar una nariz, una boca en el caso de un resfriado, quien negaría una buena cama, pero la masa de aire no se detiene y como si fuera un atajo, salen por la entrada opuesta a la anterior perdiendo así su posibilidad de dar vida. Creo que el aire es antiguo. Es antiguo porque siento que no se renueva, es el aire, es ese todo que a la vez no es, y que muchos no ven y sin embargo creen en él. Claro, no todos somos iguales. Otros, hablan de una especie de conspiración. De que en realidad el aire no existe. Que eso que nos permite vivir no es lo que parece. Qué cosa rara… En fin el aire es antiguo. Atravesó etapas, formas, cambios graduales o absolutos de temperaturas, momentos históricos, otros innombrables y pulmones ajenos, tantos pulmones ajenos. De casualidad o mera suerte, podríamos decir, a él siempre le toco andar por la ciudad. Nunca tuvo la desgracia, como le ocurrió a otros, así, de andar de nariz en nariz, tan rápido, tan impensado, que terminó sin darse cuenta en un avión que lo llevaba de regalo, a otros parajes. También el aire, detallista ostentoso, dice recordar los cuerpos que ha recorrido, y la variedad es inexorable, figuras del espectáculo, hombres honorables y otros olvidables (pero tiene muy buena memoria) y, evidentemente, recuerda cada evento de su y de nuestra vida . Si pudiera hablar, creo que delataría algunos hechos aberrantes, alguna que otra mezquindad y porque no, varias regalías y licitaciones mentirosas. Pero, no todo lo visto es malo, es que éste es un aire pesimista, resalta lo negativo y por eso lo sufrimos en cada inhalación, nos queda ese toque amargo que acarrea. Siempre se habla de eso. Buenos Aires queridos ¿dónde están? Y ahora su camino sigue en marcha, ya le he comentado, no se ha topado con algo que lo detenga y hace formas indescifrables que suponen un vocabulario común para todos los aires, no hay torres de Babel, el lenguaje es igual, único, armónico. Cósmico. Llega a la Plaza de Mayo, suspira de recuerdos, como el sueño de una noche, el estruendo de las bombas que alguna vez cayeron lo hacen vibrar y perder una nariz (que lo hace enojar), y ahora lava esa mancha petrolífera con los aplausos y el júbilo del ochenta y tres (su ánimo asciende junto con la altura que lo separa del suelo). Cuánto tiempo. Y se jacta de haber conocido a todos esos héroes y villanos tan de cerca, tan de cerca. Su uniformidad también lo aleja de los signos infranqueables que marcan la vejez, y otros aspectos, como la suciedad, no se delatan en él, porque este es un aire puro, sin gérmenes ni bacterias invisibles que lo ataquen como un virus al cuerpo. Los más sucios o roñosos están lejos, marginados en el horizonte. El humo del tabaco lo ha encontrado por sorpresa alguna que otra vez, pero se las ingenió para evitarlo, pasarlo por alto y seguir con su vida. Con vicios, él no trata. El único vicio, que más que vicio es un habito molesto, porque a él no le satisface, es el de constantemente ser acarreado por masas de aire ajenas en pensamientos o recorridos. Y cuánto le cuesta evitarlas. En un despiste ya anda con ellas, que lo envuelven y lo transportan contra su voluntad a lugares impropios, oscuros o macabros, de donde sale por el mero hecho de ser aire y poder escurrirse, pero siempre alejado de su ruta rutinaria, y así, empezando desde cero con la búsqueda de la vuelta a casa, los caminos cortos, evitar masas de aire caliente y soñar que todos los caminos llegan a Roma se hace mentira. Pero. Por fin casa. Siempre inesperado. La zona que considera “casa” porque desconoce si así se la puede llamar por la continuidad con la cual tiende a dejarla (jamás abandonarla) por otra “casa” momentánea, y así por otra y por otra, es la zona del centro de la ciudad, entre el Obelisco, observador incansable, y la avenida Alem o Colón, su zona predilecta, pues por “casa” se tiende a entender comodidad, lo nuestro, lo que nos resguarda y nos satisface. Y es ésa zona entonces donde así se siente. Es la zona vieja, su zona. Porque es antiguo, vale repetir. Como todos y como él. Él es un todo y todo es un él. Así hablan los Aires. Pero la puerta de un auto se abre, él baila para evitarla, no quiere entrar en el hermetismo mecánico, quiere seguir girando por un rato hasta encontrar una nariz digna de él (también es orgulloso). Zafa, y choca contra un vidrio, problema cotidiano que genera golpes significantes porque, creer que entrará en una tienda o en un comercio se hace una tarea de pensar y decidir si habrá o no una placa transparente que evite su presencia en semejante lugar. Y ahora se golpeó fuerte. Su vista no es muy buena, en eso deja el orgullo de lado, físicamente anda bien, pero los ojos fallan, casi siempre primero, son los dos eslabones que en algunos casos forman una cadena que engranada con otros eslabones como los pelos blancos o los dolores articulares nos lleva hasta el último eslabón, un largo camino, más grande que todos los anteriores, la vejez. Pero el golpe contra el vidrio ya no duele tanto. Y agradece que haga frío. El dolor disminuye más rápido y además no debe andar tan alto, tan cerca del cielo, evitándose complicaciones, para él, por estar lejos de casa, y para nosotros, porque bien sabe el aire que ,como una premonición, aire caliente es sinónimo de lluvia, en el peor de los casos, salvando las distancias con ésta ciudad y sus condiciones, huracanes vertiginosos y asesinos, y eso ya es bastante más grave. La velocidad que toma no supera los quince kilómetros, han habido semanas en que supo llegar a correr hasta a noventa por hora, y eso era un verdadero problema, en todo sentido, porque el llegar a “casa” poco ocurría, se perdía entre calles o departamentos o túneles subterráneos, no podía decidir direcciones porque andaba siempre en masa y los desencuentros contra vidrios y en muchos casos edificios, lastimaban de verdad, dejándolo desentendido de lo que hacía, como un autómata controlado por un ser exógeno circulaba de acá y allá sin comprender, noqueado por los dolores, descompensado por los mareos. Pero por suerte hoy no es de esos días. Y lo disfruta. Mira a cada lado, como un paseo de domingo donde la tranquilidad y la sobra de tiempo reina, cada detalle misceláneo de las calles agitadas se vuelve un sueño pasivo, lo peor cree que ya pasó por hoy, aunque no fue tan grave, velocidad moderada y golpes insuficientes. Pero ahora, repentinamente, le cae una lágrima. Si, una lagrima. ¿Una lagrima? Y ahora dos y también tres. Se pone triste o melancólico, acarrea el sentimiento de algún dueño momentáneo que lo ha dejado abandonado o en libertad, dependiendo de la visión mundana de cada persona, y le adhirió esa sensación en la parte que supone el pecho y que no ha sentido hasta el momento porque anduvo con otro ritmo. Con la calma reciente, lo empieza a sentir. Carga emociones ajenas. Y se entristece, realmente se entristece. Jamás había percibido semejante desconsuelo, ni en situaciones tan adversas, en personas tan pesimistas. Y cree entender lo que ocurre, el dolor lo entiende, desconoce por qué, el aire memorioso no tiene ahora mención para comprender lo que le pasa, nunca antes, aunque había vivido en otros pulmones, sintió esto. Y ahora la ciudad se hace pesada, su viaje agotador y la búsqueda de una solución a ese problema reciente, se hace remota, escondida. Entonces vaga un rato más, sin querer, prefiriendo acobijarse en un envase vacío o en un espacio sin vida para no tener que lamentar lo desconocido, recuerda que todos los caminos llevan a Roma y ríe con ironía, esa Roma imaginaria no sabe si de verdad existe, en sí todos la tenemos, ese reto de la vida, ese norte punzante en las entrañas, eso es Roma, pero hoy no hay un objetivo al cual llegar, desconoce para que seguir andando, no hay un dónde ni un cómo latente, un vaso de agua al final de la carrera que nos obliguen a seguir. Perdió sus ganas de ser. Y anda. Acá y allá. A la izquierda y a la derecha no encuentra lugar ni consuelo. Toma la calle San Martin, mira hacia un lado, hacia el otro, a la Catedral. Sitio adecuado. Se escurre por la perilla y el enflaquecimiento no le duele. Aquí encuentra paz, silencio. También gente, oraciones y decoraciones. Entonces algo lo llama, algo que puede hacerse dueño de ese síntoma en la parte del pecho, esa tristeza por la muerte de alguien que él no conoce pero que su antiguo portador momentáneo bien tenía en cuenta. Figuras se dibujan en su memoria: una mujer que abraza a un chico, esa mujer ahora tiene canas y abraza a un hombre de barba prominente que sacude un papel atado con una cinta azul con alegría considerable, y ahora ella abraza a un niño y el hombre, ya sin barba la mira y le sonríe. Cuantas cosas pasan por esos recuerdos impropios que el aire acarrea. La última imagen no la quiere ver, pero debe. Intenta volver, prefiriendo aunque le duela, a esas bombas, a esos disturbios en la plaza o a los disparos a compañeros, pero no puede, siente que esa persona, sin entender por qué, es muy importante para él, la quiere por encima de todo, y sin embargo debe mirar, y lo hace, y mira un cajón de roble que se pierde lentamente en la tierra, un hombre sin barba que llora perdidamente, sin consuelo y sin hombro que lo contenga, desparrama gotas de lagrima en el suelo, en sus manos húmedas, y tira un poco de barro sobre ese ataúd que ya fue devorado. El aire lo divisa, lo asocia, lo reconoce, quiere devolver al hombre sin barba lo que es de él, aunque le moleste, quiere devolver esas sensaciones que portó un buen rato. Amaga esas manos unidas que apuntan al cielo en comunicación directa. Su nariz está tapada por mocos y llanto y pelos. Por la boca, entra el aire, se mezcla entre palabras al Señor, entre cuidala, siempre cerca tuyo, sabes cuánto la quise y por qué a mí , hace fuerza para superar esa masa de aire saliente, el hombre inocentemente lo ayuda, inhala, los pulmones lo chupan, lo absorben, lo usan y lo dejan salir, tal vez para siempre. Y escapa por fin de esa sensación abrumante, de esa tristeza foránea, de ese principio sin fin, que jamás quisiera volver a sentir y que a mal traer, hoy le ha tocado experimentar. En el nombre del padre, del hijo, del espiritu santo. Amén. |