…primeras palabras… ya están dichas, dicen que son las más difíciles. Yo hago trampas y las dejo atrás. ¿Qué es lo qué quiero escribir? No es una pregunta a largo plazo, ni con pretensiones categóricas ni existenciales. Hablo de ahora. Qué quiero escribir ahora. Qué quiero escribir un jueves/ya viernes en el que no logro dormir. Aunque no es lo qué quiero escribir, es lo que puedo escribir.
Hoy me concedo esta libertad: no importa la trama, ni los personajes, ni el punto de vista, ni la tensión narrativa, ni la estructura, ni la organización, ni esa retahíla de factores que puedas encontrar en cualquier manual de cómo escribir un buen texto.
Esta noche no vengo con ánimos de trascender la anécdota.
Estaría bien hablar de Carolina sin necesidad de ser yo. Ahí va:
Sé que Carolina es un montón de papelitos desordenados en un cajón del escritorio. Están escritos a mano. La letra de Carolina hubiera suspendido sin duda cualquier examen de caligrafía. Carolina, de muy cerca, podría dar la sensación de no acabarse nunca. Es la ventaja de aproximarse tanto a un cuerpo, el campo visual borra cualquier contorno. Y con ello, cualquier límite. Sin embargo, a Carolina le gusta reseguir con la yema de sus dedos los márgenes de las cosas. Necesita hacerlo cada día, los bordes de la cama, del marco de la puerta, del plato del desayuno, de la taza de té, de las tostadas con mantequilla y mermelada, de las hojas del periódico, del perfil de la cara de su hija… Hace tiempo que tiene miedo a que todo lo que la rodea no le pertenezca (o que ella no pertenezca a todo aquello que la rodea), por eso necesita palparlo.
En noches como esta a Carolina le sobra la silla en la que está sentada, el escritorio donde escribe, la lamparilla que la ilumina, la inmovilidad de la habitación. En noches como esta a Carolina le sobra su rostro de muñeca. Es lo que está dejando de vivir lo que le aflige. Por no saber o no atreverse. Por coleccionar en una caja de galletas danesas todo aquello que se repite, todo aquello que cansa, todo aquello que aburre, todo aquello que es así porque sí. E ir comiendo una pieza cada día.
Y todo parece indicar que el anticiclón persistirá en ese cielo de isobaras, y lo mantendrá terriblemente plácido, terriblemente limpio, terriblemente azul.
Estaría bien no perdonarse a uno mismo ni un solo minuto. Pero luego ocurre esto: L M X J V S D. Y a la semana siguiente, exactamente esto: L M X J V S D.
Carolina es también una respuesta tardía. En ocasiones, un lapso de silencio. Carolina recuerda cierta tarde de domingo. No quiere dar muchos detalles porque no quiere que él sepa que se refiere a aquella cierta tarde de domingo. Y lo peor de todo es que Carolina desconoce que probablemente él ni siquiera se acuerde de que existió esa cierta tarde de domingo.
Cierta tarde de domingo: algo trepó, nariz y estómago, un desierto, se besan sin rozarse los labios.
Ahora se siente estúpida, pero no importa. Algo que no se puede ver, ni escuchar, ni oler, ni tocar, ni chupar, en realidad, no existe. Lo aprendió en el colegio, la realidad es aquello que se percibe por los cinco sentidos.
Poder decir que Carolina es un anochecer de gestos. O poder decir que esta noche Carolina necesita sexo (y a la mierda con la rima).
Embestidas u oleadas ¿Te duele? Quiero que me duela.
Lo que hicieron durante el coito X y Z: Ambos están de pie, apoyados en el alféizar de una ventana que enmarca un tramo del río Hudson. (¿el río Hudson? Oh my god. Esto es lo que dirá ella al finalizar el polvo). Ver practicar sexo es algo tremendamente patético cuando se observa desde fuera. No existen los planos de las películas pornográficas: él de espaldas, con los pantalones bajados, pliegues de fracaso rodeando sus tobillos, jornada partida de 9 a 2, una hora y media para comer, hora de plegar las seis, los calzoncillos tienen un blancor enfermizo y algún pelo púbico se aferra a la tela como una lombriz disecada, el trasero de Z es fláccido, del color de la merluza hervida, y bombea rítmicamente lo que queda entre los muslos gruesos y celulíticos de X. En el momento previo a la corrida, ¿estás apunto? un jadeo es la respuesta, Z piensa que las truchas a esa hora de la tarde atrapan en sus escamas el fulgor del ocaso (y lo piensa con estas palabras exactas). X, por su parte, piensa en el plum-cake que está metido en el horno. Y finge correrse para que su marido acabe pronto porque no quiere que se eche a perder el pastel.
Carolina ya no piensa en el sexo, y aborrece necesitar el amor idealizado. Sabe que cualquier historia empieza adorando la blancura de su piel para acabar venerando las escamas de las truchas.
… últimas palabras… ya están dichas, dicen que son las más difíciles. Yo hago trampas y las dejo atrás.
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